
Hace una semana se cumplía medio siglo del estreno de Tiburón, el primer gran clásico de Steven Spielberg. Para los cubanos, Tiburón sangriento. Ni idea de dónde salió ese titulazo sensacionalista. De las películas extranjeras del período 1975-1976, las mayores colas que se recuerdan en los cines de mi ciudad fueron por King Kong (la de las Torres Gemelas), el Zorro italiano con Alain Delon y, por supuesto, la del magnífico escualo; fuente a consultar: mi padre, memoria viva de la cinefilia matancera.
No fue hasta el 3 de marzo de 1977 que los habitantes de estas costas del Caribe occidental pudieron disfrutar en las pantallas del Bellamar y del Moderno la que ya era para entonces el mayor éxito desde los días de Méliès. Dos meses más tarde, los americanos tendrían en sus salas La guerra de las galaxias y, en lo que mi padre esperaba una reposición cualquiera de Tiburón, sin VHS ni celular donde guardarla, más allá del mar y del desierto californiano George Lucas desbancaba a su amigo Spielberg del trono de la taquilla. Era el amanecer de los blockbusters.
Pero aunque luego vino E.T. para restituir al bueno de Steven, y todos los Indiana Jones de los 80 y el Parque Jurásico que en los 90 reescribió la historia de las recaudaciones, ¿por qué mi padre recuerda precisamente la cola de Tiburón (la del cine) como la más extensa entre todas las provocadas por aquel cineasta de apellido judío? En parte, supongo que por el evidente fenómeno que era esta película de… ¿terror, aventuras, suspense? En parte, supongo que por ser el primer contacto de una ciudad con el talento de aquel cineasta de apellido judío.
Y nada menos que una ciudad marítima. Con avistamientos registrados de tiburones y caza ocasional de estos. Escenario perfecto para echarse a temblar con la pesadilla oceánica del jefe de policía Martin Brody (Roy Scheider) y los bañistas de Amity Island, si bien siempre he creído que buena parte del poder de Tiburón se valida no en que haya causado una oleada masiva de temor a las aguas, sino en que este temor pudo transmitirlo perfectamente a un pueblo sin mar, a un espectador boliviano o a uno suizo, con la misma eficacia que a quien vive cerca de playas.
La aguja hipodérmica de esta película es alargada, como la de Psicosis, que es el alegato anti-ducha de los asustadizos. Ambas siguen goteando e inyectando el miedo aunque pase el tiempo: las cargan dos teóricos de la comunicación tan poco aburridos como Alfred Hitchcock y Steven Spielberg.
Lo menos que puede generar Tiburón es, por tanto, un efecto. Cada vez que la veo, soy ese que se niega a meterse de nuevo al mar. Cada vez que me meto de nuevo al mar, soy ese que se acuerda de haberla visto. Y tiemblo.

No obstante, con el correcto trucaje de cámara y puntos de vista, con una atmósfera mínimamente parecida, con un par de datos pseudocientíficos en el guion sobre la presencia inopinada de tiburones, ese pánico colectivo lo podía haber logrado también una película más vulgar en sus formas. Ni siquiera diría que este film crea miedos, sino que los saca a la superficie, porque han estado quizá dentro de nosotros y no sabíamos con cuánta fuerza. Esta anécdota de una fobia que se convirtió en cliché, o la caza indiscriminada que originó después de su estreno a lo largo y ancho del gran azul, son reacciones al alcance sensitivo de una poderosa experiencia audiovisual.
¿Dónde nace esa capacidad hipercinematográfica, la que estiró su éxito hasta límites nunca imaginados durante el caótico rodaje?
Nace, a mi modo de ver, en cualquier escena. La que sea. A mí, por ejemplo, me asombra mucho por su gracia y tensión la del libro ilustrado, el que la esposa de Brody contempla antes de gritar a su hijo que se aleje del bote. Es un preludio a posteriores tragedias, es una escena que conecta la calma con lo que está por venir, es un acercamiento empático a la familia por cuya integridad temeremos en distintos momentos, pero es sobre todo un trozo de cine espléndidamente escrito y resuelto, e integrado de maravilla en el resto de la función.
Creo también que otra de las pinceladas Spielberg mejor ejecutadas, entre tantas que hay dispersas en cualquiera de sus películas, es la forma en que crea suspense con un dato ya sabido por el público… y visto esto, no hay duda de que es capaz de todo: cuando Brody está sentado ante la máquina de escribir en el minuto 9, de regreso de su encuentro con el cadáver de la primera víctima, su secretaria le pasa la llamada del inspector médico; él apoya el auricular en su hombro y ajusta la planilla en la Remington para seguir tecleando; “¿Sí?”, pregunta, y segundos después está rellenando un espacio en blanco con las palabras ATAQUE DE TIBURÓN bajo la casilla de “Probable causa de muerte”.
No lo sé. Es el sonido de sus dedos sobre el teclado rasgando el silencio, la información que nunca oímos en voz del inspector médico, el plano detalle de la planilla con las palabras que justificarán toda la trama, la actividad mental de un creador detrás que evita repetir las maneras de filmar al uso… ¿Cómo se explica este arte si no es devorándolo y rebobinándolo, así sea en pocos segundos de tan brillante creatividad?
Tomemos una simple conversación en tierra o un espeluznante silencio marítimo: Tiburón posee el mismo nervio, el dinamismo que tanto amamos, en toda su duración. Está tan bien medida de tempo, tan trabajada de diálogo, tan bellamente fotografiada, tan genialmente acompañada por su música (¿podemos hablar de Spielberg sin John Williams?), que hasta el espectador comprometido con filmografías más “intelectuales” se siente tentado, cual adúltero en potencia, a ceder a los encantos de este vehículo de disfrute sin excusas ni coartadas. Spielberg pasó, por tanto, a ser tan taquillero como poco respetado entonces, al contrario de los últimos años.

