La “bibliochiquera” y los perros filósofos

La “bibliochiquera” y los perros filósofos. Fotos: Raúl Navarro González inventario
La “bibliochiquera” y los perros filósofos. Fotos: Raúl Navarro González

“¿Si me gusta leer?”, Conrado repitió mi pregunta, mientras bajaba la tasa y la colocaba en el suelo al lado del taburete. “¿Si me gusta leer?”, volvió otra vez a musitar la interrogante, como si se le hubiera quedado pegada al paladar igual que el sabor a café criollo, “¡Coño, claro que sí!”. 

Luego sobrevinieron unos segundos de silencio. Buscaba la manera de demostrármelo o, más bien, de responderme lo más contundentemente posible. Tal vez me quería comentar que cuando abría un libro las letras comenzaban a subírsele por sus dedos y luego por sus antebrazos hasta que se escondían en él, como si fueran las hormigas locas que ahora trepaban por una de las paredes del portal a refugiarse en un pequeño agujero en el cemento. 

“Ven. Déjame enseñarte una cosa”, se levantó de su taburete con un movimiento brusco. A sus 67 años, aún conservaba una buena forma física. Era esbelto y nervioso como un cable del tendido eléctrico que aún resistía desde el tiempo de las nacionalizaciones. Un gran sombrero oscurecía su rostro y creaba un contraste entre su buen ánimo y su expresión facial. “Estoy seguro de que esto nunca lo has visto”. 

Nos condujo hasta un costado de la casa. Como otras muchas viviendas de los guajiros a su alrededor, se levantaban diversas estructuras para cuidar a los animales. Él se dirigió a un edificio con techo de fibrocem conformado por varios corrales de puerco, uno al frente de otro. Los dividen un pasillo con el tamaño justo para echarles el sancocho a las bestias y pasarle un escobillón para limpiar la mierda. 

Con un dedo largo señaló hacia arriba. En los travesaños, unos de tablas, otros de metal, se apilaban libros y libros, de cubierta dura, pequeños como si te cupieran en un pensamiento, y algunos deshojados como palomas muertas.  

“Una ‘bibliochiquera’. ¿Cuándo tú has visto una ‘bibliochiquera’?”. 

I

La “bibliochiquera” y los perros filósofos. Fotos: Raúl Navarro González

Treinta minutos antes, el fotógrafo y yo llegamos a la finca de Conrado Marrero Bello. Esta se ubica en las afueras de la ciudad, a unos metros del basurero municipal adonde habíamos ido a realizar un reportaje. Él nos interceptó en nuestro camino de vuelta para saber quiénes éramos y a qué nos dedicábamos. 

Con esa amabilidad de los que tienen poco —una realidad que en este momento trasciende oficios y clases sociales—, pero lo poco que tienen lo comparten, nos convidó a tomar “un verdadero café, como los que ya no hay”. Utilizó ese tono de los que tienen poco, pero de lo poco que tienen prefieren creer que lo que le falta en la calidad de la materia prima lo sustituyen con el proceso de preparación: los frijoles colorados más sabrosos, el mejor sexo bestial, la colada más rica; efectos colaterales de las escaseces y el Tercer Mundo. 

A unos metros de su portal había un árbol, y atado a este un perro. Nada más acercarnos, comenzó a gruñir. “Aguanta a Paulus un momento, para poder pasar”, le gritó a un niño que apareció desde dentro de la casa. Iba vestido como un mambí de miniatura, camisa de mangas largas, sombrero de yarey y machete a la cintura. 

Ese nombre, Paulus, me pareció curioso. A casi todos los perros agresivos los nombran de forma parecida, Yanko, Sultán, Fiera, Motica —si tu sentido del humor tiende al sarcasmo—, no Paulus. Casi siempre los seudónimos de los canes resultan bastante parecidos, como si nos provocara vagancia la creatividad o estuviéramos muy agotados para ejercerla. 

En ese momento no le di mucho “cráneo” a eso, porque, mientras nos sentábamos en los sillones y taburetes del portal, Conrado nos contaba que esa tierra resultaba muy pobre, como si hubieran regado sal sobre ella, como si estuviera “salá”, allí ningún cultivo se daba, y por eso él se dedicaba a la crianza de puercos y gallinas. 

