Livia Pérez Medero. Foto: Raúl Navarro González
No existen niños brutos ni majaderos ni malos ni que estén destinados a convertirse en mujeres necias u hombres horribles; solo hay niños. Algunos se comportan muy serios ellos, igualitos a lores ingleses; otros parecen torbellinos, como si a su paso provocaran hojarascas y solo supieran abrirle bocas a los zapatos.
Hallamos a los tranquilos —que no abundan— que así, quietecitos, lo observan todo y sus ojos crecen un poco cada vez que se percatan de una nueva verdad del mundo. No importan para nada los cromosomas ni los síndromes ni las hemiplejías.
Todo ello trata de decirme Livia Pérez Medero desde el otro lado de la mesa; quizá con otras palabras, más sencillas, más puras, más universales, más cercanas al vocabulario de los infantes que gustan de la grandilocuencia y la naturalidad.
Es una mujer pequeña que fija los ojos en uno con tenacidad. Frunce el ceño, cierra un poco los párpados, levanta la nariz. Su forma de mirar tiene algo inquisitivo que al principio asusta; sin embargo, al reír, gesto que realiza con frecuencia, su sonrisa —ronca, pesada, estremecedora— contrarresta en uno esa sensación de sentirse juzgado.
Me cuenta que durante los 30 años en los que trabajó con pequeños con capacidades especiales, como maestra ambulante, se percató de eso: “los niños son solo eso, niños”, a pesar de que anden en silla de ruedas, que les cueste más aprender a leer por el método fono-analítico-sintético y le sobren musarañas.
I
Estamos en el patio de su casa en San Miguel de los Baños, un pueblito a ocho kilómetros de la Carretera Central. Aquí y en el cercano Coliseo, ambos lugares con el fatalismo inherente a la Cuba de los bordes, desarrolló gran parte de su labor. En la mesa delante de nosotros hay dos tazas de café, que se han rellenado dos veces en 10 minutos, y un cenicero.
Una perra malcriada, Sasha, a cada rato se desliza a través de nuestras piernas. Cada vez que pasa entre las de Livia, ella le acaricia el tronco de la oreja. Nadie que trate así a los animales puede ser una mala persona, y una profesora debe ser cualquier cosa menos una mala persona. Le pregunto, entonces, cómo es que se convierte en eso; no en buena persona, porque, imagino, viene consigo hace tiempo, sino en profesora.
“En aquella época, desde sexto grado te preguntaban si deseabas ser maestro, ¡era uno tan pequeño!, pero imagínate… son errores que se cometieron. Tú que no sabías nada soltabas un ‘sí, yo quiero’; entonces, te aprobaban enseguida e ibas rumbo a estudiar”.
Ella nació en el central Julio Reyes, uno de los tantos esparcidos por el interior de esa Matanzas de los bordes. Al cerrarlo, el batey circundante murió. “Estaba muy vivo: camiones entraban y salían, el olor a azúcar se apoderaba de todo y llevaban grupos musicales y pipas de cerveza; pero eso de a poco fue tun-tun-tun hacia abajo. Él que va a Julio Reyes ahora se echa a llorar. Lo desarmaron”.
Quizá la decisión de hacerse profesora fuera algo inconsciente; pero también resultó una forma para adelantar. Irse de un pequeño asentamiento, camuflado entre campos de caña, hacia otro sitio más semejante a lo que debería ser una ciudad, Colón.
Desde los 12 estuvo becada. Su adolescencia duerme en la parte de arriba de una litera y se pone chancletas plásticas para meterse en las duchas. Al terminar sus seis años de estudio allá, preguntaron, como mismo lo hicieron en su sexto grado, quién quería irse para La Habana para prepararse como maestra terapeuta. “De inmediato levanté la mano. Si había saltado hacia Colón, ahora tocaba La Habana”. A veces la vida parece un diálogo con un tipo manipulador que sutilmente te lleva a donde él quiere que estés.
Se fue hacia la Capital para no volver, asegura ella, pero volvió. Debía cumplir su Servicio Social y la habían colocado en una escuela especial en el pueblo de Carlos Rojas. Corrían otros tiempos. Existía otra mentalidad; si fuera hoy, tal vez, ella se hubiera buscado un alquiler barato y trabajaría en lo que apareciera y que reportara dólares, para poder aferrarse a su estadía en lo más parecido que hay en Cuba a una gran ciudad.
Al regresar a Carlos Rojas, retornos que no son triunfales, hubo par de encontronazos con profesores más viejos que ella. Incluso, estos, muy adustos, muy trancados, la llamaban maestra de estética. El roce de generaciones siempre generará chispas. “Nos gustaba adornar, usar láminas. Era una chiquilla”. No obstante, en ese aspecto Livia nunca crecería. Hasta que se retiró, a los 60, utilizaría métodos didácticos, terapias del arte.