Se suele desconfiar del realizador que lo mismo da placer al primero de la fila que al último, al mal estudiante que se sienta en la tercera que al erudito universitario detrás de él. Reconozco que me ha pasado en alguna que otra ocasión: siento que en algún punto debería atajar la tomadura de pelo de la película, el truco irrespetuoso con que este prestidigitador me entretiene para sacarme el dinero, como un habilidoso descendiente del Fagin de Oliver Twist… Pero no existe tal embaucamiento; en el fondo, el propio cine lo es desde que pasamos voluntariamente a otra realidad, y algunos de sus ejercitantes tienen más talento que otros para prestidigitarnos los sentidos.
Todos juegan con la perspectiva y nos engañan lo mejor que pueden, ponen a sus actores a apuntarse con pistolas de mentira, a expresar líneas que otro escribió y, en última instancia, hasta simulan que un muñecón de carnaval surca las orillas de una comunidad pacífica con la esperanza de que nos lo creamos. Como Spielberg es un mago fino, su lente no pone en evidencia los desperfectos de un monstruo de utilería: más bien los rehúye y contrarresta, y busca la manera de sacar partido al animaloide mecánico. No nos muestra su horror en detalle, sino su efecto en los rostros de los actores; no nos da una idea exacta de su anatomía, sino que adopta la técnica Tourneur/Lewton de La mujer pantera: ocultar a la bestia, porque nada nos aterra tanto como imaginarla.
Al no mirar casi nunca (casi siempre de pasada y a todo trance) a la criatura del título, nuestro cerebro actúa con redoblada intencionalidad cada vez que el horror y la violencia entran en acción. No tenemos tiempo de acostumbrarnos a ella ni a su fealdad, como sí en King Kong (la del Empire State), por pensar en la otra mezcla de aventura y terror que me viene primero a la mente.
No sé si esta sea una de las películas más entretenidas que se hayan hecho, a nivel de hipótesis científica y relación minutaje-atención, pero de que es un remedio contra el aburrimiento no cabe duda. Que se lo hubieran preguntado a mi padre y a cualquier matancero en marzo del 77. Que se lo pregunten a cualquiera que de vez en cuando haga doble clic en su carpeta correspondiente y la vuelva a visionar, con los cascos puestos, en la soledad de su cuarto. No quisiera volver a compararla con Psicosis, sé incluso que el propio Spielberg se cansó de que le comparasen con Hitchcock por aquella época, pero no deja de ser hermoso que dos de las obras que más perviven del terror postclásico contengan un ritmo tan estimulante cada una, donde cada fragmento contenga alicientes propios para alimentar monografías.
¡Dios, que en medio de una cena marinera alguien suelte ese monólogo sobre la tragedia del USS Indianapolis! “¿Sabe una cosa sobre los tiburones? Tienen ojos sin vida. Negros, como los de una muñeca”. Robert Shaw está soberbio, de Oscar robado, mientras narra cómo el Pacífico se llenó de muertos aquella noche y concluye con un aplastante “De todos modos, entregamos la bomba”. Bendito John Milius si es cierta la leyenda de cómo dictó a Spielberg por teléfono esas líneas, como quien ayer escribe frases para Harry el Sucio y hoy ayuda a un amigo mientras mañana prepara El viento y el león. El talento de estos barbudos del Nuevo Hollywood no dejará de sorprenderme nunca. Como no deja de sorprenderme mi preocupación de que algo salga mal cada vez que Martin Brody se trepa al mástil a punto de hundirse y empieza a disparar al tanque atascado entre las fauces de su oponente.
Desde su arribo a nuestras costas hasta hoy, que la evoco en la Matanzas de 50 años después, el Tiburón de Spielberg no reconocería a su cinefilia. Quienes han descubierto a posteriori la emoción latente que trae aparejada, a menudo lo han hecho a través de combos que contienen toda la saga (porque sí, dejó secuelas) y muchos hemos llegado a creer, en nuestra ignorancia, que iba a ser solo un espectáculo de monstruos y olas ensangrentadas. Por fortuna es eso, claro, pero también mucho más. Por desgracia, nunca será lo mismo celebrar su aniversario a escala laptop que en la inmensidad oscura e imponderable de un cine fuera del tiempo.
Por mucho que se expanda como el mar la variedad de contenido fílmico existente en el mundo, no podemos perderle de vista. Estará al acecho, y a cada rato se nos acercará, pidiendo una revisión a la par que un disfrute. Por dentro Tiburón será de terror, de aventuras, de suspense, de eco-horror o cualquier etiqueta, pero por fuera siempre será una película de misterio. Un misterio de película, que recaudó cifras astronómicas a cambio de exorcizar los miedos de generaciones enteras.

FICHA TÉCNICA
Título original: Jaws; País: Estados Unidos; Año: 1975; Dirección: Steven Spielberg; Guion: Carl Gottlieb, Peter Benchley; Fotografía: Bill Butler; Montaje: Verna Fields; Música: John Williams; Reparto: Roy Scheider, Richard Dreyfuss, Robert Shaw, Murray Hamilton, Lorraine Gary; Duración: Dos horas
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