Le gritó a la mujer, que se oía desde el portalito cómo trasteaba en la cocina, casa adentro, que preparara la cafetera. Luego, confesó que hace meses no descansaba bien. El robo de animales por esa zona estaba atroz. No lograba conciliar el sueño en toda la noche. Recordé algunas anécdotas de los soldados rusos en la Segunda Guerra Mundial, que aprendieron a dormir con los ojos abiertos y a fumar con la punta del cigarro encendida dentro de la boca, para no alertar a los enemigos con el punto rojo de la llama. 

A través de la puerta abierta pude observar en una sala un viejo escritorio de madera negra con montones de libros encima. Quizá sea por ese estereotipo que perdura, aunque en los 60 se llevara a cabo una campaña de alfabetización, del guajiro bruto, tan “ñame” como el ñame que le hace parir al suelo, que me sorprendió hallar tantos volúmenes ahí. Sin embargo, no sería la primera vez que en un hogar me tropiezo con libreros tan grandes como el monte Sinaí, donde Dios le entregó a Moisés los 10 mandamientos y sus habitantes no leen. Permanecen los ejemplares ahí, como una herencia que no han querido, o porque les pesa deshacerse de ellos. Por ello no le dediqué un segundo pensamiento. 

Cerca de nosotros, el pequeño mambí —Elpidio Valdés en el tiempo del IPhone y la comida precocinada para el microwave— acariciaba a Paulus. Después, aparecieron dos perros más para unirse a la fiesta. Los tres eran satos, esa raza sin raza que se parece tanto a sus amos criollos. En su tropical ADN llevan el gen de la resistencia, el de comer lo que aparezca, el de no temerle ni al sol ni el sereno y con la mirada alegre de los vencidos que no se dan por vencidos. Los recién llegados, más pequeños y sin tanto pelaje en el lomo erizado, pronto se aburrieron del juego y se acercaron a nosotros con curiosidad.  

“Sócrates y Diógenes no hacen nada. No se preocupen”, nos calmó Conrado al ver que nos colocamos en guardia cuando los animales comenzaron a olisquearnos los zapatos.  

Si Paulus de por sí me parecía un nombre extraño, Sócrates y Diógenes llamaron más mi atención. Sé que en esta tierra le das una patada a una piedra y te sale un filósofo, un tipo muy agnóstico él, que te asegura que la vida no es cognoscible y por tanto hay que tocarle una nalga y ser felices. No obstante, más allá de un intelectual de esos de barba y espejuelos, muy encopetado él, no había conocido a nadie que hubiera llamado a sus mascotas de forma tan curiosa. Por dicha, sumada a los libros que había visto encima del buró, se me ocurrió preguntarle si le gustaba leer. 

II

“A veces voy al basurero y, libro que me encuentro allí, lo recojo. Incluso, tengo un tractor con una carreta, y en ocasiones la traigo para acá casi a la mitad, —me respondió Conrado al preguntarle dónde conseguía tantos ejemplares, al mirar la cantidad de volúmenes en la bibliochiquera–. Y no solo aquí en los corrales, ahí en la casa, en un baño en desuso, hay cajas y cajas”. 

La “bibliochiquera” y los perros filósofos. Fotos: Raúl Navarro González

En el tono de voz se notaba la satisfacción del acaparador, del que se vanagloria de sus posesiones. En comparación con otros productos coleccionables (la ama de casa que junta muñecas de biscuit, el negociante que acumula cadenas de oro, el abogado que se jacta de sus corbatas y medias largas), el libro adquiere su verdadero significado y función cuando deja de ser un objeto inerte. Solo al abrirlo, al pasear primero los dedos y luego la vista por esas letras —que, como me quiso decir ese guajiro de extraciudad, se te meten por debajo de la camisa, por los ojos, como hormigas locas— adquieren su valor real. Por tal motivo y a modo de trampa, reconozco que un poco mezquina de mi parte, le pregunté qué le gustaba leer. 

