Nostalgias de un mochilero: Los Molinos. Fotos: Del autor
A Los Molinos llegué por primera vez hace casi 20 años, sin sospechar la despampanante belleza que latía exuberante en ese paraje próximo a la ciudad, y del cual conocía muy poco.
Mi primera aproximación estaba relacionada con una antigua fábrica de hielo que a pesar de los años permanecía en pie, algo que puse en dudas al ver el amasijo de tablas endebles que servía de base para observar el proceso de producción del hielo. Recuerdo aquel remolino de salmuera en un movimiento lento y constante, y mi temor a caer en el interior de la alberca.
En cambio, admiraba con asombro la despreocupación con la que los obreros “volaban” sobre el tablado enclenque. La edificación también mostraba signos de deterioro y abandono; a pesar de ello, desde unos recipientes metálicos y rectangulares, los operarios de aquella planta desvencijada extraían el hielo.
Al apreciar los bloques humeantes sobre el asfalto, sentí como si los viera por primera vez y hasta evoqué el inicio sublime de la novela de Gabriel García Márquez, Cien Años de Soledad: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.
De regreso a la redacción del periódico, avanzaba alicaído con una historia a medias, porque casi nada quedaba de ese inmueble, revolucionario para su época, al emplear la energía producida de una hidroeléctrica para su funcionamiento.
Mis pensamientos quizá me impidieron detenerme en la belleza circundante, que sí descubrí varios años después, al regresar tras la historia de Juan Francisco Manzano, un esclavo que aprendió a leer y escribir de manera autodidacta para legarnos su autobiografía, documento indispensable para entender el oprobio de la esclavitud.
Mientras recorría el paraje en compañía de mi amigo Lino García, nos adentramos a un universo donde el verde de la floresta abarcaba cada espacio, al tiempo que la sinfonía del agua se hacía intensa cuanto más cerca estábamos de aquel recodo del río San Juan.
Ante los continuos saltos de agua que emergían de improviso entre la tupida vegetación, uno llegaba a creer que se encontraba en un universo virgen y lejano de la algarabía citadina y su gente, cuando apenas te hallabas a unos 13 minutos del centro de la ciudad y a una distancia de seis kilómetros.
Pero era tal la quietud en Los Molinos, que el curso eterno de las aguas y el canto de las aves se acompasaban al paisaje como una sinfonía suave y placentera que embobaba los sentidos.
Se producía a su vez una sensación de armonía con el entorno que permitía comprender cómo un ser sufrido como Manzano pudo limpiar sus heridas, las del cuerpo y las del alma, en aquel rincón matancero, desde donde aún brota y se palpa la más pura poesía, esa que solo logra expresar la naturaleza.