Plácido, 180 años de un adiós a Cuba

Gabriel de la Concepción Valdés, Plácido, poeta de Matanzas, Cuba

Al clarear el alba sobre Matanzas, el 28 de junio de 1844, el poeta caminó rumbo a la muerte, cuentan que murmuraba los versos de su Plegaria a Dios. Lo acompañaban en ese viaje un teniente de milicias, un hacendado, un músico, un dentista y un sastre, entre otros, todos pardos y morenos libres y educados, todos acusados de participar de una conjura antiesclavista, torturados y condenados con escasas pruebas. Tras una señal, las 44 bocas del pelotón de fusilamiento tronaron a la vez, el ángel cayó apenas herido, “adiós, Cuba, no hay piedad para mí, fuego aquí”, fueron sus últimas palabras.

Diego Gabriel de la Concepción Valdés vio la luz en La Habana 35 años antes, fruto de los amores prohibidos de una actriz española, Concepción Vázquez, y un peluquero afrodescendiente, Diego Ferrer Matoso. Como consecuencia de ello, fue internado en la Casa de Beneficencia a los pocos días de nacido y llevó el apellido Valdés, típico de los niños expósitos de la Cuba decimonónica. Su padre lo sacó de allí y tuvo una formación irregular, mientras se desempeñaba como aprendiz de diversos oficios. 

Uno de ellos, el de fabricar peinetas de carey, lo trajo por primera vez a la Ciudad de los Puentes, a finales de 1826. Aquí creció su fama de versificador, pues mucho habían mejorado sus habilidades desde su soneto iniciático, titulado Una hermosa, aunque fue con su poema La siempreviva que se aseguró un puesto en el parnaso cubano, firmando sus obras bajo el seudónimo de Plácido. Entabló amistad con los bardos Ramón Vélez Herrera, el Ignacio Valdés Machuca (Desval), se le admitió en la famosa tertulia de Domingo del Monte y comenzó a publicar en el portento editorial de su tiempo, el diario La Aurora. 

Era el poeta, según la opinión de sus contemporáneos recogida por el periódico santaclareño La Esquila, delgado y de tez pálida, entradas pronunciadas que enmarcaban un rostro oval de rasgos sutiles y bien perfilados. Austero en el vestir, iba siempre limpio a pesar de que sus ropas revelaban su ajustada situación económica. No usaba corbata, solo una sencilla cinta negra atada al cuello. 

Gabriel de la Concepción Valdés, Plácido, poeta de Matanzas, Cuba

A pesar de haber sido estrepitosamente popular, el primer mestizo en alcanzar tales cotas de aceptación entre el público (dicen que años después de su muerte aún muchos repetían sus estrofas sin conocer siquiera el nombre del autor), durante todo el siglo XIX existió cierto debate sobre su valía literaria. Fue defendido por el patriota Juan Gualberto Gómez y denostado por otro mambí, Manuel Sanguily, quien llegó a decir de él algo tan fuerte como que “fue un hombre sin corazón, sin opinión y sin decoro”, aunque más adelante se retractaría de sus palabras. En los ámbitos de la crítica especializada, el español Marcelino Menéndez Pelayo aseguró sobre su romance Jicotencal que “Góngora no desdeñaría tenerlo entre los suyos”. 

Aunando rasgos del Romanticismo y el Neoclásico, su poesía tiene un carácter íntimo y familiar, llena de color cubano; a la vez se apropia de temas de la mitología clásica y los resignifica en nuestro contexto. Su condición de mestizo lo convirtió en puente entre la sociedad “culta” de los blancos y los espacios segregados, populares y racializados de la sociedad esclavista. 

Se le considera entre los iniciadores del criollismo y el siboneyismo con obras que pintan elementos y paisajes propios de la Isla: La flor de caña, La palma y la malva, La flor del café, Al Yumurí. Para el escritor José Lezama Lima, el autor de A una ingrata expresa con su verbo poético “muchas de las condiciones de nuestra naturaleza, transparencia, juego de agua, enlaces finos y sutiles. Raro será el poema, aun en los más ocasionales, en que no se encuentre un giro gracioso, una metáfora aireada”.

Baste por sí solo, para probar su portento, que el poeta José María Heredia, durante su breve estancia en Cuba en 1936, luego de haber sido desterrado, le hizo una visita a Plácido, reconociéndolo así implícitamente en calidad de igual, y lo invitó a trasladarse a México, un lugar donde quizá le sonreiría la fortuna. Esta vertiginosa carrera se vio truncada cuando en 1843 fue detenido en Villa Clara, puesto en libertad un par de meses y vuelto a encarcelar a finales de enero de 1844.

Sobre la autenticidad de la llamada Conspiración de la Escalera existen serias dudas entre los historiadores. Lo cierto es que sirvió al Gobierno colonial para embolsillarse gran cantidad de dinero, a la vez que aplastaba una pujante clase social de negros y mulatos acomodados, y alimentaba el odio de razas y el miedo de los blancos a una revolución al estilo de la de Haití. En cualquier caso, se le llamó a ese año El Año del Cuero por la cantidad de afrodescendientes que perdieron la vida en el patíbulo o víctimas de las torturas y los malos tratos de las cárceles españolas. 

Cuando le fue notificada la condena a muerte, a inicios de junio, Gabriel de la Concepción Valdés le aseguró al fiscal de la causa, Salazar, que su alma lo atormentaría eternamente convertida en lechuza. El funcionario de la corona vivió hasta el último de sus días aterrado de pensar que lo perseguía un ejemplar de esa ave rapaz.

Aunque una lectura exhaustiva de su legado lírico nos lleve al convencimiento sobre el amor que profesaba a la Patria y su odio a la tiranía, el bardo murió negando su participación en cualquier conjura política y proclamando su inocencia, algo que quedó plasmado en su postrer poema:

“Ser de inmensa bondad, ¡Dios poderoso!

a vos acudo en mi dolor vehemente…

¡Extended vuestro brazo omnipotente,

rasgad de la calumnia el velo odioso,

y arrancad este sello ignominioso

con que el hombre manchar quiere mi frente!”.


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Sobre el autor: Giselle Bello Muñoz

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