II
Cambió de puesto un par de veces, todos en la misma área. Hizo su Licenciatura en Defectología. Cuando trabajaba como pedagoga en el Centro de Orientación de Jovellanos, su vista hizo un fundido en negro. La atacó una neuritis de los nervios ópticos. De repente, todo comenzó a apagarse, como si Dios regresara al séptimo día y se hubiera percatado de que dejó la luz prendida y tocaba ahorrar. “Estuve un año intentando curarme. Recuerdo que cuando llegué a La Habana para atenderme estaba ciega por completo”. Al final, le salvaron un poco de mundo en el ojo derecho; el izquierdo sí se perdió en la oscuridad.
Mientras me cuenta esto y la perra acerca el lomo otra vez a su mano que cuelga y ella se deja chantajear y se lo acaricia, entiendo lo inquisitivo de su mirada. Pretendí comprender mis contornos, enfocar mi figura frente a ella.
Trataron de jubilarla de manera anticipada. “No puedo estar frente a un aula. No logro abarcarla con la mirada. Vigilo a los que están frente a mí; pero los de los costados lo mismo pueden estar tirándose piedras que halándose las orejas”. Ella era joven aún, se sentía fuerte, enérgica. No quería retirarse o alejarse de las clases, que la enterraran viva en la cocina, que le incineraran los huesos en el fuego lento del fogón que calienta la leche del desayuno.
Entonces, le ofrecieron la opción de ser maestra ambulante. “Así no tenía la necesidad de abarcar tanto con la vista. Ese tipo de educador se especializa en los niños con dificultades motoras fuertes o que padezcan incontinencia urinaria, entre otros problemas; es decir, que una escuela no puede hacerse cargo de ellos. Yo atendía a los de San Miguel y Coliseo, incapacitados de moverse hacia Carlos Rojas”.
Livia agarra la taza de café a su frente y toma un buche. Espera un momento para que el líquido se deslice desde el fondo; pero nada sucede. La acerca a su ojo derecho para comprobar si queda algún poquito. Por un instante, parece un parche de porcelana. “Voy a traer más”. Trato de decirle que no, pero me detiene con un gesto de mano. A una maestra no se le puede decir que no.
Lea también

San Miguel: la soledad del agua y la tierra
Colectivo de autores – San Miguel de los Baños es un pueblo silencioso; tanto que tus propios pensamientos parecen escándalo y desorden público. Leer más »
III
“Esta la palabra mono, por ejemplo. En las escuelas se manda al alumno a dividirla en sílabas, mo-no —Livia aplaude dos veces y redondea las O que se transforman en una vocal profunda—. Después las dividen en fonemas m-o-n-o”, aplaude cuatro veces. Las consonantes solas se escuchan como un mohín.
Antes, en Cuba se utilizaba el método silábico para aprender a leer. “La monita maromera salta de la mata al muro y come plátano maduro la monita maromera”, recita y me provoca un poco de gracia recordar los padres que tropiezas por la calle, mientras tararean sin querer la “Vaca Lola”.
“Sin embargo, este método cambió y se empezó a emplear el fono-analítico-sintético m-o-n-o; pero con esa técnica el niño con dificultades llega a fragmentar tanto la palabra que no logra comprenderla. Por eso, utilicé el silábico: mo-no, más sencillo; la mejor forma de enseñarlo es a través de poesías, canciones, sobre todo para los muchachos que padecen Síndrome de William.
Livia se da un buche de café recién traído desde la cocina y trata de explicarme en qué consistió su maestría. Recuerdo lo que hablábamos antes. Aquellos adustos profesores que la llamaban “maestra de estética”. Ellos no se equivocaron en nombrarla de tal forma, pero sí en querer despreciarla por eso. La función del arte y la belleza va más allá de lo decorativo, y se imbrica con cuestiones relacionadas con la espiritualidad y lo humano.
Para su maestría, ella utilizó a la primera alumna que le tocó atender, Maureen, quien padece un William y vive aún en San Miguel de los Baños, como caso de estudio. Aquellos con dicho síndrome suelen desarrollar hiperacusia, deben utilizar audífonos en los sitios muy ruidosos (ómnibus, eventos públicos); y si en esta Isla nos sobra algo son este tipo de lugares. La bulla nos trasciende y cuando no quede nadie aquí ella aún permanecerá.
Sin embargo, por esta condición suelen tener grandes habilidades musicales e, incluso, desarrollar oído absoluto. “Por eso, aprendió a tocar la percusión y la metí en el grupo Kikiricanto (un proyecto cultural del poblado); y la llevamos a Colón, a Matanzas, por toda la provincia. Se debe echar mano a la capacidad del infante. Quizás él es muy bueno en canto o en dibujo o con las tecnologías”.
Esa niña que Livia trató por nueve años, más o menos el período que demora un pequeño con dificultades cognitivas en vencer los objetivos de Primaria, se ha vuelto “toda una mujercita; al final —hace una pausa para azorar a Sasha, que dio un brinco hasta una silla y de ahí hasta la mesa y amenazaba con un tumbar el cenicero—, el objetivo es hacerlos útiles, integrarlos a la sociedad”.
