El 10 de diciembre marca un aniversario que la historia oficial estadounidense intenta minimizar: la trágica y sospechosa muerte de Gary Webb. Un periodista que, lejos de ser un teórico de la conspiración, fue un profesional riguroso que, con su obra Dark Alliance, desenterró una verdad incómoda que le costó su carrera y posteriormente, la vida.
Webb documentó el pacto más cínico de la Guerra Fría, la complicidad tácita de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) con narcotraficantes colombianos y nicaragüenses para financiar ilegalmente a los Contra, el nombre abreviado para los contrarrevolucionarios que luchaban contra el gobierno sandinista en Nicaragua en la década de 1980. El objetivo de Washington era simple, derrotar a un gobierno ideológicamente adverso en Centroamérica a cualquier precio, incluso si ese precio era vender el alma de la propia nación.
El pacto consistía en que la CIA facilitaba la entrada de toneladas de cocaína a Estados Unidos y, a cambio, la Contra obtenía el dinero negro, sin pasar por la aprobación del Congreso, necesario para comprar armas, pertrechos y pagar a sus combatientes. La consecuencia de este tráfico ilegal no se hizo esperar, los barrios afroamericanos de Los Ángeles y otras ciudades estadounidenses fueron inundados por el crack, una forma barata, potente y altamente adictiva de cocaína.
Webb demostró que, mientras el gobierno declaraba ser el principal enemigo de los carteles de la droga, estaba sembrando activamente una de las epidemias más devastadoras de la historia reciente, destruyendo comunidades enteras y dejando un legado de encarcelamiento masivo que persiste hasta hoy. El escándalo, más que un error operativo o la travesura de unos cuantos funcionarios, fue la demostración de que la «guerra contra las drogas» es, a menudo, una fachada, una parte de la Realpolitik donde el narcotráfico se transmuta de enemigo mortal a herramienta geopolítica de primer orden.
El mismo patrón se repite hoy, donde la lucha contra las drogas es una brújula que Washington enciende o apaga según sus intereses estratégicos.
La historia de las relaciones clandestinas de Estados Unidos con los operadores de drogas está plagada de ejemplos donde la prioridad no fue la seguridad pública, sino el control político. En las décadas de 1980 y 1990, mientras Washington declaraba una guerra frontal contra el narcoterrorismo, existían puntos ciegos intencionados que eran vitales para sus objetivos en el continente. Esta es la lógica del «enemigo de mi enemigo».
El caso del Cártel de Medellín en Colombia es un arquetipo de esta dualidad. Durante años, la lucha contra Pablo Escobar se mezcló con arduas labores de inteligencia y contrainsurgencia que trascendían el simple combate al tráfico de estupefacientes. La amenaza primaria para el gobierno colombiano y la política exterior estadounidense no era solamente Escobar, sino también las poderosas guerrillas de izquierda, como las FARC y el ELN.
Se ha documentado que ciertos actores estadounidenses y sus aliados locales mantuvieron, en diferentes momentos y por distintos medios, alianzas de conveniencia con grupos paramilitares de ultraderecha. Estos grupos, financiados a menudo por capos rivales de Escobar o por élites terratenientes, eran utilizados como una fuerza de contrainsurgencia brutal y efectiva contra los grupos guerrilleros y aquellos ciudadanos que les mostraran simpatía.
Si un actor criminal es útil para desestabilizar a un adversario ideológico o para eliminar a un rival más peligroso, la selectividad judicial se convierte en política de Estado. Se persigue con todo el peso de la ley a los narcotraficantes que perturban la estabilidad de los aliados o que amenazan los intereses económicos y políticos del Norte, mientras que se puede hacer la vista gorda con otros que financian ejércitos privados funcionales a la hegemonía regional o que son cruciales para el flujo de información de inteligencia.
Es así que el narcotráfico se convierte en una divisa de cambio, ya que permite financiar operaciones encubiertas sin rendición de cuentas, generar un caos controlado que justifica la presencia militar extranjera, y mantener el control sobre la narrativa de seguridad regional. Esta estrategia de controlar antes que erradicar es lo que hace que la lucha antidrogas sea, en esencia, una operación de geopolítica.
La selectividad de la justicia no es más clara que en los casos de líderes centroamericanos que han gozado de la protección y la venia de Washington. Estos casos evidencian que el acceso al poder en Estados Unidos no se basa en la moralidad o la legalidad, sino en la utilidad estratégica que se le pueda dar a sus aliados.
