Les Luthiers lleva un tiempo de retiro, pero si en este aniversario de fundación que se conmemora volviesen a escena, para celebrar al menos con un par de sketches, estoy seguro de que sería lo máximo.
Igual que siempre. Igual que en cada actuación recogida en Youtube, en las colecciones personales de sus aficionados o en la memoria de quienes llegaron a verles en vivo. Y siempre se siente como si se les viese en vivo. Tal es la fe que merecen que se les tenga, tal es la energía que contagian al espectador.
No en vano son los más extraordinarios caballeros en la historia latinoamericana del humor. Los únicos capaces de simpatizar y sacar la risa bajo un nombre tan aparentemente elitista como Les Luthiers. ¿Será por eso que funcionan tanto, por su contraste entre las estratosféricas bellas artes y el primitivo instinto de hacer reír?
Fabricantes de los más artesanales instrumentos (de ahí el significado del nombre) y de brillantes ideas de toda índole, en su combinación de música y chistes trascendieron la mera unión entre música y chiste. En su universo aparte, de ahí sale una nueva expresión artística.
A lo largo de su obra persiste un riesgo enorme, afilado, siempre acechando al borde de la escena: que más allá no haya cultura, que la suya se desperdicie en una platea silenciosa, que el público no conecte con la impagable lucidez que ellos les traen. Para regocijo de todos, nunca sucede. Estos argentinos tienen el don, el gran secreto, la facultad de meterse al respetable en el bolsillo y hacerlo viajar por los más variados rincones de la inteligencia y el agrado.
Justo ayer veía «A la playa con Mariana», una de sus más logradas conquistas sobre el escenario, y no podía creer la maravilla que acontecía nuevamente ante mí. Qué sincronía, qué fluidez, qué gracia, qué ocurrencia… Pero es que sucede con todo lo que de ellos se puede encontrar, sería injusto calibrar la calidad de sus números y posicionar unos por encima de otros.
Últimamente noto que no siempre me desternillo a carcajadas con todo lo que han hecho, y no por nada malo: a veces admiro tanto la genialidad de lo que estoy viendo y escuchando, aunque sea por enésima vez, que se apodera de mí una sonrisa cómplice y me sobrecojo de placer.
Esa sensación es la fase superior a la risa, al dolor en el vientre que da el gozo extremo. ¿Cómo carcajearme, si así acallo sus voces con mi ruido y me pierdo cualquier mínimo matiz? Uno no aplaude con estruendo hasta el final.
Porque un número de Les Luthiers equivale para mí a un aria bien ejecutada, a un suceso teatral de la mayor magnitud, a un ballet de altos vuelos. Se crea una obra maestra con cada demostración de su talento en el escenario, la escriben con la voz y la pintan con sus instrumentos.
Son una orquesta de pocos hombres, los suficientes para provocar en el humorismo hispano una transformación de todos los horizontes. El rescate personificado del buen gusto y la elegancia, o sea, una de las misiones más difíciles y necesarias en el panorama actual de la risa, de la música, del mundo.
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