
Desde hace ya algunos años, Hollywood experimenta una crisis creativa evidente. Frente a esta, la industria del entretenimiento acude a una interminable sucesión de biopics, extensiones de sagas o remakes; marcados estos últimos, en algunos casos, por redefiniciones que persiguen atemperar viejos productos a los nuevos contextos, añadiendo ciertas reivindicaciones y narrativas políticas en boga durante fechas recientes.
Esta última estrategia, a la vez que refleja la intención de Hollywood de lavar su imagen de cara a históricas presiones, demandas y exigencias de movimientos dentro y fuera de la industria, expone la aspiración de presentar algo revolucionario y progresista, lucrando a costa de ello.
No importa que aún hoy las mujeres dentro de esta perciban, desde disímiles posiciones, ingresos desproporcionalmente más bajos que los hombres, o que la población negra o latina continúe teniendo dificultades para hallar trabajo fuera de los roles estereotípicos de drogadictos, habitantes del gueto, delincuentes, narcotraficantes, etcétera.
En esta línea, a veces Hollywood pone tanto empeño que el resultado es un producto novedoso. En otras, sin embargo, todo termina en un fracaso monumental. Y en esto, quizás, pocos estudios tengan tanta experiencia como el gran emporio fundado por el creador del célebre dibujo animado Mickey Mouse.
Disney, frente a la ausencia de propuestas originales y convincentes, desempolva como nadie los viejos guiones de clásicos animados que a lo largo de sucesivas décadas fueron un éxito rotundo, reestrenándolas hoy en forma de live action: Dumbo (2019), Aladdin (2019), El rey León (2019), La Sirenita (2023) o, más recientemente, Blanca Nieves (2025).
Muy variados y contrastantes han sido los resultados de tal estrategia, yendo desde una aprobación moderada hasta un tajante rechazo. No obstante, la baja aceptación y la repulsa colectiva —en ocasiones extrema— que han recibido algunos de estos títulos, como La Sirenita y Blanca Nieves, no se deben, en primer lugar, a los parámetros artísticos y estéticos que deberían regir la valoración de este tipo de obras.
No fueron ni la inopia artística del guion, ni el desempeño actoral, ni los efectos especiales o los vestuarios mediocres los que motivaron la virulenta reacción negativa. Bastaría una sencilla búsqueda en Google o en redes sociales como X, Facebook o Instagram para dar con las verdaderas razones de la masiva campaña de boicot que se desarrolló.
La inclusión, en ambos filmes, de una protagonista (Halle Bailey en el rol de Ariel y Rachel Zegler en el de Blanca Nieves) que escapa de la imagen dominante que los personajes tuvieron originalmente —como creaciones europeas que fueron—, y ciertos diálogos y diferencias con las tramas presentadas antaño por los largometrajes animados, representan las causas fundamentales de la citada campaña.
Enarbolando las banderas de la lucha contra la «inclusión forzada», la «agenda woke» y otros conceptos de naturaleza conspiranoide, miles —sino millones— de personas articularon, desde espacios fundamentalmente digitales, el linchamiento contra las actrices y el estudio; una cruzada que ilustra el racismo y la misoginia que, más que persistir, renacen en un escenario global en el que el odio se normaliza.

Pero lo más preocupante aquí no es que un grupo de personas intente cancelar una cinta por el color de piel, el origen étnico o la apariencia física de una actriz, sino que discursos de esta naturaleza —que calan cada vez más en nuestras sociedades— representen una nueva reproducción de viejas prácticas, al tiempo que reavivan y relegitiman ideologías condenadas décadas atrás.
Y es que debe entenderse que no se trata de una cuestión exclusiva del cine o de la televisión —donde la actriz Bella Ramsey, por ejemplo, ha sido objeto de críticas por no cumplir con los cánones de belleza del personaje del videojuego Last of Us, en el que se basa la serie homónima de HBO—; el odio vertido es un mero reflejo de una realidad mucho más agobiante.
Al igual que en tiempos de Nerón, cuando sobre los cristianos recayó la culpa del gran incendio de Roma, y el miedo y el odio de los romanos hacia ellos, por aborrecer su religión y orígenes sociales, los condenó a morir por inanición, devorados por las bestias en el circo o consumidos por las llamas en los jardines del emperador, la masa se vale de los chivos expiatorios que las élites les señalan a fin de expiar sus pecados.
La población negra y árabe, la comunidad LGTBI, los migrantes del Tercer Mundo o el movimiento feminista constituyen hoy el blanco sobre el que se lanzan los dardos para descargar la ira reprimida. Como los cristianos bajo el temible Augusto, sirven para cargar con el peso de la culpa de todo mal, siendo etiquetados de extremistas, terroristas, narcotraficantes, asesinos, ladrones, violadores, etcétera.
Y es que, en el contexto actual de poscrisis pandémica y capitalismo tardío, la humanidad vuelve a canalizar el descontento y la impotencia —derivados de una realidad en apariencia estática e imperturbable— a través de un odio visceral hacia lo que escapa de las normas y valores hegemónicos.
No es casual que esta cultura de la cancelación y el culto al odio —que se manifiesta tanto en los citados ejemplos como en la mofa grotesca y ofensiva que millones de usuarios replican en redes sociales— coincida con un escenario casi permanentemente ocupado por la incertidumbre económica. Tampoco resulta coincidencia que el fenómeno prolifere mientras en Europa o América cobran fuerza valores y tendencias políticas abiertamente reaccionarias y autoritarias.
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Para el sistema y la extrema derecha que —como un fantasma— recorre el mundo, representada por figuras tan patéticas como Donald Trump, Elon Musk, Javier Milei, Nayib Bukele, Giorgia Meloni, Marine Le Pen u organizaciones como Vox o Alternativa para Alemania (AfD), la xenofobia, el antisemitismo, el racismo, la homofobia y la misoginia no son sino instrumentos que permiten alimentar la maquinaria del odio de la que se valen.
Esta maquinaria —que, en mayor o menor medida, todos abrazamos en algún momento— resulta un mecanismo esencial para consolidar su poder y sostener el statu quo que durante años ha mantenido a las élites tan desproporcionalmente alejadas de las mayorías.
El odio, como en la Antigua Roma, la Europa feudal o la Alemania nazi, cohesiona a las masas en torno al poder. Este genera en millones de seres humanos —cada vez más desprovistos de riquezas— la ilusión de transformar la realidad. Que migrantes ya naturalizados ataquen a quienes no han logrado cruzar las fronteras, o que mujeres se pronuncien contra el feminismo, evidencia la capacidad del sistema para reinventarse, pese al progreso histórico, científico y ético.
Si hoy es más factible articular un movimiento contra un largometraje que contra el genocidio en Palestina, el cambio climático, la pobreza y el hambre —por citar algunas de las contradicciones que penden como espadas de Damocles sobre la humanidad—, ello se debe no solo a la eficacia del sistema para perpetuarse, sino también a la ineficacia de la izquierda global que, limitada a luchar por derechos secundarios o a presionar por reformas al sistema, es incapaz —¿o temerosa?— de estructurar alternativas que ataquen el núcleo del orden establecido.
Así, privadas de alternativas transformadoras, la humanidad parece condenada a un largo camino hacia la barbarie, donde el capitalismo se erige como non plus ultra del desarrollo: el «fin de la historia». Desafiar este sombrío destino, más que una opción, es una urgencia ética que exige reinventar la lucha anticapitalista —con audacia y sin concesiones—, antes de que sea demasiado tarde. (Por José Carlos Aguiar Serrano)
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