Solidaridad. Caricatura por Miguel Morales/Archivo Girón
Si me preguntan qué es la solidaridad, no tengo que dar definiciones exactas. Al alcance de mi barrio hay ejemplos de sobra: aquella vecina preocupada por la anciana sola de al lado, el que se metió a delegado porque le nace ayudar a los demás, un muchachito que corrió a asistir a las víctimas de un serio accidente vial, etcétera.
Ahora bien; siempre me ha parecido un poco dogmático cuando alguien realza imágenes como estas, además de los pasajes internacionalistas de nuestra historia o el enfrentamiento a la covid, para demostrar la naturaleza de por sí solidaria de los cubanos.
Como toda sociedad, aunque nos caractericemos por un pasado digno en ese sentido, no somos reducibles a una cualidad por encima de otras, ni esta define de antemano a cualquiera. Que hayamos respondido más de una vez a políticas donde damos lo mejor en pos del prójimo, o que nuestro carácter posibilite una dinámica de barrio cálida, son elementos dignos de agradecer, pero no de impostar.
De hecho, si me preguntan qué es la solidaridad, también pudiera dar otra clase de respuesta: lo que a veces falta en establecimientos públicos, o en colas de sálvese quien pueda; lo que no se materializa a causa de prejuicios que continúan estigmatizando desatenciones y olvidos; en suma, la posición contraria a la desidia que últimamente veo instaurada en tantos ámbitos.
Asientos cuyos ocupantes, fingiendo o sin fingir, no ofrecen a embarazadas, niños o adultos mayores; precios que se pudieran bajar sin mucha repercusión en la economía; la falta de apoyo a quien reclama un derecho con razón y denuncia lo mal hecho; el trato insidiosamente burocrático que persiste en muchas institucionales… He presenciado de todo, y de incurrir en ello me prevengo.
Tomemos el siguiente caso, que no se me borra de la retina ni del corazón, aunque no haya sido ayer mismo. Parada del Pre, calle Contreras, al mediodía. Se detiene uno de los llamados cocotaxis, con capacidad para poquísimas personas, y dos estudiantes de bata blanca lo abordaron con desesperación. Abajo quedó, sangrando en su mano pobremente vendada y a la espera de algo más en lo que llegar al Faustino, un obrero accidentado en sus labores. Un serio punzonazo, según comentaba su esposa, quien había llegado corriendo con él al enclave.
Terrible paradoja, pensé, que dos futuras profesionales de la Salud negasen con rapidez y determinación lo que precisaba ese hombre herido. Nada más que ese par de asientos, para él y su acompañante, puesto que su evidente preocupación no era poca cosa. Ya cogerían algo después, y si llegaban tarde a un hipotético examen, clase o lo que fuese, qué se le iba a hacer. Pero, ¿faltar al necesitado de esa manera? Ni de ellas ni de nadie lo hubiera creído.
En una guagua coincidí una vez con un masón que, en voz muy alta, reflexionaba lo que yo ahora, aunque usaba el término “fraternidad” para referirse prácticamente a las mismas cosas. Y, desde su perspectiva, también escaseaba. Con ese dato creo que hablo de un valor natural, al margen de dogmas, presente o no en cada ser humano, y que debería partir por igual de todos. Debería.
Tampoco vamos a ser utópicos o ingenuos. La insolidaridad vive instalada con el hombre desde que este existe. Por otra parte, el individualismo, a mi modo de ver, no representa el rechazo a ser útil cuando un semejante lo requiere.
A lo que no aspira sociedad alguna, en su afán de perfeccionamiento, es a que en ella reine la indolencia en ninguna de sus formas, ni a que en su seno predomine el insensible y egoísta, el censor de su propio potencial solidario, como manifestación máxima de la esencia de nuestra especie.