La última vez que entré a una librería en busca de un título refrescante, mientras titubeaba entre la estantería de literatura nacional y la universal no pude evitar oír lo que decía una de las responsables del lugar a su compañera de trabajo. Contabilizando y pormenorizando las ventas y nuevas adquisiciones, comentó que el día antes una cliente había comprado los cuatro tomos de El conde de Montecristo.
Supongo que se refería a la edición cubana de mediados de los 70; la misma que tanto solicitaba de niño por las bibliotecas hasta que mis padres la convirtieron en regalo de cumpleaños; la de cubierta púrpura con letras góticas, e insólita censura en el texto cada vez que Alejandro Dumas, en el original francés, se refería a Dios.
Me gusta pensar que dicha edición fue la inspiración a mano que tuvo el dramaturgo y guionista Freddy Artiles para elaborar su fidelísima versión de la novela, realizada por la Televisión Cubana en el año 2002 y recientemente transmitida vía Cubavisión por tercera o cuarta vez. También me resulta entrañable la idea de pensar que, debido a los deseos de otro infante e influencia de la teleserie, fue una complaciente madre la encargada de adquirir la víspera de mi recorrido ese tesoro, de páginas amarillentas como el oro oxidado en las grutas de la isla de Montecristo.
Pero mi sana envidia, imposible no admitirla, abarcaba más que la añoranza de leer por primera vez las aventuras de Edmundo Dantés; también la añoranza de verlas por primera vez en la referida adaptación televisiva.
Tal ha sido la influencia en mi acervo personal del clásico literario que, más allá de memorizar frases o asentir con la cabeza cada vez que una enseñanza de vida ya me estaba dada por él, desde la tierna edad con que por primera vez me le acerqué no he dejado sin explorar cuanta versión, televisiva o cinematográfica, se posase ante mis ojos. Antigua o reciente, por televisión, VHS, DVD o PC, da igual cuando un equipo de filmación trabaja sobre un material tan bueno que resulta difícil no entretener.
Algunos productos envejecen mejor que otros, y el épico relato dirigido por Rafael Acosta y protagonizado por Jorge Alí no es de los que resisten repetidas visiones: indulgencias de puesta en escena en cuanto a vestuario y locaciones, cierto ritmo mecánico en su traslación de los folios a la imagen y alguna que otra desafinada interpretación, entre demás fallos que no conviene precisar puesto que incluso en las obras maestras suceden. Sin embargo, gracias a la entrega puesta en casi todos sus planos, la calidad de su prosa y la potencia de la música compuesta por Alberto Pujols, una virtud común atraviesa cada capítulo: el encanto.
No por difícil de imaginar en el contexto actual de nuestro país, en los amantes de la narrativa con tintes imperecederos permanece el ansia de ver y presenciar más producciones así, de tanta envergadura artística e inteligente uso de sus escasos medios. Pero han pasado 20 años.
Igual que titulaba Dumas su segunda novela sobre los mosqueteros, Veinte años después, donde sus héroes resistían el paso del tiempo con los inevitables achaques físicos o espirituales que la benevolente ficción suele negar a sus hijos; igual que ese implacable factor de las dos décadas, idéntico tiempo ha transcurrido desde la primera emisión de la serie, y es inevitable cierta sensación de melancolía al imaginar el entusiasmo contenido en tal producto frente a lo cambiado del público e industria audiovisual actuales.
Esta Cuba de reposiciones programadas no es la misma de aquel 2002 con ímpetu de nuevo milenio. La pérdida del hábito de lectura en las edades tempranas debido al auge tecnológico, la emigración tanto de artistas nacionales como de consumidores de su arte, el distanciamiento entre público y televisión, son elementos que interfieren en el gusto colectivo con mayor profundidad.
Solo asoma una sonrisa a la cara de nuestra nostalgia cuando pensamos en ese hijo del mañana, que impaciente y curioso espera la llegada al hogar de su madre con un libro entre manos. Ese cubano que, esté donde esté a corto o a largo plazo, quizá sea mejor ser humano gracias a una maravilla literaria y a una oportuna transmisión televisiva en tiempos de apagones.