Matanzas en vilo

Lo que tiene a Matanzas quieta y expectante es la comprensión de la tragedia en curso, de lo mucho que está en juego, lo humano, que es la prioridad; y lo material, con profundo peso para Cuba ahora mismo.

Matanzas es, en sí misma, una ciudad apacible. Melancólica, dicen quienes pretenden explicarse por qué acá los artistas surgen como salidos de abajo de las piedras.

Este sábado, a pesar del desastre, la ciudad conserva esa «matanserenidad» que describió un poeta; pero hay algo pesado en el ambiente, y no es solo el humo negro que se aproxima y aleja a capricho del viento, ni el olor a azufre o el humo que hace escocer los ojos.

Lo que tiene a Matanzas quieta y expectante es la comprensión de la tragedia en curso, de lo mucho que está en juego, lo humano, que es la prioridad; y lo material, con profundo peso para Cuba ahora mismo.

Lo que tiene en vilo a una ciudad donde casi todo el mundo permanece en las puertas de sus casas, móvil en mano, hambriento de noticias, es el desasosiego por esos hijos bomberos, desaparecidos, que de pronto son de todas las madres y de todos los padres; y el pecho estrujado por quienes luchan por sus vidas atravesando el dolor de las quemaduras, uno que, dicen, es terrible.

En la Base de Supertanqueros, en la zona industrial, unos kilómetros a las afueras de la ciudad, hay también silencio. El reparto Dubrocq, el más cercano a esa área, tiene todas sus puertas cerradas, los vecinos han sido evacuados.

Los carros de bomberos, las pipas de agua, los carros con oficiales pasan a toda velocidad y rompen la quietud de la carretera desolada. Basta subir los ojos al cielo para confirmar que la columna de humo crece y crece y se hace más negra y amenazante a cada minuto.

Muy cerca de los tanques incendiados, todo lo que la prudencia amerita llegar, se siente el crepitar del fuego; y cada centímetro de la piel alerta del peligro que se acrecienta con cada llamarada roja intensa.

El instinto de supervivencia grita: «apártate», pero hay quienes en contra de ese llamado se acercan, tienen que hacerlo, al epicentro de la amenaza, para intentar aplacarla. Esos bomberos y rescatistas están concentrados en el Comando Especial Supertanqueros No. 2, una retaguardia que nunca ha sido más vanguardia.

Ahí están los que cada una hora vuelven sobre las llamas, los mismos que dicen que lo de la madrugada fue negro, y que en un instante solo supieron que «el cielo se había incendiado».
Muchachos y muchachas muy jóvenes y otros curtidos por la experiencia, pero todos impresionados por lo vivido y que, cuentan, no tiene precedentes en sus carreras. Gente que dormita y almuerza, recobrando vitalidad para en una hora volver a un terreno incierto, atemorizante.

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«Yo no siento nada cuando pienso en volver, yo solo sé que es lo que hay que hacer», dice un miembro de la Cruz Roja, «soy voluntario», aclara, y en ese matiz, la voluntad, está la diferencia entera.

«Eso hay que apagarlo», explica un chofer de unos de los primeros comandos que llegó a reforzar; algunos compañeros suyos no han regresado, y él está a punto de irse otra vez.

Un coronel del Ministerio del Interior pasa entre los bomberos semidormidos, lleva una mano vendada, la piel de la nuca y el cuero cabelludo cubiertos de crema para las quemaduras, va escuchando lo que un subordinado le dice, e imparte indicaciones, el rostro crispado no se sabe si por el dolor o la preocupación, o ambas cosas.

Ese es el clima allí, determinación sobre cansancio, operatividad en un escenario muy complejo. Y un miedo que no se dice, porque se da por sentado, y también por no determinante.

De nuevo al otro lado de la bahía, la gente mira, aún incrédula, el humo que se levanta, sigue el silencio. En el centro político y social de la urbe, se percibe el movimiento propio de un puesto de mando.

Noticia en desarrollo, así se dice y siente. Camino a la Base de Supertanqueros, nos habíamos preguntado: ¿hasta dónde podemos llegar? «Hasta donde nos alcance el valor», nos dijimos, con esa jocosidad grave propia de los momentos complejos, recordando otros días matanceros, los de Girón.

Mientras estas líneas se escribían, en la acera, minutos antes de una conferencia de prensa, un anciano pasó cerca del grupo de autoridades y periodistas, y les dijo: «Ahora me acuerdo de Almeida, aquí no se rinde nadie». Y tiene razón. (Por Yeilén Delgado Calvo/Tomado de Granma)

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Sobre el autor: Periódico Girón

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