
Para Bea,
desde donde habita la otra mitad de su tribu.
Fui la primera de mi pequeña familia en hacerse un tatuaje. Solo un año me separaba de mis cuarenta y tenía una hija a quien le había negado el permiso para tatuarse todas las ocasiones que lo había solicitado. Cada vez que ella insistía yo ripostaba con argumentos que en mi cabeza parecían sólidos, pero lo cierto era que me aterraba que su cuerpo, aún adolescente, fuera profanado. Por eso, desde el primer momento pensé que mi gesto iba a ser considerado una especie de “yo puedo, pero tú no” o un “haz lo que te digo y no lo que yo hago”, provenientes del viejo adagio español “Predico, pero no practico”. No obstante, ella, generosa, no me lo echó en cara. Como no lo ha hecho con otros gestos, errores y tropiezos míos, de esos que —quiero creer— cometemos todas las madres del mundo.
Yo casi iba a cumplir cuarenta años y una buena parte de lo que sentía entonces que era mi mundo se había quebrado en mil pedazos. Siempre he sido un poco ingenua. Entonces no me daba cuenta, ahora, en cambio, sonrío cuando me veo envuelta en esas inocencias. Porque había que ser muy naif para tatuarse por el mero hecho de tener algo para siempre justo en el momento en que aprendía, de golpe y porrazo, que nada lo era, nada podía serlo.
Elegir la figuración no fue difícil: el sol y la luna juntos, en el mismo sitio a la vez, exhibiendo la divina y difícil armonía de los opuestos. Casi veinte años después permanecen en la dócil piel de mi tobillo izquierdo, acompañados de várices y otras huellas de vida.

En aquel momento yo no había leído aún La simulación, de nuestro Severo Sarduy. No lo había visto citar a Étienne, el mágico y veloz tatuador de los alrededores de la Bastilla, quien aseveró que “En una sociedad en que todo se desecha, ropa, objetos, tener un tatuaje es un modo de tener algo que nos pertenece definitivamente, para siempre”.
Mi para siempre aún me protege cuando acaricio la cara interna de mi tobillo. Todavía ofrece testimonio y encuentra su par, su cómplice, en las palabras de Nadal Suau, en Curar la piel. Ensayo en torno al tatuaje, que obtuviera el prestigioso Premio Anagrama de Ensayo en 2023, cuando explica: “yo quería que algo fuera para siempre, es decir, que no muriera más que conmigo”, para luego, en otro momento aseverar que eso que llamamos eternidad no es otra cosa que un “sinónimo intrincado del Ahora”.
Dos semanas después de mi sol y mi luna (im)posibles, mi hija tuvo el consentimiento para su primer tatuaje. Con menos de diecisiete años eligió un sol con una espiral dentro. Me asombró cómo su instinto la condujo hacia la espiral que simboliza cambio constante y transformación, pero quizás no fue instinto sino el contexto. No era de extrañar que si mi mundo se tambaleaba el suyo también sufría la sacudida.
Con el paso de los años, al primer grabado en su piel aun casi adolescente le han sucedido otros, vinculados a diferentes etapas de su vida. Ella porta en sí una delicada libélula, libre y fuerte; el protector ojo de Horus que entre los egipcios encarnó el estado perfecto; un girasol único creado por Adrián Milián —amigo y diseñador siempre recordado— y también el gato Jiji, de la película de animación japonesa de los Studio Ghibli, escrita y dirigida por Miyazaki, que conocemos en Cuba como Kiki: Entregas a domicilio y en España como Nicky, la aprendiz de bruja. Y si he hablado de España en dos ocasiones es porque otro de sus tatuajes es la lista de las ciudades donde ha vivido: Matanzas, La Habana, Barcelona, apuntadas en un lugar donde queda espacio para anotar otras, si se muda a sitio nuevo. A ella casi no le han dolido sus tatuajes, como a mí tampoco me dolió el mío, pero confieso que su lista citadina sí me hizo sangrar, aún me hace sangrar… Si miro nuestras vidas desde aquellos primeros tatuajes hasta la fecha reparo en lo que hemos cambiado, las adversidades que han sobrevenido, las alegrías, los llantos, las risas, la inocencia y el aprendizaje en común.

