Aquel que atraviesa la ciudad a oscuras. Foto: Raúl Navarro González
La oscuridad es una baba. Pegajosa. Adherente. Terca. Se te pega a la ropa. Se sobrepone a tu piel, capa tras capa, hasta que, sencillamente, pierdes de vista hasta tu propio cuerpo.
Pensaba en ello al salir la otra noche de casa de unas amistades. Me invitaron para celebrar que recién se habían mudado. Me tocaba volver al hogar a tientas, en una ciudad apagada, casi invisible, como si esperara a los enemigos para tenderle una emboscada y ese viernes era yo el enemigo.
Cuando me despedí de los anfitriones y cerraron la puerta y ,por tanto, clausuraron la mínima claridad de una lamparita recargable en la sala con la que nos alumbramos toda la conversación -como los primeros y los últimos hombres frente a una fogata- de repente me encontré que cuando miraba hacia mis piernas no las distinguía. Tuve la impresión de que flotaba, que era un jodido ser etéreo en medio de la madrugada.
Miré el cielo. Había Luna, llena, inflada, gordibuena, pero la ocultaban unas gruesas nubes. Estas solo dejaban escapar una luminiscencia mediocre. Que se degradaba mientras descendía del cielo y no llegaba a tocar tierra.
Miré hacia las cuadras venideras. Hace meses, quizás años, que no prenden gran parte del alumbrado público para ahorrar la poca generación eléctrica del país, imagino; pero así la noche queda vedada. Esta se convierte en una trampa para osos, en un cebo para los bandidos, para los asaltadores. La penumbra solo socorre a los amantes, a los bohemios y a los ladrones. Yo, en ese momento, no era ninguno de los tres.
De tramo en tramo, había algún islote de luz: una vivienda con planta que la dueña dejaba algún foco encendido para iluminar la fachada, alguien que tomaba fresco para escapar del insomnio y del apagón en la puerta de la casa y el brillo de la pantalla del celular le otorgaba al rostro rasgos de ultratumba, como de muerto vivo; alguna cafetería que se quedaba abierta hasta tarde para lucrar con los borrachos que no logran calmar la sed o los adolescentes que compran «mentaplus» para que la madre no le sienta el aliento a cigarros.
Era viernes. Los viernes todavía la madrugada palpita un poco. Tienen un poco de vida. Los días entre semana se convierten en un ataúd. Con esta idea que me daba un poco de confianza, no demasiada realmente, comencé a avanzar islote por islote. Me creí Odiseo. Me creí Magallanes. Me creí la Kon Tiki. Iba, sencillamente, hacia la vastedad.

Para llegar a mi casa debo cruzar un puente, el de Tirry, cercano a Nárvaez -lo más parecido que tenemos en Matanzas a una vida nocturna- y par de cuadras bastante solitarias, bastante comatosas.
Normalmente, me siento en algún quicio y espero que algún grupo de muchachos, eufóricos, medio tomados, en concubinatos secretos con sus novias, vaya hacia mi rumbo. Entonces los sigo de cerca, en silencio. Me protejo con el poder de la manada, del bulto.
No obstante, después de 20 minutos que aguardé que algunos de estos pasara me percaté de que era un viernes medio socato. Así que me lancé solo. Caminé por el medio de la calle; no fuera a ser, que escarranchado en una esquina, esperara ese sujeto que me abriría ojos en la carne. No sé si la violencia en el país ha aumentado por las crisis, por los resquebrajamientos o si siempre estuvo ahí; pero ahora con las redes sociales se nota más. No eran ni la hora ni el contexto para perderme en esos debates sociopolíticos.
Miraba hacia mis alrededores para cerciorarme de que nadie me seguía. En un punto me di cuenta que, aunque nadie se encontraba próximo, esto también me preocupaba, porque me sumía en un completo desamparo, en un perruno abandono. Dos veces me sobrecogí con los devaneos de mi sombra. Tres veces confundí la silueta de un árbol o el perfil de cierta columna con una persona.
Pude, al final, llegar a casa, intacto. Mientras colocaba la llave en el cerrojo contemplé la ciudad otra vez. Recordé que cuando niño le temía a la oscuridad. Hasta el día de hoy aún me gusta dormir con las luces encendidas, aunque últimamente ello resulta un privilegio.
Con par de trayectos más como los de esa jornada retornarían mis viejos temores. Lograrían que rechazara la noche. Al girar la llave mi mano se iluminó un poco. Recuperé mis piernas, mi vientre, mis brazos. Dejé de ser etéreo. Pensé que la electricidad había regresado, me emocioné; pero no era eso. Las nubes se habían apartado del frente de la Luna. Ahora caía sobre Matanzas una fina lámina de plata.