IV
Me habla de Yanetsy, que es buena “hasta para cocimiento” y que se dedica hoy a elaborar dulces y pasteles; cuyos padres creyeron en un principio que nunca se superaría, porque la enviaron a la escuela especial y no funcionó, y tampoco le ponían demasiado fe a la maestra ambulante.
“Cuando nace un niño con alguna discapacidad, primero aparece la negación; hasta genera muchas veces una ruptura, porque los padres comienzan a echarse las culpas, a buscar de quién viene el gen defectuoso. Cuando lo aceptan, después, sienten esa preocupación latente por qué sucederá con su niño el día que ellos no estén”, explica.
Me habla de Juan Carlos, con una hemiplejia que le congeló en el tiempo la mitad del cuerpo, y que ahora da viajes entre Coliseo y Jovellanos, donde trabaja en un taller de artesanía.
Me habla del Toti, un muchacho que anda en su silla de ruedas electrónica, no sabe de qué rayos va la tristeza y domina los smartphones mejor que ella. “Él se reía de mí, aseguraba que tenía tecnofobia. ‘Mi maestra no sabe andar en el teléfono’, repetía”.
Aquí se detiene “¿Sabes? … —en ese instante, la suegra, a quien cuida desde que se jubiló, se asoma en una ventana para hacer una pregunta, algo relacionado con el pan de la bodega—. Siempre he creído que se les debe hablar de todo, incluso, de la primera eyaculación. Toti, un día llegué y me soltó: ‘Maestra, la tuve por fin y me recordó a la baba de quimbombó’. No he visto el quimbombó con los mismos ojos desde entonces”. Suelta una carcajada que asusta a la perra acomodada en contra de una de las columnas de la terraza.
Me habla de Evelyn, la última niña a la que impartió clases, antes de retirarse. Aquí su expresión, que hasta entonces fluctuó entre la memorabilia y la risa express, se contorsiona un poco. Los pómulos caen. Las cejas se juntan. La boca se arquea hacia abajo. “Con ella logré tan poco, tan poco que me sentí defraudada. No percibí ningún resultado. Lo único que vi es que, al principio, cuando yo llegaba no paraba de llorar, pero después se detuvo”.
V
Livia laboró durante cerca de 30 años como maestra ambulante. Recibía el salario estándar del sistema educativo, muy poco; actualmente, lo suficiente para un paquete de pollo de cinco libras, un pomo de aceite y un libro de espionaje ruso, como los que le gustan; pero que no alcanza para comprar un par de zapatillas, aunque sean copia de Nike. A la diosa Victoria nuestra la hicieron en una fábrica china.
Debió pagar de su bolsillo todos los viajes entre San Miguel de los Baños y Coliseo, u otros hacia los bateyes o asentamientos en que habitaban sus alumnos. Kilómetros y kilómetros. Carreteras y carreteras. Terraplenes y terraplenes. Guaguas y guaguas. Matazones y matazones.
Normalmente, almorzaba en casa de los estudiantes, porque la clase comenzaba en la mañana y concluía en la tarde. Casi siempre la invitaban a comer, lo mínimo a disposición de la familia, si no debía morder con lo que apareciera en la calle. “Los padres se preparaban y le brindaban merienda y almuerzo a uno, y lo hacían con un placer que ni te cuento; pero al final afectaba su economía doméstica”.
Ella nunca pidió una dieta para transporte o alimentación. El Ministerio de Educación tampoco se la propuso jamás.
“Disfruté mucho trabajar con mis niños”, salta como si con esa frase atajara todas las dificultades que debe enfrentar una educadora medio gitana, cuya aula cambia cada jornada; y su escuela, de la amplitud de un municipio, se mide por hectáreas, no por metros cuadrados.
Livia vuelve a tomar en la mano la taza de café; otra vez se la acerca a los labios y espera que este caiga en su boca. Nada sucede. “Hay que hacer más”, comenta y ordena. La entrevista realmente había terminado, pero ella quería conversar otro poco.
Antes de perderse dentro de la cocina, se voltea y trata de pescarme con el ojo derecho. “A ellos hay que darles amor y más amor”, asegura. Quiso expresar lo mismo que escribí al principio de este texto, eso de que “no existen niños brutos ni majaderos ni malos ni que estén destinados a convertirse en mujeres necias u hombres horribles; solo hay niños”, pero lo dijo mucho mejor que yo. (Edición web: Miguel Márquez Díaz)
Lea también

Comentario: Educar requiere un extra
Boris Luis Alonso Pérez – Educar requiere un extra. El año pasado me contraté, como pluriempleo, en un preuniversitario para impartir clases de español a dos grupos de onceno grado, 120 muchachos en total. Leer más »
