Siempre me llamó la atención que a mi abuela, entre sus allegados, le llamaran Monga, a pesar de que ninguno de sus tres nombres es Ramona. Cuando ya de mayor le pregunté el motivo, me contó que ese era el “nombrete” que le había tocado en el círculo familiar.
Los nombretes, motes, o apodos, están fuertemente arraigados en el ámbito popular, y muy pocos cubanos hemos sobrevivido sin que nos calcen alguno, aunque sea por una breve etapa.
Se puede estar en desacuerdo con ellos, pensar que son nocivos para el desarrollo de la personalidad, que forman parte de prácticas de bullying que deberían desaparecer; pero indudablemente nuestra cultura no sería la misma sin su uso.
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Unos hacen alusión a las características físicas, otros al lugar de procedencia, algunos se derivan de una palabra dicha en el momento inoportuno y muchos tratan de captar la individualidad.
Los hay clásicos, originales, descriptivos, ofensivos o enaltecedores. Constituyen, en fin, una especie de etiquetas o atajos que nos permiten definir a una persona en pocas palabras, sin darle muchas vueltas retóricas.
Existen en nuestra lengua desde que se tiene memoria. Incluso antes de la aparición del castellano, en el latín ya se pueden rastrear sus huellas. No se les debe confundir con los hipocorísticos: acortamientos típicos de varios nombres que nos hacen llamar Pepe a los José o Lola a las María Dolores.
Un mote hecho y derecho debe ser simpático, evocativo y pegajoso a partes iguales. Algunos que he escuchado al vuelo, como Juanito Chupahuesos, Quico Cabeza’e Puerco, Mariela Pan Con Pasta o Mazo’e Yerba, se quedaron para siempre en mi memoria.
Muchos son sacados de la cultura pop, de los gustos y aficiones de una generación determinada, y carecen de sentido para gente de otras edades. Por eso, el saber que a alguien le llaman “Eté”, a raíz de E.T. el extraterrestre, película estrenada en 1982, le haría poca gracia a los menos familiarizados con el producto.
Generalmente los apodos se aplican a un individuo, aunque también los pueden llevar clanes e incluso pueblos enteros. Cada barrio cubano tiene su casa de Los Muchos, y si le comento que conocí una familia a la que nombraban Los Placatanes enseguida se hará usted la idea de qué se trataba.
Hay personas con un nombrete tan adherido a su identidad que el verdadero nombre no se menciona nunca y si llegamos a saberlo nos suena raro, como una doble identidad secreta. En el ámbito deportivo, por ejemplo, un sobrenombre singulariza a un atleta. Resulta significativo el caso del pelotero matancero Orestes “Minnie” Miñoso, conocido por sus variados alias: Cometa Cubano, Charro Negro y Mr. White Sox.
Al mencionar a Hortensio Alfonso y Esteban Lantri pocos sabrán de quiénes se trata; sin embargo, si decimos Virulilla y Saldiguera todos recordarán al mítico dúo de rumberos. Justamente ahí, en el universo musical, se han acuñado epítetos tan melodiosos como el Bárbaro del Ritmo, para hablar de Benny Moré, o la Pequeña Ashé, al referirse a Merceditas Valdés.
Basta recordar el conocido estribillo de la orquesta Aragón: “Tú tienes la cabeza de elefante / tú tienes la cabeza de gigante / por eso todo el mundo a ti te grita / Pepe Cabecita”.
Y si usted es de los que tienen un nombrete bien sonoro, sin implicaciones ofensivas o avergonzantes, no se acompleje: atesórelo como un pedazo de nuestra cultura que forma parte de su personalidad.