El caso de Juan Orlando Hernández (JOH), expresidente de Honduras, es una mancha imborrable y contemporánea en la credibilidad de la lucha antidrogas. JOH fue señalado por fiscales federales estadounidenses de haber recibido millones de dólares en sobornos de narcotraficantes, ayudando a traficar toneladas de cocaína hacia Estados Unidos.
Las evidencias que lo vinculaban con el trasiego de más de 500 kilogramos de droga eran contundentes. No obstante, Hernández gozó de una colaboración preferencial y fue considerado un aliado clave por la administración de Donald Trump. Esta “amistad” favorable a los intereses empresariales y de seguridad de Estados Unidos en la región, incluyendo el control migratorio y la presencia militar hacían a Hernández un socio fiable que mantenía al país alineado con la política exterior de Washington, y ese era el valor supremo.
Finalmente, las presiones internas obligaron a su extradición, juicio y encarcelamiento en Estados Unidos en el año 2024, pero la reciente decisión de perdonarle junto a figuras criminales vinculadas a ese mismo círculo político por parte de la misma administración Trump evidenció una verdad cruda, la justicia no es ciega, sino estratégica. El perdón se convirtió en un gesto político hacia los lobbies empresariales y los grupos de interés que consideran a estos aliados como «socios necesarios» en el ajedrez regional.
La manifestación más reciente, por mucho la más peligrosa de esta instrumentalización ocurre en el contexto de la crisis venezolana, donde el narcotráfico opera como un pretexto de intervención.
Independientemente de la posición que se tenga sobre el gobierno de Nicolás Maduro, la política de Washington ha utilizado consistentemente la narrativa del «narco-Estado» como punta de lanza para la injerencia. La designación de Maduro y altos funcionarios como narcoterroristas, la imposición de recompensas millonarias por su captura, el despliegue de activos navales en la región y una ardua campaña, con premio Nobel incluido, para así legitimar una posible intervención en Venezuela ante la comunidad internacional no persiguen únicamente el objetivo de detener el flujo de drogas.
En primer lugar, la etiqueta de «narco-Estado» es el justificativo moral y legal para imponer las sanciones económicas más duras y aislar al país del sistema financiero global. El objetivo final es forzar un cambio de régimen a través del colapso económico total.
En segundo lugar, y más importante, se busca la legitimación de la intervención. En un continente hipersensible al principio de soberanía y a la historia de las intervenciones militares estadounidenses, el narcotráfico y el terrorismo son las únicas excusas que, bajo el derecho internacional contemporáneo, podrían sentar un precedente para una intervención militar directa.
Este es el punto crucial, permitir una invasión militar de una potencia extranjera en el continente americano, bajo el pretexto del narcotráfico o cualquier otro, es una afrenta directa a la soberanía continental y al principio de no intervención que ha regido a las naciones de la región desde hace más de un siglo.
El verdadero peligro no radica en determinar si hay o no elementos de narcotráfico en la cúpula de Venezuela, sino en el uso estratégico y desproporcionado que se le da a esa existencia. Washington transforma así la lucha contra el crimen en una herramienta para desmantelar un régimen hostil, cómo mismo intentó hacer en Nicaragua el siglo pasado.
Al seleccionar qué narcos perseguir y cuáles tolerar, Estados Unidos subcontrata la violencia y el caos para alcanzar fines geopolíticos. El narcotráfico se convierte en un comodín que puede ser lanzado sobre cualquier gobierno que se desvíe de la órbita de Washington. Al igual que el oro ilícito financia conflictos en Sudán, el dinero del narcotráfico se convierte en el aceite que engrasa las maquinarias de guerra civil y los gobiernos títeres en el hemisferio.
El continente americano, de norte a sur, debe reconocer que la lucha antidrogas ha sido históricamente una cortina de humo para operaciones de control, dominación y subversión.
Honrar la memoria de Gary Webb, 21 años después de que intentaran silenciar definitivamente su verdad es un imperativo moral para todos los que vivimos en este continente. Es hora de que la región latinoamericana forje una postura unificada y firme, basada en el respeto irrestricto a la autodeterminación de los pueblos, para rechazar cualquier injerencia disfrazada de lucha contra el crimen.
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