Todo comienza y todo acaba en Juan Gualberto. Ilustración: Luis Daniel Báez Ramírez
Ese 29 de febrero, mientras contempla el pequeño poblado de Sabanilla del Comendador, con sus pocos edificios de mampostería y sus paredes sucias, tal vez Juan Gualberto reflexione que a pesar de todos sus viajes, como Ulises, regresa a Ítaca a morir. La serpiente toma el primer bocado de su propia cola y luego continúa con el resto de su cuerpo hasta que desaparece por completo. A él todavía le quedan asuntos pendientes en este reino.
Muy cerca de Sabanilla, en el ingenio Vellocino, 40 años atrás nació y nació libre, porque compraron su libertad cuando aún se encontraba en la paz y el silencio del vientre materno. La idea de que el albedrío no puede valer un pagaré o un puñado de monedas acuñadas estuvo presente en su trayectoria y obra. Sus padres intentaron, aunque ellos fueran negros libertos, que su descendiente poseyera acceso a la mejor educación de La Habana —ciudad a la que se trasladarían con él aún pequeño— para los de su color. Por desgracia, su piel en esta tierra siempre pesaría más que su brillantez.
Cuando su familia lo envió a Francia como aprendiz de un artesano de carruajes, se acercó al pensamiento de los filósofos de allá, los ilustrados, que aseguraban que todos los hombres nacían libres. La liberté constituía la más grande responsabilidad y don del individuo. Sin embargo, en algunas tierras tropicales existía quien practicaba la política del tasajo (plato que se le daba a los esclavos en los barracones) para tenerlos bien alimentados y, como las herramientas que debían ser, produjeran más. Esa paradoja racial no podía permitirse. Nadie debería pagarle a otro su derecho al mundo.
Ahora, mientras busca en el pueblito la presencia de soldados españoles para entregarse a ellos, cinco días después de que fracasara el Alzamiento en Ibarra, puede ser que se diga que se halla en esta situación, porque hace mucho tiempo se percató de que en esta Isla de azúcares morenas su lucha por la igualdad, la égalité, se conectaba irremediablemente con la de la independencia.
Solo en una nación autónoma en que cada uno de sus ciudadanos fueran eso, ciudadanos, y que no importara la tonalidad del cuerpo, podría resolverse el problema de la segregación. Por ello se lanzó a esa manigua matancera.
Allá por 1872, en París, donde radicaba, coincide con el conspirador Francisco Vicente Aguilera y el general mambí Manuel de Quesada, a quienes les sirve como traductor. Así se involucra más directamente en las gestas independentistas. En ese tiempo, por su precaria situación económica, debe recurrir a varios empleos para poder subsistir. Entre los oficios que asume se encuentra el de periodista; lo ejercería como si la pluma fuera cincel para romper la cerradura de los grilletes.
A finales de 1878 regresa a Cuba, como otros tantos que vuelven, después de la firma del Pacto del Zanjón. Aquí conoce a un hombre de traje negro y un semblante serio que no combinaba con sus ojos que escrudiñaban a la vez todos los mundos posibles, José Martí, quien además de su amigo cambiaría su propia historia.
Él es uno de los responsables de que en estos momentos vaya a paso lento hacia Sabanilla, donde todo inició y donde todo terminará. El 29 de enero pasado, como delegado del Partido Revolucionario Cubano (PRC), Martí, quien nunca fumó, había enviado oculto dentro de un tabaco la orden de alzamiento, la chispa primigenia que conduciría a la Isla a lo que debía ser el último esfuerzo, la contienda necesaria. Juan Gualberto, en su andar breve, mientras se dirige a su posible paredón o una cadena perpetua, tal vez piense que unas cuantas veces debido a sus luchas por la libertad colectiva ha perdido la individual.
Durante su estancia en Cuba en la década del 70 del siglo XIX, crea La Fraternidad —otra vez las ideas de la Revolución Francesa hacen eco en él—, periódico desde el cual con su pluma aboga a favor del abolicionismo; a la vez que se involucra con diferentes células de conspiradores que preparaban lo que se llamaría la Guerra Chiquita. Lo apresan y lo envían durante dos años a la cárcel de Ceuta.
En 1882 —mira que ha llovido desde entonces, chaparrones y centellas—, lo liberan y se radica en Madrid. Si algo bien sabe Juan, es que callado no puede estar. Quizá será porque el silencio para los periodistas resulta peor que una mordaza, peor que el vals de los ahorcados. A principios de los 90 regresa a Cuba y prosigue con su palabra poderosa, como toda aquella que contenga la verdad; y por ello lo condenan a ocho meses más de prisión. Por segunda vez el barrote, por segunda vez el cielo cuadriculado desde una pequeña ventana.
Juan no se detiene. Continúa con sus dos luchas, la antirracista y la independista; al final, no hay disímiles peleas, solo una, la que se lleva a cabo por la dignidad de los hombres. Desde la tinta que mancha los dedos, pero limpia la conciencia, desde su posición de presidente del Directorio Central de Sociedades de Razas de Color de Cuba, y como parte del PRC, trata de aportar su voluntad al cambio imprescindible. Cuando desde lo civil todos los recursos se agotan, solo resta el plomo y el fuego. Muy pocas revoluciones se han desarrollado frente a la porcelana de la taza del té y la mesa con mantel de seda, y en Cuba se necesitaba una Revolución.
A causa de este motivo, a finales de febrero parte desde La Habana hacia la campiña para reunirse con los patriotas que se sublevaran en la zona de occidente. No obstante, el plan fracasa. A Julio Sanguily, quien se erguiría como el jefe militar de la rebelión en esta región del país, lo detienen en su casa en la capital. Muchos de los convocados nunca aparecen. Si bien poseían armas, les faltaban caballos para los hombres que se reunieron en el paradero de Ibarra. Además, la elección del sitio constituyó un error por su proximidad con un camino a la ciudad de Matanzas y a las líneas del tren que utilizaban los españoles para mover soldados.
El día 28 les anuncian que un contingente de enemigos se acerca por las vías férreas y deben huir. Al encontrarse desorganizados y muchos de los presentes sin experiencia o conocimiento militar, fueron blancos fáciles para los enemigos que de a poco los capturaron. Sin tener dónde refugiarse o a quién acudir, y sin posibilidades de eludir el cerco hispano, deciden entregarse Juan Gualberto y algunos compañeros más.
Por ello, ahora, él se dirige a Sabanilla del Comendador, el sitio donde todo comenzó para él y donde teme que todo acabará. A la serpiente solo le queda un bocado más para desaparecer por completo. Allí donde sus padres por su condición de esclavo debieron comprarle lo que nadie nunca debería comprar, la libertad, él va a deponer armas. Por su lucha con la pluma cincel, con la tinta que mancha con los dedos, de juntas secretas en casas de puertas cerradas y, por último, del plomo y el tambor de los revólveres, Juan Gualberto afrontará su destino y su fatalidad otra vez.
PD: A Juan Gualberto no le aplican la pena máxima, sino que lo condenan a prisión otra vez en la cárcel de Ceuta. Luego de concluida la Guerra Necesaria, continuaría su labor por la égalité, fraternité y liberté, como político y periodista.