El Cinematógrafo: Stand by Me

Cuando niño sentía un escalofrío cada vez que escuchaba a Ben E. King cantando su Stand by Me. Siempre me costó definir esa canción, su letra quedaba entre las fronteras del desamparo y el confort. Hasta que descubrí esta película.
El Cinematógrafo: Stand by Me

MELODÍA INMORTAL

When the night has come (Cuando la noche ha llegado…), and the land is dark (… y la tierra está oscura), and the moon is the only light we’ll see (… y la luna es la única luz que vamos a ver), no, I won’t be afraid (… no, no sentiré miedo), oh, I won’t be afraid (…yo no sentiré miedo), just as long as you stand (… siempre que tú estés), stand by me (… estés junto a mí)”.

Cuando era niño, sentía un escalofrío cada vez que escuchaba a Ben E. King cantando su Stand by Me. A día de hoy, también. La cuestión es que siempre me costó asociar esa canción a una situación en específico. Ponerle imagen. Su letra no me sonaba a un romance típico de baladas: más bien quedaba ambigua entre las fronteras del desamparo y el confort. Hasta que descubrí esta película.

Tampoco es que se abuse de la imbricación, pues el canto no suena hasta el final. Un final que, dicho sea, pese a la serenidad y paz de sus imágenes, no hace más que desatar un torbellino de sensaciones encontradas, sobre todo en cuanto la voz arenosa de King comienza a rasgar el fotograma. Sin embargo, si se presta atención a la musicalización de Jack Nitzsche, la canción está presente desde el mismo inicio e impregna al resto de la película con su enigma.

Un Stand by Me en instrumental, con unas variaciones excelentes del compositor, empieza a proyectarse tras la aparición del título, justo al clarear y surgir un plano general de campo, carretera y auto parqueado. Un auto familiar que solo ocupa un hombre en el asiento del conductor, como vemos desde el mismo ángulo en el siguiente plano, más cerrado. El tercero, ya interior, nos muestra al individuo, apoyado en la ventanilla, con la mirada perdida en algún sitio.

Richard Dreyfuss, un narrador a punto de contarnos la gran película americana sobre la infancia.

Es Richard Dreyfuss, muy conocido en esa época por trabajos como Tiburón, Encuentros en la tercera fase, La chica del adiós… Qué bien pierde la mirada en el vacío. Gracias a eso, sin conocer aún al personaje, nos damos cuenta del enorme drama que lo atraviesa. Cuesta encontrar planos estáticos que digan tanto, que impulsan a adivinar todas las cosas que puede estar sufriendo un desconocido solo porque lo vemos en el encuadre y nos llama la atención, en una imagen quieta pero bien compuesta, fotografiada, sonorizada e interpretada.

La claridad expositiva, tan del cine mudo, no acaba ahí. El conductor solitario, de unos 40 años, pelo ralo, ropa sencilla y aspecto afable detrás de su tristeza, mueve la cabeza a un lado. Seguidamente, la cámara nos enfoca lo que mira y parece turbarlo. Inserto de periódico, fechado del miércoles 4 de septiembre de 1985, con un titular de siete palabras: “Abogado Christopher Chambers, fatalmente apuñalado en restaurante”.

El siguiente corte recupera la posición anterior de la imagen, con Dreyfuss alzando la vista hacia la carretera, y nos lleva a uno de los instantes más expresivos que veremos: dos niños en bicicleta pasan junto a la ventanilla y pedalean como si nada, como si estuviesen de casualidad en la escena, pero él no los mira como si nada. Ellos le recuerdan algo, y lo comprobamos en cuanto el plano se cierra lenta y pudorosamente sobre su rostro. Voz en off, el hombre que conocía a Christopher Chambers comienza a narrar: “Tenía 12, a punto de cumplir 13, la primera vez que vi un ser humano muerto. Ocurrió en el verano de 1959. Hace mucho tiempo, pero solo si lo mides en cuestión de años”.

Estos destellos de talento visual y sonoro, eminentemente narrativo, son los que favorecen a ciertas películas cuando se vuelven a disfrutar. De no estar estructurada en flashback y terminar así, tal cual inicia, aun quitándole la voz, lloraríamos antes de verla una segunda vez. Igual, si le das una tercera o cuarta oportunidad, claramente sabiendo por dónde va a ir la historia, ese dúo infantil sobre ruedas y la mirada del conductor detenido te incitan a llorar demasiado pronto.

