Vida en Series: Sandokan
“La Tigre è ancora viva!”
(“¡El Tigre sigue vivo!”)
Frase, hecha realidad, de La venganza de Sandokan
Por lo que mi papá me ha contado, lo de Sandokan abalanzándose contra un tigre y rajándolo en el aire fue inaudito en la Matanzas de los 70 y 80. Un auténtico espectáculo por todo lo alto, en la mejor tradición del cine como arte popular, solo que… si bien en Cuba pocos de su generación podían saberlo, en realidad no se trataba de cine. Para nosotros, Kabir Bedi era una estrella de la pantalla grande; en el resto del mundo, lo era de la pequeña.
Así es; aunque asumidos aquí como películas, editados y exhibidos como tal, aquellos metrajes partían de Radiotelevisione Italiana. Originalmente emitidos en un total de seis, entre enero y febrero de 1976 bajo coproducción italo-franco-alemana, habían regocijado y defraudado (es que la crítica europea no fue tan entusiasta como el público cubano) a los fieles de Salgari y a los deseosos de buena aventura. Su éxito atronaba en todo el planeta, sin importar el tamaño de las pantallas ni el montaje proyectado. La fórmula era tan exótica, la música tan pegadiza, el personaje tan poderoso…
No obstante, aunque el recuerdo siempre guarda un lugar especial en la afición, y yo mismo hubiera dado todo por estar en aquel Velasco lleno de gente que gritaba en el momento “tigre contra Tigre”, existen diferencias notables entre una y otra variante del producto. Y me temo que, comparadas, sale vencedora la televisiva. Contiene escenas que en su día se descartaron para la versión en modo largometraje, y su narrativa se hace hasta más ligera, rítmica, y definitivamente superior. El verdadero Sandokan era como las aventuras del canal seis, solo que con factura extranjera.
Con esto se explica lo abrupto del final de “la primera entrega”, Sandokan: El Tigre de Mompracem, cuando un corte en seco nos deja en frío mientras Mariana, la Perla de Labuán, despide en la lejanía del mar a su amado pirata malayo. No hay película tan injusta con el espectador, ni siquiera las que piden a gritos una secuela. Ni un fundido a negro, ni un amable “Continuará…”, ¡nada! Y se debe, por tanto, a que no estamos en terreno genuino de película, sino de serie. No habría que esperar por una Sandokan: El retorno del Tigre, como se llamó la primera secuela, o por La venganza de Sandokan.
Esos tres filmes -no concebidos como filmes- comprendían el siguiente arco argumental: en el primero, se explica el conflicto entre los piratas de la isla de Mompracem y el colonialismo británico al acecho, así como el enamoramiento entre Sandokan, líder de los rebeldes, y lady Mariana Guillonk, quien reniega de su bando y salva la vida del llamado Tigre tras un fallido intento de fuga juntos; en el segundo, la pareja se reencuentra y consigue establecerse en Mompracem… antes de que una invasión les imponga un triste final, con funeral y exilio incluidos; en el tercero, Sandokan abandona su refugio en la India y se lanza a la reconquista de su territorio, tarea nada fácil.
La serie como tal, antes de ser transformada, abarcaba los dos primeros estrenos; el tercero, el de La venganza…, sí se trataba realmente de una película, concebida como producto añadido al televisivo, y fue igualmente disfrutada por mis antecesores cinéfilos matanceros(*).
Por eso es tan complejo discernir entre las características de uno y otro medio, sobre todo cuando el acabado visual, la intriga que te cuentan o tus ganas de sentarte y mirar son lo verdaderamente importante.
Con este clásico hay que echar mano de ambos soportes: si consumes el Sandokan canónico, el de seis episodios que acaban con la derrota del protagonista y su salida de la isla, por más que él se decida a recuperar lo suyo con fuerzas renovadas el día de mañana… (¿en serio alguien puede conformarse con esa conclusión?), tienes que acudir a la película que cuenta su retorno a través de nuevas aventuras. No somos simplistas, sabemos que la épica es triste a veces… pero si hay que ver un largo hecho aparte para tener nuestro final feliz, lo veremos.
Ahora; cuánto mejor no resultan esos seis pequeños episodios frente a los solamente tres que conoció mi padre en su día y yo posteriormente. Tardé en enterarme del trasfondo de pantalla chica mucho tiempo, hasta que sondeé Wikipedia, mientras cazaba las supuestas tres películas por televisión y las agotaba en un disco comprado en la calle Medio. Venían junto con dos Delon de antifaz, El Tulipán Negro y El Zorro.
Y hasta que compré en el mismo bazar otro combo con el Kabir Bedi sandokiano en la portada no fue que descubrí la “versión extendida”, de ritmo perfecto, con detalles enriquecedores y escenas sin mutilar. Ese además traía, junto a las pobres versiones del superhéroe mexicano Kaliman, Il retorno di Sandokan: una entretenida continuación telefílmica con Bedi en la madurez y gracias a la cual, como anécdota personal, me enamoré de Romina Power. Aquel fue un verano de pura felicità.
La mayor ironía es que un hombre de cine fue quien asumió el liderazgo tras las cámaras en los 70 con el propósito de recrear al Tigre de la Malasia: nada menos que Sergio Sollima. Uno de los más interesantes autores del spaghetti western. Siempre bajo la maldición de ser “el tercer Sergio”, detrás de Leone y Corbucci. De hecho, en su Sandokan echa mano de algún que otro recurso típico de aquel (sub)género, como los primerísimos primeros planos de rostros en momentos de tensión y ciertas dilataciones del tiempo, esa espera inaguantable antes que estalle la violencia.
Y qué decir de Kabir Bedi en el rol protagónico, si no lo mismo que con Christopher Reeve y Superman: ¡la materialización perfecta entre actor y personaje! Nunca habrá otro Sandokan igual de poderoso, de interesante, de salgariano… Es más, nunca habrá otro Sandokan. El suyo será el siempre recordado por aficionados de cualquier geografía, mucho más vívido que el de Steve Reeves, más conocido que nuestro Enrique Almirante y mejor opción que el tanteado y para entonces entrado en años Toshiro Mifune. Todavía te encuentras espectadoras que confiesan haber sucumbido a esos ojos grises, a su envidiable cabellera y al bronceado de su estampa: la premonición de lo que estaba por venir con las telenovelas turcas.
Es que muchos elementos en esta serie constituyen aciertos de pleno. Las localizaciones, el elenco y la figuración, todo auténticamente asiático. Los praos, el armamento, las ropas, los combates… De veras sientes que te han puesto una cámara en mitad de lo que narraba Salgari tan bien y, por cierto, tan cinematográficamente. Su literatura se consume con la rapidez y el impacto continuo del buen audiovisual de acción. Y, como suele ocurrir en las adaptaciones más concienzudas, el guion merece la pena aunque se diferencie de su base novelística.
Diré más: este me parece extraordinario, más allá de las situaciones que se inventa y las que reproduce fielmente, por el respeto enorme que mantiene hacia el autor veronés que casi nunca viajó… fuera de sus creaciones. Al margen del protagonista, los Yáñez (inmenso Philippe Leroy), Brooke, Tremal Naik o Kammamuri de Sollima son tan memorables como bajo la tinta de Salgari. También la Mariana de Carole André y la Jamilah de Teresa Ann Savoy, sobre todo esta última. Un personaje femenino con genuina capacidad de iniciativa y fortaleza, sin caer en el agrego “con mensaje” que abunda en estos tiempos.
Si un aspecto puede dividir las opiniones en especial sería la música, a cargo de Guido y Maurizio de Angelis, dueto tan de moda entonces (gracias a El Zorro, Keoma, Orzowei, las de Terence Hill y Bud Spencer, D’Artacan y los tres mosqueperros, más un largo etcétera…) como denostados en el recuerdo. No así para el cubano, supongo que más desacomplejado de salir tarareando las melodías por la calle. Ese “Sandokaaan, Sandokaaan…” con que empezaba el espectáculo estaba destinado a perdurar, y contribuye a la percepción de éxito pop, un poco camp, con que se disfruta el material.
Semejante idea tenía Dino de Laurentiis antes de musicalizar Conan el bárbaro, pero para nuestra suerte se impuso el criterio operístico de Basil Poledouris y John Milius. Lo que sucede también es que este Sandokan no opera al mismo nivel de los grandes epics que solemos consumir. Sentimentalmente sí. Pero su factura palidece un poco comparada con la de El viento y el león, la propia Conan el bárbaro, Juego de tronos… Sin embargo, conserva una virtud inherente a todas ellas: el encanto. Quizá tal pelea no parezca la mejor coreografiada, o tal plano espectacular haya salido menos espectacular de lo esperado, pero se nota y se agradece el esfuerzo.
Por otra parte, puede haber espectadores convencidos de que Sandokan sí raya a la altura de los referentes citados.
La saga permite ser vista de dos formas: una, como el intento ridículo de hacer dinero con la nostalgia de lecturas juveniles del público, modernizado de la manera más kitsch; otra, como una eficiente narración, lograda con los mejores medios a mano, con más de un motivo para permanecer en la memoria emotiva. Yo soy de estos últimos.
Desde el primer momento, cuando todavía ignoraba que esas películas eran capítulos apretujados, quise empuñar una cimitarra en alto y gritar “¡Sandokan! ¡Mompracem!” una y mil veces. Eso es lo importante. Como diría Jake LaMotta, “that’s entertainment”.
(*) En La venganza de Sandokan había pasajes tan sublimes como el héroe cortando una flecha en el aire con cimitarra, la lucha contra la secta de los Estranguladores, el asalto al palacio del sultán títere o la expulsión del ejército enemigo que tanto me recuerda, no sé por qué, a los sucesos celebérrimos de Playa Girón. Creo que el cubano lo compara enseguida. Motivo quizá, este último, de la tan extendida acogida que se le dispensó en nuestro país a la obra de Sollima: arte hermanada con el antimperialismo.