El joven gana dinero, el joven pierde juventud

Se jactaba aquel veterano, mientras nos hablaba con confianza a mis amigos y a mí, del temple superior de su generación y de la flojera de la nuestra: la joven. Claro, como a nosotros nunca nos habían levantado temprano para cortar caña con 11 o 12 años y, por demás, desconocíamos los sudores del campo, ¿qué íbamos a saber de la palabra trabajo? ¡Culpa de nuestros padres!

Lo que tal vez ignore ese señor —por demás, dueño de un establecimiento próximo a la acera donde nos confrontaba— sea el severo problema legal en que podría meterse si un día le da por emplear a un menor de edad para “forjarle el carácter”, cosa que parecía probable, dado el ímpetu de sus argumentos. Pero no me apresuré en juzgarle: tenía ante mí a una víctima sin concientizar, a la consecuencia humana de trabajo infantil en su unívoca forma.

A propósito de las diferencias generacionales para entender al hombre y al trabajo, como un solo elemento, podríamos hablar en otra ocasión. En esta, hagámoslo del niño y el trabajo. Niño, repito, y trabajo. ¿La unión de ambos conceptos no debería resultarnos aberrante? ¿No debería traernos a la mente imágenes tristes, de desesperanza y necesidad, a ser preferible: de países pobres y lejanos a través del televisor? Pues tristemente ocurre aquí, es imposible negarlo.

De igual manera, la pregunta anterior a esa insatisface con su respuesta: a muchos nos aberra la infancia explotada, y nos parece lógico y tranquilizante que nos repulse; pero no así a otros tantos que, o bien desconocen la envergadura del asunto, o bien lo ponen en práctica a costa del desarrollo justo de un menor y, claro está, a riesgo de recibir el peso de la ley.

No se trata de un mero reclamo, sino que tal alerta existe en el artículo 66 de la Constitución de la República. Con ello queda claro, de antemano, y desde hace ya mucho, que se incurre en una magnitud considerable de irresponsabilidad cuando se normaliza el empleo de un menor, lo haga una institución, un particular o un delincuente. Hasta aquí se entiende más que suficiente el deber del Estado, como 20 artículos después apunta la Carta Magna.

Ahora, desde la perspectiva interna del problema, siempre esclarece mirar del otro lado. Me pregunto, en una sociedad como la nuestra, con una economía y crisis como las nuestras, ¿hasta qué punto es demonizable cuanto implica encontrar a un menor usado como fuerza laboral? Aunque sea su propio jefe, según la actividad que desarrolle, como suele suceder en la venta ambulante. Me pregunto si, como anciano retirado con apenas retiro, alguien podría juzgar a mi nieto por salir a vender mamoncillos, después de la escuela, para traer unos pesitos a la casa. Me pregunto si las causas son siempre tan injustificables como el hecho en sí.

No pretendo defender en un giro de penúltimo párrafo lo que he cuestionado en los anteriores; mas, como en disímiles ejemplos de lo indebido que empaña el idílico paisaje social, creo que al hablar de trabajo infantil en nuestras narices, en nuestras calles, en carretones y brigadas y otros escenarios propicios al empleo de niños, solemos figurarnos un caso erradicable de un plumazo. Cuando alcanzamos a comprender que no era un caso aislado, y que desaparece pero aparece otro, y que cada vez forma mayor parte de nuestra realidad, es ahí cuando estamos más cerca de comprender el verdadero alcance del problema.

Visto así, el fenómeno de los menores que trabajan no difiere demasiado de los adultos mayores que trabajan, de los deambulantes que a cualquier edad te piden dinero —de lo cual no están exentos los menores—, de los que interrumpen los estudios y a los que no se les da seguimiento, o de los seres sociales en general que, por motivos de fuerza mayor, alteran conscientemente lo que la teoría de justicia social dicta sobre su edad.

Y, si bien es cierto que la vinculación al trabajo es prioridad del Estado y que este en buena medida debe velar por la correcta “forja del carácter” en casos de vulnerabilidad, es preciso tener presentes los múltiples matices detrás de cada menor que nos encontramos desarrollando una actividad económica. Porque en estos días, tras el adolescente que empuja la carretilla de bache en bache, subyacen enfrentadas la aberración y la abnegación en una batalla contradictoria: el joven gana dinero, el joven pierde juventud.


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