A esto sumemos que la partitura de Nitzsche, con una acompasada percusión y nostalgia vibrando en instrumentos de viento, acompaña cada plano del prólogo y pone la carne de gallina. Además, si tenemos en cuenta que Dreyfuss nada más reaparece en pantalla al final, y que solo al final escucharemos a Ben E. King interpretando su clásico, obtenemos uno de los vínculos prólogo-epílogo más interconectados de una misma película desde Centauros del desierto, con aquel abrir y cerrar de puertas que enmarcaba la narración como la portada y contraportada de un libro.

La presentación y conclusión de Stand by Me, película, también poseen altos grados de complejidad y polisemia, a la par de su pureza expositiva. Como la llegada y partida del tren en El hombre que mató a Liberty Valance, otra mirada fordiana al pasado, empapada de melancolía.

JUNTO A MÍ

Es considerada una de las películas míticas de su década de realización. Lo secreto muchas veces se hace mítico.

A decir verdad, casi olvidé cuánto apreciaba la canción homónima desde que me percibí como adorador involuntario de la película. Esta valía por sí misma. De hecho, la presencia simbólica de King la mejora y nos proporciona regocijo durante los créditos finales, pero seguiría siendo espléndida incluso sin esa opción de cierre.

De manera misteriosa, dos obras maestras cobraron sentido mutuo. Una por el oído, la otra por los ojos, y ambas a través del corazón. En medio, el relato El cuerpo, de un King más (Stephen)[1] , daba pie a la mejor película que conozco basada en una obra del también autor de Carrie, El resplandor y Eso. Sí, he visto las versiones de Carrie, El resplandor y Eso, asimismo El misterio de Salem’s Lot, La zona muerta, Cujo, Cementerio de animales, Misery, Cadena perpetua, La milla verde, El cazador de sueños, La niebla…, y repito que no conozco un mejor trato del cine hacia él, hacia su legado, hacia su visión apasionante y pesimista del mundo, que Stand by Me.

La compré por cinco pesos, en un negocio particular de copias USB hace casi 10 veranos. Mi período preuniversitario llegaba a su fin. No pocos amigos, entonces imprescindibles, estaban a punto de difuminarse en mi futuro. Una tarde me senté a ver este milagro de Rob Reiner y todo confluyó de tal modo hacia el que yo era, sin verlo venir, que dejé de ser el mismo. Valoré mucho lo artístico, pero tan pronto bajé la guardia y a los pocos días repetí visionado, lo personal me removió tanto o más. Creo que esa mezcla extraña no solo me la ha producido a mí, y tal vez justifique su puesto actual en varios listados de élite sobre lo mejor en cine de los 80.

Me explico. Cuando el azar me puso delante de ella, inicialmente acepté el contrato espectador-espectáculo por la curiosidad de comprobar si tenía algo que ver con el tema de Ben E. King; es decir, por la sola circunstancia de mi afición musical, no para desentrañar su culto, perseguir adaptaciones de Stephen King, estudiar a Rob Reiner como director ni otros alicientes semejantes que alimentan la cinefilia. Pues bien, llegado el final, mi sensación era la de haber destapado un cofre de piratas con múltiples fondos y el tesoro cada vez más inalcanzable.

Y en realidad estaba ahí desde la primera vez. ¡La maravilla estaba ahí! Pero resultaba tan elemental y pura que uno prefería obstinarse en buscar un mensaje, complicar el desenlace, detectar metáforas y demás lastres en los que Reiner no debió pensar ni un solo día de rodaje. Si la también llamada Cuenta conmigo (traducción cercana pero errónea) es “magistral”, no se debe a la menor solemnidad de su parte. No a todas las cumbres hay que acceder de hinojos. Los solemnes somos nosotros y el filme se limita a desarmarnos, como pocos, de la forma más difícil: con empatía, profundidad, madurez. ¿Cuántas películas “de niños” son realmente así?

Por ejemplo, yo adoro Los Goonies, de Richard Donner, que es solo un año anterior. Me parece una de las más inventivas y entrañables aventuras con las que uno puede recuperar la infancia, y reconozco que no sería nada sin las peripecias spielbergianas con que nos sorprende cual montaña rusa. A su vez, el encanto de Stand by Me tiene un tono completamente diferente.

