
Imagen creada por IA
A Yurisander, fan de Ghibli y mentor de inteligencia natural
En un mundo donde la inteligencia artificial (IA) se fortalece a una velocidad imparable, redefiniendo industrias y desvaneciendo los límites entre lo humano y lo artificial, el cine de Studio Ghibli se erige como un baluarte de la animación artesanal. Cada trazo respira humanidad, o tiene que respirarla.
Las películas de Hayao Miyazaki e Isao Takahata no solo narran historias mágicas, sino que encarnan una postura ética y artística frente a la tecnología. Una postura que celebra la creatividad humana pero, al mismo tiempo, desconfía de su deshumanización. ¿Qué lugar ocupa, entonces, la IA en el universo Ghibli?
Curiosamente, su sombra se proyecta en los dilemas que estas películas exploran: la relación entre el progreso y la naturaleza, la artesanía frente a la automatización, la esencia irreemplazable del alma humana…
Miyazaki ha sido categórico: “La animación es un medio que depende de la mano humana. Si la reemplazas por máquinas, pierde su razón de ser”. Esta filosofía se refleja en filmes como El castillo en el cielo (1986), donde la tecnología avanzada (robots, aeronaves, armas de destrucción) contrasta con la delicadeza de la vida orgánica. Allí, la ciudad flotante es un paraíso artificial abandonado, devorado por la vegetación. Una metáfora donde la tecnología sin humanidad está condenada al colapso.
En El viaje de Chihiro (2001), los espíritus y dioses son entidades con voluntad propia, nunca reducibles a algoritmos. Y en Ponyo en el acantilado (2008), la magia surge del caos natural, no de fórmulas predecibles. Ghibli defiende que la verdadera animación, como la vida, debe ser imperfecta, imprevisible y, sobre todo, hecha a mano.
Hay instantes en Porco Rosso (1992), La princesa Mononoke (1999), El castillo ambulante (2004), El viento se levanta (2013) o El niño y la garza (2023) que son, en término Ghibli, auténticos “soplos al corazón”. No parecen sacados de un mecanismo computarizado, sino que corresponden al impulso predominante de un grupo de creadores perfectamente vulnerables, sobre la base de decisiones narrativas y emocionales que conectan a fondo con el público.
El rechazo de Miyazaki hacia la IA no es tecnofobia, sino una advertencia ética. En 2016, al ver un video de animación generada por IA que simulaba movimientos humanos deformes, declaró: “Esto es una afrenta a la vida misma”. Para él, la IA carece de la empatía y la intencionalidad que requiere el arte.
En Nausicaä del Valle del Viento (1984), los ohms, criaturas biomecánicas, actúan por instinto, no por lógica programada. La película sugiere que la tecnología debe coexistir con la naturaleza, no dominarla. Hombre y máquina son una constante dual a lo largo de la obra miyazakiana. Hombre y máquina: no hombre contra máquina.
Aunque la compañía nipona se resiste a la automatización, ha empleado herramientas digitales de forma moderada. Ejemplos de tal belleza como El cuento de la princesa Kaguya (2013) combinan acuarela tradicional con efectos digitales, demostrando que la tecnología puede ser un medio y no necesariamente un fin. Aquí radica la clave. La IA podría asistir en tareas repetitivas (como colorear o intercalar), pero jamás reemplazar la visión del artista. Como dice el maestro Takahata: “La técnica debe servir a la emoción”.
Cuesta creer que una IA obtenga, a nivel emotivo y reflexivo, el estremecimiento interno que provoca La tumba de las luciérnagas (1988) en su honesta desolación. Es lo que, al menos, algunos queremos creer. Tal vez sea preciso esperar muchos años para que el desarrollo técnico de la nueva Matrix adquiera el peso cosmogónico de los cuentos tradicionales, de las historias de aventuras y fantasía, de las baladas melancólicas de aliento épico.
Studio Ghibli, entretanto, nos recuerda que el arte es un acto de resistencia. Frente a la IA, que promete eficiencia pero homogeniza la expresión, sus películas son testamentos de que lo humano —con sus errores, sueños y contradicciones— es insustituible. La moraleja es clara: la tecnología debe enriquecer, no erosionar, nuestra esencia.
En un futuro donde tan vasto sistema podría generar películas “perfectas” y guiones detallados al milímetro, la factoría de Totoro seguirá siendo faro indicador de que la verdadera magia nace de las manos, el corazón y la agudeza que conforman al artista. (Por: José Alejandro Gómez Morales, Gisselle Brito García y Beatriz Mendoza Triana)
*Nota: Material conformado con ayuda de IA, bajo plena supervisión de los autores.