Pero hay un más allá en esta historia. En el mismo año en que yo, a las puertas de mis cuarenta, inicié a mi tribu en el tatuaje, mi madre, casi a las puertas de sus sesenta, también ofreció la cara interna de su tobillo izquierdo para retener allí el símbolo del yin y el yang. Quizás fue una especie de solidaridad silenciosa, un noble acompañamiento, una declaración de guerreras de la misma cuadrilla. Con nuestros tatuajes nos instalamos definitivamente en eso que seguimos llamando familia, estemos donde estemos. Familia a la que se suman quienes han sido nuestros tatuadores: Leo, Ernesto, Gregorio, Filippo… Porque qué son sino familia, amigos o amantes aquellos que han tocado nuestro cuerpo, se han adentrado en él, lo han herido y al final han logrado que la herida hecha a nuestra intimidad se convierta en belleza indeleble.
No voy a extenderme en la historia de ese signo inscrito sobre los cuerpos que deja testimonio visible del itinerante viajar del espíritu (al decir de la insoslayable Margarita Mateo en su “De la piel y la memoria”) porque el asunto daría bastante de sí.
Los tatuajes exhibidos por marineros, exconvictos y otros seres marginales que llegaron tempranamente a nuestras costas también pretendían señalizar, para siempre, un territorio, un amor, una pertenencia o simplemente continuar con esa tradición donde la ornamentación de los cuerpos era rasgo distintivo, confería jerarquía o funcionaba como amuleto.
El corte y el dibujo sobre la piel han marcado una parte importante de la historia de la humanidad. Basta recordar a los prisioneros de los campos de concentración nazis con su número de identificación tatuado, reduciéndoles la vida a cifras nefastas. Basta empatizar con la mujer operada de cáncer que sobre la cicatriz de su mastectomía se ha tatuado un ala, una flor, un mapa, una guirnalda, un poco más de vida… Porque el tatuaje es una especie de organismo que se alimenta de alegrías y dolores, triunfos y fracasos y de la idea de la vida y la muerte de los seres humanos.
En Cuba, la tradición se remonta a las escarificaciones hechas a los hombres y mujeres esclavizados, arrancados de África a la fuerza para explotarlos en el desarrollo de nuestro sistema de plantación colonial, y después se vinculó a la tinta y la caligrafía de los emigrantes chinos. Por ello no sorprende encontrar en nuestros cuerpos representaciones de orishas, a la par que signos cabalísticos, números y nombres, unidos a frases dedicadas a madres, amores, enemigos y muchísimas formas más a las que, al decir del sagaz ensayista y narrador Pedro de Jesús, no hay que buscar significados ocultos pues es una memoria que está justamente allí, en la superficie, ante nuestros ojos.
Una simple miradita a la zona tatuada puede estar cargada de admiración, pero también de temor, censura o desprecio, no obstante, seguimos escribiendo en nuestra piel como si en un libro de páginas en blanco se tratara. Lo vio Severo Sarduy con claridad cuando aseveraba que la literatura es también un arte del tatuaje y de esto quiero hablar, de la literatura tatuada, de la reescritura de la literatura y la cultura en los límites del cuerpo.
Yoan Rivero Olivera, diseñador y coleccionista de libros, con poco más de treinta años y casi el 30 por ciento de su cuerpo tatuado, ha convertido su piel en un sendero hacia la ciudad letrada, hacia la cultura por él aprehendida. Su cuerpo puede leerse y al hacerlo aprendemos que es posible disfrutar un libro, recordar fragmentos, citarlos y reflexionar sobre ellos, pero no siempre quedamos atentos al contexto estético que rodea las palabras. Esta piel joven, donde habitan viñetas entresacadas de las ediciones que han marcado a Rivero Olivera en su camino de lector, se convierte entonces en una especie de guía de la literatura y el diseño editorial que, además, muestra el esplendor de nuestra cultura del dibujo.
En las marcas de Olivera confluyen, por ejemplo, la mística de Roberto Diago para ilustrar la edición publicada por Orígenes de Divertimentos (1946), de Eliseo Diego, y el árbol que trazó Fayad Jamís para El justo tiempo humano, de Heberto Padilla, de 1962 y que, por su calidad y lustre, fue mantenido en la reedición de 1964.
Si pudiéramos saltar de aquí para allá en este cuerpo tatuado, si pudiéramos ir y venir por sobre esa epidermis, regresaríamos al mismo Diago y a uno de los ángeles concebidos por él para la edición príncipe (1949) de Al sur de mi garganta, de Carilda Oliver Labra. Matancero Diago, matancera Carilda, matancero Yoan. No es casual, nada lo es… Como no lo es que ese ángel fuera descubierto justamente en el primer libro comprado por Rivero Olivera con dinero propio. Su pequeño pecunio, en inicio destinado a las meriendas en el preuniversitario, derivó hacia la adquisición de libros en la céntrica Calle Medio, esa por donde transitamos tantísimas veces. El poemario de Carilda marcó la vocación de Olivera por el coleccionismo de libros y las líneas del ángel de Diago puntearon su intención de dedicarse al diseño.

Fayad Jamís y Eliseo Diego también repiten entre los referentes del cuerpo joven ilustrado. Para la primera edición (1949) de En la Calzada de Jesús del Monte, el pintor Mariano Rodríguez creó una viñeta que es una representación delicada y certera de La Habana. Más tarde, para la antología Nombrar las cosas (1973), Fayad Jamís superpuso el equilibrista de Boloña sobre la ciudad que antes había construido Mariano. Equilibrista y ciudad quedaron para siempre asociados a la poética de Diego y también a los contrapesos del cuerpo de Rivero que vive entre la ciudad soñada y la real, entre la vida imaginada y la cotidiana, allá, en La Habana, donde el matancero radica desde hace años, quizás sin darse cuenta que ese equilibrista que lleva en su piel es, en cierto modo, un retrato de sí mismo.
Recuerda el intelectual y editor Eugenio Marrón que Eliseo Diego, en un ensayo, que aún no he leído, titulado Lectura de poemas, comentó que “el arte de la palabra viene a constituir algo como un ejercicio espiritual de la atención”. Ese ejercicio espiritual de la atención define los cortes entintados del cuerpo de Yoan. ¿Quién podría entonces censurar estas marcas literarias exhibidas como estandarte público de las preferencias de un espíritu lector y curioso? A Eliseo Diego, quien durante años escribió a mano, le gustaba asimismo citar a Franz Werfel cuando decía que una buena página escrita debía quedar en la hoja como un dibujo. De eso es de lo que habla el cuerpo de este joven diseñador. De eso es de lo que yo misma pretendía hablar: de lo que el tatuaje deja escrito y de lo que la literatura deja dibujado, para siempre.
Junto a viñetas provenientes de los poemarios ya mencionados, en los brazos, piernas y pecho de Yoan es posible contemplar también un guiño a la cubierta de Celestino antes del alba, de Reynaldo Arenas. Del trabajo de Manuel Vidal, diseñador y precursor del expresionismo grotesco, —hermano de Antonio Vidal (del emblemático grupo Los Once) y entonces compañero de vida de Antonia Eiriz— Rivero Olivera tomó la fascinante síntesis de una cabeza y una mano conformadores de un poderoso binomio capaz de retener la magia del campo cubano, contenida en líneas suaves y breves.
Podría dedicar páginas enteras a comentar con devoción el resto de los tatuajes “literarios” que muestra Yoan Rivero a lo largo de su cuerpo. Hablar, digamos, de los dibujos de Federico García Lorca intervenidos por Raúl Martínez para la edición cubana de La casa de Bernarda Alba; o de los ángeles de Mariano para La belleza que el cielo no amortaja, del poeta Justo Rodríguez Santos, una de las joyas creadas por el editor e impresor Félix Ayón; o del conejo de Alicia en el país de las maravillas, a partir de las ilustraciones originales de John Tenniel. Podría también parlotear, guiada por mi encantamiento, de las obsesiones corporales de Rivero Olivera: el clavel y la rosa de Juana Borrero; o un dibujo entrañable, pequeño en su dimensión y extraordinario en su esbeltez, de la poco (re)conocida María Luisa Ríos, donde un bohío con un caminito que termina formando una estrella hacen toda la luz y el hechizo. Trazos elegidos de las sublimes ilustraciones que, cual rara avis, ella realizó para Seis villancicos cubanos, de Dora Carvajal, publicado por el Instituto Municipal de Cultura de la Administración de Marianao, cuyos primeros diez ejemplares la propia María Luisa Ríos coloreó a mano, para ser puestos a disposición del público a partir del 30 de diciembre de 1959.
Podría preguntarle a este muchacho de la literatura inscrita en el cuerpo por qué se tatúa. ¿Por qué ilustraciones y viñetas de libros? ¿Por qué no tribales, ideogramas, calaveras, algún retrato, la cita única de un libro? ¿Por qué no unos peces koi, un corazón, una brújula? ¿Un cráneo, una flecha, un punto y coma, una mariposa…? Pero, si bien me es vital tener respuestas, sobre todo amo las preguntas. Y esta vez escojo quedarme con la interrogante para barajear respuestas posibles. Los lunes puedo dar una respuesta, los martes otra, los domingos otra y así hasta el infinito.
Podría, repito, hablar y hablar… de estos gestos tatuados por Amanda y Gennys, quienes han pinchado, cortado y dibujado ese cuerpo convirtiéndolo en algo aún más hermoso, si es que algo puede ser más hermoso que aquello que natura regala. Podría decir también que Olivera prefiere ser tatuado por mujeres y adora la complicidad que se establece en el acto íntimo de dejarse tocar, pintar, aguijonear, tatuar, pero antepongo, por encima de todo, un detalle que quizás alguien encuentre irrelevante y a mí, en cambio, me parece esencial. Uno de los tatuajes de Yoan es una matrioska, que ya se sabe constituyen alegoría de unión familiar y protección. Con ella, Rivero ha protegido todas las posesiones que enriquecen su cuerpo. El diseñador y coleccionista la encontró en una librería de uso, plasmada en un envoltorio de caramelos que servía como marcador a El gallito de la cresta de oro, de Alexei N. Tolstoi, que en otra edición había acompañado la infancia de su madre y luego la de él, cuando todavía no era un chico marcado. Estoy segura de que ni E. Ráchev, ilustrador del volumen, ni la editorial Raduga, ni el niño que había leído antes el libro —y dejó allí el separador de páginas— podrían siquiera sospechar que terminarían convertidos en un para siempre que viaja hacia eso que llamamos eternidad. En ese embalaje de caramelos está la casi perfección, la síntesis de todas las sumas y esplendores que se van descubriendo después en la vida, poco a poco, paso a paso.
Pero ahora, como diría Suau, “volvamos a la tinta y a las agujas”, a la familia que somos todos los tatuados. Una familia enorme, perpetua, inagotable porque ¿quién no tiene en su cuerpo una marca, escogida o sufrida; la traza de una herida de infancia o de cualquier otro instante de batalla o esplendor?
La huella de la punta del lápiz que se clavó el niño el primer día de clases no es menos que la cicatriz de la herida del combatiente que regresó de la guerra. Todos somos cuerpos marcados, en la piel o en nuestro interior. Deliciosos cuerpos marcados para esa eternidad que no es otra cosa que un “sinónimo intrincado del Ahora”. Eso nos une para siempre, por encima de muchas diferencias y casi todas las fronteras porque, como dijera Gabriela Massuh en su novela La intemperie, “dos ya son un país” y ese es el lugar al que en verdad pertenecemos, al país de las marcas… (Por Laura Ruiz Montes)
Lea también

Crónica citadina: Hoy como ayer, el que nunca pasa de moda
No fue ayer, sino hoy, 24 de agosto, cuando el Bárbaro del Ritmo cumpliría su cumpleaños 105. Promocionado por la emisora Radio Progreso como “el que nunca pasa de… Leer más »