Es la hermana mayor, reflexiva y con los pies en la tierra, no ya de Los Goonies, sino de esa entera ola de chiquilladas hollywoodenses coetáneas con que muchos la pasábamos genial los domingos en las mañanas ante el televisor. Alguna de ellas podía ser tan bien recibida en grupo como Nuestra pandilla, que es noventera y, sin embargo, toma mucho de esta. Eso sí, el temor que inspira el perrazo de aquella no se compara al que burlan (desconociendo su tamaño real hasta el último instante) Gordie, Chris, Teddy y Vern, en una secuencia de terror genuino que hace con nuestro ritmo cardíaco lo que quiere.

Aunque disfrutable para espectadores pequeños, su público ideal no es ese.

Aquí se siente distinto cuando el malote blande una navaja en la cara de nuestros protagonistas/héroes/amigos. Se sufre de veras con cualquier peligro que afrontan los pequeños descubridores, inmersos nada menos que en la búsqueda de un cadáver bosque adentro. Las diferencias con los padres, maestros, adultos en general, tienen ecos más auténticos, y por una vez no se resolverán con un abrazo de happy ending predeterminado. Uno ve a River Phoenix llorar mientras describe cuánto le afecta esto último, al calor de una hoguera que exorciza traumas, y no puede sino imaginar la calidad actoral y la carrera descomunal que le esperaba al hermano de Joaquin si no hubiese muerto.

No es plenamente una peli de niños, por tanto, aunque estos puedan disfrutarla como tantas otras cosas que aún no entienden. A fin de cuentas, no contiene mayor violencia o tenebrismo que los noticiarios y telenovelas que todos crecemos viendo. Sale una casa del árbol y todo, de esas que en vano hemos intentado construir buena parte de nosotros, donde se fuma, conspira y vive de una forma que un día desaparecerá para no volver.

Sin embargo, su público ideal es el que ha dejado la niñez enterrada tiempo atrás y no le importa rememorar aquellos días. El espectador la disfruta más a partir de unos cuantos aprendizajes. Creciendo, gozando, sufriendo, añorando y, en algún punto, llegando a la película sin pretensión, es como mejor se reconoce su grandeza.

Cuando llegan los créditos finales se disipa la noche, la tierra resplandece y no, ya no tengo miedo, porque sé que siempre estarás junto a mí. No sé si le digo esto a River Phoenix, a Stephen King, a la película en sí, en fin…

EL ESPÍRITU DE KING

El propio Stephen King, autor del relato original, suele incluir la película dentro de las adaptaciones favoritas de toda su obra.

Aprovecho la oportunidad de hablar sobre una adaptación suya (citada entre sus favoritas, de hecho) para también hacerlo a propósito de él: Stephen King le ha dado mucho al cine.

En términos literarios me limito a disfrutarlo cada vez que puedo, sin jugar a legitimar o no su talento, pero por encima del placer de mis lecturas destaco una realidad que me atrevo a llamar objetiva: si no un gran escritor, King es al menos un extraordinario argumentista. Y esa, precisamente, es una virtud que lo emparenta con la  industria cinematográfica, ávida siempre de reformulaciones de mitos y de mitos nuevos, de ideas originales y reciclaje de otras no tan originales.

Por supuesto, quizá fuese más pertinente abordar la relación entre el autor de Maine y el séptimo arte en otro artículo, dedicado con mayor amplitud a ese aspecto en concreto. No obstante, como considero Stand by Me lo mejor que ha viajado de su obra a la pantalla, creo oportuno explicar brevemente por qué.

El espíritu de King, para empezar, está de lleno en la cinta de Reiner, pero potenciado, ampliado y beneficiado por una puesta en escena que supera en alcance y precisión la capacidad del escritor, tanto en El cuerpo como en novelas largas. Se produce, en tales condiciones, un equilibrio entre ambos creadores que se sostiene y no da al traste con el resultado.

No ocurre como en El resplandor, esa fascinante rareza donde la personalidad del literato desaparece y se impone la del cineasta; tampoco como en Cadena perpetua, que de tan buena e infravalorada en  su momento ha alcanzado un estatus de culto demasiado refulgente para mí; mucho menos digamos La niebla, en la que King accedió a modificar el final de la trama por uno que todavía defiende y que, a mi juicio, estropea la estupenda película que existió antes del anticlímax.