“Historia, sobre todo. No soy muy novelero”. José María Heredia en un punto rogó porque lo salvaran de la novela de su vida. Tal vez Marrero pensara, como el poeta, que bastantes tramas de naufragios, thriller sicológico, no ficción y romances interruptus existen ya en este peregrinar de la mañana al apagón de la tarde, como para extraviarse en los dramas y las tramas de otros personajes que no sean uno mismo. 

“Le descargo mucho a la Segunda Guerra Mundial; sobre todo a la parte de los Alemanes. No es por nada en específico, pero creo que uno siente más atracción por lo que menos conoce, por aquello a lo que menos acceso tiene. A Paulus le puse así, por ejemplo, porque era el nombre del general alemán que perdió la batalla de Stalingrado y es un perro fiero”.

Según me contó Conrado, desde pequeño siempre le agradó la lectura. Recuerda que los padres lo inscribieron en la escuela antes de tiempo, porque se les dificultaba ocuparse de él —nació en una finca, unos kilómetros más intrincada del lugar donde nos hallábamos—, y por eso aprendió a leer desde los cuatro años. Por el sitio donde vivía, encontrar libros le era complicado y por eso le entraba a lo primero que tuviera cerca: manuales, folletos, revistas, enciclopedias.

La “bibliochiquera” y los perros filósofos. Fotos: Raúl Navarro González

Mientras él hablaba, Diógenes le caía atrás a una gallina cerca de nosotros, y el pequeño mambí —Panchito Gómez Toro en los tiempos de las motorinas Águila y la piratería en Internet—, a la vez, perseguía al can. Conrado calló por un momento para observar la escena. “¿Conocen la historia de Diógenes y Alejandro Magno?”, soltó de repente. Esa anécdota me la sabía, pero no iba a robarle al señor la posibilidad de contar una historia. Dicho crimen para mí resulta imperdonable. Solo los hombres muertos no cuentan historias y, por tanto, entre más de estas compartamos, más apartamos a la muerte, más de largas le damos; si no, vayan a hacerle una encuesta a Sherezada.  

“Alejandro Magno se paró delante de Diógenes y le preguntó qué necesitaba, y este solo le respondió: ‘Que te quites del medio, para que me dé el sol’”. Por un momento calculé que, si hubiera ocurrido en Cuba, en vez de solicitar que se apartara hubiera pedido que se quedara en el mismo sitio. Aquí le huimos al sol, ese que te quema hasta las ganas, de todas las maneras posibles. 

El niño, al oír el relato que nos regalaba su abuelo, quiso también aportar y detuvo su persecución “¿Y han oído la de Diógenes, Platón y el pollo?”, nos interrogó. A nadie se le debería impedir contar una historia, como aseguré antes, y el que lo haga se arriesga a sufrir el paredón de los aburridos, los ahorcados con el nudo de su propia lengua. 

“Platón una vez explicó que el hombre era el único animal bípedo sin plumas. Diógenes, al otro día, se apareció con un pollo desplumado: ‘Platón, mira a tu hombre aquí’, le gritó”. Siempre he creído que como un par de zapatos o una casa veraniega en la costa o la predisposición al cáncer, las pasiones se pueden heredar. Quizá con Conrado y su nieto ocurriera así. Él le legó su gusto por la lectura, por la Historia y por la historia. 

El viejo miró el sol por arriba de nosotros, que pronto se ocultaría por detrás de los promontorios que rodeaban su finca. Se disculpó por despedirnos con tanta prisa, pero ya tocaba alimentar a los animales, a los que guardaba en la bibliochiquera y otros que deambulaban libres. 

Antes de marcharnos y con un poco de frescura, le pregunté qué leía ahora. Él metió la mano dentro del bolsillo de su pantalón y sacó un teléfono celular. “Ahora casi todo lo busco aquí —me confesó—. Es que ahí aparece mucha información que de otra manera no encontraría —dijo, como disculpándose—. Hoy mismo por la mañana, le entré a la biografía de Margaret Thatcher. Esa señora tenía sus cosas”.  

Recomendado para usted

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *