Cubierta del libro Cubanomicón
Hay lugares que existen a medio camino entre la historia y el mito. San Miguel de los Baños, ese pequeño pueblo de Matanzas donde en 1990 se filmó Alicia en el pueblo de las maravillas, es uno de ellos. De ese territorio donde lo real siempre ha tenido un pie en lo fantástico —un pueblo mágico, más mágico quizás que el mismísimo Macondo— nació Boris Luis Alonso Pérez en 1996.
Crecer allí significa habitar un país dentro del país: caminar entre ruinas y balnearios que guardan secretos y una lógica cotidiana que se resquebraja con la naturalidad de lo inevitable. Ese doble paisaje —la Cuba real y la Cuba alucinada— es la materia que nutre los relatos de Cubanomicón.
El libro funciona como una puerta giratoria entre dos dimensiones de una misma isla: la visible y la soterrada, la cotidiana y la delirante. Las historias no buscan imitar los códigos del horror cósmico de Lovecraft, sino apropiárselos desde la experiencia cubana y devolverlos en forma de parodia, comentario social y humor feroz. No es casual que Erick J. Mota, en la nota de contracubierta, afirme: “No hay nada que supere los horrores del autor de Providence, salvo quizás los terrores tropicales”.
Mezcla de absurdo y lucidez aparece desde la primera línea en el cuento que da título al volumen. Un joven intenta comprar un café que solo se paga en riyales saudíes, y el anciano que lo atiende divaga sobre Namibia, divinidades, cadáveres transportados como equipaje y el mítico autor Addiel Alonso —un supuesto Abdul Alhazred cubano— que habría escrito el Cubanomicón original sobre hojas de moringa y aceite de girasol.
El relato opera como un manifiesto poético del libro entero: en Cuba, lo real parece siempre una caricatura, y lo fantástico no es una fuga sino un espejo donde lo cotidiano se revela en su lógica más descarnada. El humor —negro, punzante, desvergonzado— es un mecanismo de defensa ante lo insoportable, pero también una forma de conocimiento.
Esa misma tensión entre horror, sátira y absurdo domina Último recurso, quizás el relato más brutal del conjunto. La premisa —una ley antirrobo que establece la pena de muerte para cualquier delito, desde un ministro corrupto hasta una secretaria que sustrae artículos de oficina— abre un mundo donde la violencia institucional se vuelve espectáculo televisivo, liturgia política y mecanismo de purificación social.
El país entero parece reorganizarse a partir del terror: las guaguas llegan puntuales, la heladería renace con todos los sabores imaginables, el comedor universitario deja de servir “líquido con sabor a nada” y los vendedores olvidan la especulación. Todo mejora salvo lo esencial: el sonido incesante de los fusiles, que acompaña al protagonista como un “tinnitus ético”.
El giro final, donde Joaquín es obligado a integrar el pelotón que ejecutará a su propia esposa, confirma que en esta Cuba paralela la eficiencia y la prosperidad son fruto de un mecanismo sacrificial. Aquí el horror ya no proviene de dioses desconocidos, sino de la maquinaria burocrática y del consenso social que la sostiene.
En contraste, Sabor a libertad explora la dimensión íntima y casi lírica del absurdo. Tres amigos bebiendo alcohol en el Parque de La Libertad discuten, entre chistes y borracheras, qué significa realmente ser libre. El relato barre con los lugares comunes mediante el humor “¿habrá tres comemierdas como nosotros en un parque de Zimbawe?” y revela, sin sentimentalismos, que la libertad puede ser una metáfora, una borrachera o un gesto absurdo.
El narrador besa la estatua de la Libertad —literalmente— y descubre que “el exceso de libertad deja un sabor metálico en los labios”. En esa frase se condensa la poética del libro: lo sublime siempre está contaminado por lo grotesco, y lo grotesco late bajo la superficie de lo sublime.
Lo que unifica estos relatos no es una estética única, sino una intuición profunda: en Cuba, lo insólito, lo absurdo y lo maravilloso no son anomalías, sino mecanismos de supervivencia.
Las criaturas que aparecen en estas páginas —camellos descomunales, misiles oxidados, demonios improvisados, muertos transportados como equipaje, fantasmas ninfómanos, funcionarios sádicos, borrachos iluminados— no son monstruos externos: son emanaciones naturales de un país que lleva décadas viviendo entre la tragedia y el absurdo.
Cada cuento captura algo esencial de esa “Cuba paralela” donde las leyes del universo, del sentido común y de la economía se suspenden con la misma facilidad con que se suspende el pan nuestro de cada día o la electricidad.
La prosa de Boris Luis Alonso Pérez es ágil, cinematográfica y desvergonzada. No teme el exceso, ni el humor negro, ni la exageración como forma de verdad. El autor convierte la vida diaria en un bestiario cubano donde lo grotesco convive con la ternura y donde la miseria puede transformarse, de pronto, en épica.
Por eso Cubanomicón no es solo un libro de relatos fantásticos: es un catálogo de lo imposible escrito desde la lucidez de quien sabe que la realidad de la isla —sus excesos, sus ritmos, sus tragedias— es tan improbable que solo puede contarse desde la imaginación más desatada.
Arturo Soto tituló uno de sus documentales Breton es un bebé, una de las frases más certeras para describir este país. Siguiendo ese espíritu, puede decirse que si el Necronomicón nació para contener los horrores del universo, Cubanomicón nace para contener los de nuestra isla: un libro que demuestra que, incluso ante los peores delirios, los cubanos seguimos siendo capaces de sonreír. (Por Pablo G. Lleonart/Edición web: Miguel Márquez Díaz)
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