Nostalgias de un mochilero: Pasión por la carretera

La guagua sigue de largo. La contemplas seguir oronda y eso que pudiste verle los ojos al chófer.

Mi vecina Z viaja con una frecuencia poco usual para la cantidad de años que van acumulando sus huesos. Las casi siete décadas de vida que ha desbrozado a golpe de ímpetu no le impiden recorrer cientos de kilómetros en cada jornada.

Ser jubilado de Ómnibus Nacionales y compartir su existencia con un conductor de guagua quizá crearon en ella esa afición por viajar constantemente.

En el mundo existen tres tipos de viajeros: los que viajan por necesidad, los que lo hacen por placer, y quienes mezclan ambas razones.

Los terceros, mientras se aventuran con el fin de realizar alguna diligencia, disfrutan cada tramo del viaje, entablando conversaciones distendidas con desconocidos, o emitiendo criterios llenos de sabiduría sobre el arte de lanzarse a la carretera.

Porque, como toda disciplina cotidiana, la experiencia es fundamental, ya que evitará sinsabores como las extensas e insufribles estadías en esos puntos intermedios desde donde se dificulta partir hacia el destino final.

Todas esas mañas las domina mi vecina, por eso en la madrugada toma un ómnibus para La Habana, y ya nadie se asombra si en la tarde noche regresa de Santa Clara. Ninguno como ella para enlazar con maestría esos puntos geográficos, tan distantes unos de otros.

Es como si tuviera el don de la oblicuidad, y una mañana puede hallarse cuidando en el baño de la terminal de la Lanchita de Regla, y por la tarde vender jabitas en una feria de un municipio del interior Matanzas.

Es como si cada kilómetro recorrido le llenara de vitalidad, pues con el paso de los años parece mucho más dispuesta a trasponer distancias. Si bien nunca le he visto signos de fatiga, llegará el momento en que su organismo le suplique un descanso. Desde ese día las carreteras se sentirán un poco huérfanas al no sentir la presencia de aquella viejecita infatigable.

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Sobre el autor: Arnaldo Mirabal Hernández

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