No me gusta hablar en términos de “inclusión forzada”. Suena a que nos obligan a ser inclusivos porque de antemano no está en nuestra naturaleza, mientras que “inclusión comercial” o algo así quedaría menos reduccionista, más encaminado a un análisis objetivo y nada reaccionario. De lo que sí me gusta hablar es del fenómeno bajo esos conceptos, evidente y al día.
Encuentro muy difícil ser cinéfilo, seriéfilo o bibliófilo en estos tiempos sin detectar las constantes señales de que algo ha cambiado en cuanto a la representación racial, sexual, de género o idiosincrática de determinados sectores sociales. Es más frecuente y dignificante de lo que estábamos acostumbrados en el mercado convencional, promedio o mainstream. Ya era hora.
La preocupación de muchos es lógica —claro, con especial consternación para quienes albergan dentro de sí un racista, un homófobo, un xenófobo o la unión de estos elementos— cuando notamos sin animadversión previa que ciertos productos, notables en cuanto a su aporte inclusivo de moda, carecen sistemáticamente de otros componentes; no ya necesarios, sino definitorios e imprescindibles para perdurar con justicia en el tiempo y la memoria. Hablo de lo artístico, lo sublime, lo sensorial.
Si hay algo más satisfactorio que notar diversidad étnica o de otro tipo, entre tantos avances morales que denota la industria del entretenimiento a escala global, sería verlos reflejados en obras de calidad plena, donde el guion no se supedite a burdos caprichos “para quedar bien” con un colectivo u otro, ni personajes otrora oprimidos hallen su empoderamiento mediante la represión y el revanchismo desmedido hacia sus oponentes en la ficción.
Entonces, en medio del enrarecido ambiente que cada vez galardona más películas sobre la base de su ángulo ideológico y posiciona series y libros de escaso rigor dramatúrgico, aunque rebosantes de héroes y heroínas antaño marginados, se manifiesta otra curiosa realidad. Y es que existe un peligro para quienes no aspiramos a otra cosa que a ser entretenidos con buenas e interesantes historias: quedarnos para siempre en nuestra exclusión voluntaria del panorama y no tornarla nuevamente, así sea a ratos, en inclusión.
Porque, en efecto, puede valer la pena. Últimamente me sorprende la calidad y la coherencia que albergan productos recientes, algunos de los cuales rechacé de tanto prejuicio acumulado en una primera ocasión, mientras mantengo mi repudio hacia otros por no satisfacer mis expectativas o exigencias mínimas como receptor.
Ello no equivale, en materia de oposición sectaria, al clásico “bajar la guardia” y dejar que la mayoría aplaste la opinión propia. Se trata de obrar equilibradamente en un mundo que siempre inclina sus balanzas de manera indistinta, y en el que es posible ser fieles a nuestros patrones pese a tantos cambios que no siempre son errados.
Por tanto, aceptar y disfrutar de casos excepcionales dentro de una corriente actual tampoco es la renuncia al gusto personal ni a los algoritmos que nos definen como individuos a partir de nuestras lecturas, vivencias y criterios. Hallo especialmente cómoda la postura de quien consume y evalúa su consumo con imparcialidad, sin incomodarse a priori por la presencia de actores negros en el póster o el éxito obtenido por un autor chino con sus novelas, y atiende con lucidez a qué tan bien o mal le cuentan o representan historias e ideas.
La llamada “inclusión forzada” es un tema sumamente complejo, del cual podrían analizarse múltiples aristas sin llegar a condensarlo en una sola serie comentada. Y, si bien no suelo abordarlo en mi vida diaria por lo trillado que se ha vuelto, dentro de sus fenómenos me parece útil considerar su mayor paradoja: que, lejos de forzar, logre llamar al regreso voluntario a quienes alguna vez hizo sentir excluidos.