En cambio, Stand by Me se siente como si Reiner y King hubiesen planificado juntos cada plano. Hay momentos que bien podrían haber sido filmados enteramente por el escritor, en calidad de director de segunda unidad, y su efímero tránsito por la dirección de cine ese mismo año permite coquetear con la idea. La obra es genuinamente King: su ritmo, su tono, sus colores, su trasfondo, su naturalidad, su hechizo, hacen pensar que muchas de sus historias bien pudieron versionarse así. Engrandecerse así.

Rob Reiner complementó la mitología de King con su propia sensibilidad cinematográfica, logrando un sólido equilibrio.

Pero, claro, Stephen King también es efectismo, gore, fantasmas, telequinesis, vampiros, hombres lobo, niños del maíz, perros asesinos, autos que cobran vida; se espera tanto de su nombre en ese sentido que cuesta asociarlo al intimismo y el clasicismo adulto (en viaje al pasado, pero muy adulto) de esta película. Del todo irónico, ya que Stand by Me alberga muchas de sus constantes y preocupaciones más serias como creador; por ejemplo, toda la amplitud de conflictos que ha tejido en diversas obras alrededor de la infancia y el componente de lo desconocido, lo externo a la puerta de casa, lo que Freud llamaría Das Unheimliche en un soberbio ensayo.

Si el compendio temático kingeano a través de la fantasía es It (Eso), El cuerpo es la reducción esencial de sus elementos en la vertiente realista. Y no me viene a la mente un reflejo en celuloide más entregado a su visión (la buena, no la de La niebla), a su personalidad, a su legado, que la maravilla que hizo Rob Reiner a mitad de los 80 con un relato tan breve. Es injusto de mi parte reducir el acierto por la parte audiovisual al director y no mencionar a Bruce A. Evans y Raynold Gideon, guionistas que lograron un trabajo formidable.

ÚLTIMOS APUNTES

La primera mañana del resto de sus vidas. Ese viaje al bosque los cambió para siempre.

Sí ayudó muchísimo que el director de La princesa prometida aportase rasgos propios, como la manera en que cuenta esa despedida de camaradas (primero los cuatro, finalmente a solas entre Chris y Gordie), que oprime la garganta desde el plano en que retornan a Castle Rock y se detienen frente a cámara, callados, cambiados. “A veces, los amigos entran y salen de la vida de uno como camareros en un bar”.

A modo de guion improvisado, reproduzco a continuación el diálogo definitivo (verbal, no gestual) entre los dos protagonistas arriba citados por sus nombres:

Chris: Nunca voy a salir de este pueblo, ¿verdad, Gordie?

Gordie: Puedes hacer lo que quieras, amigo.

Chris: Sí. Seguro. Choca la mano.

Gordie: Te veré luego.

Chris: No si yo te veo primero.

Diálogo típico, ¿verdad? O sea, sin que se me malentienda, hago referencia a lo específico con que cada frase refleja una idea con elemental economía. Bien; como Reiner no lo rueda típico en absoluto, me temo que ya hubiese querido King transmitir algo así de potente de su puño y tecla. Visto en pantalla, es muchísimo más conmovedor.

Cada segundo que se prolonga el adiós de miradas entre los muchachos corta el aliento. River Phoenix, Wil Wheaton… Tremendos, tanto como Jerry O’Connell y Corey Feldman hasta unos planos atrás. Su posición en escena, desde lo alto de una colina, contemplando Castle Rock mientras maduran palabra a palabra, es insuperable. Recuerda al final de Los siete samuráis, porque sale hasta un gran sepulcro: la casa del árbol, tumba de recuerdos.

De los verdaderos momentos culminantes de la narración, aunque resultaría placentero y fructífero, no puedo decir mucho por respeto a mi costumbre de evitar spoilers. Ya sabemos que reaparece el personaje de Richard Dreyfuss comentado al inicio, a quien por lógica del flashback creemos uno de los protagonistas pero en los créditos figura, misteriosamente, tan solo como El Escritor. Con una frase que él teclea en su ordenador, a puro capricho de adueñármela y modificarla, concluyo: “Jamás volví a tener amigos como los que tuve a los 12 años. Cielos, ¿alguien sí?”.

Yo añadiría: “Jamás volví a ver una película sobre la infancia como Stand by Me”. ¡Y basta de escribir sobre ella por hoy! Me arden las mejillas por las lágrimas que me ha sacado en esta última revisión. Es una obra maestra. ¡Una obra maestra!

Si Richard Dreyfuss es supuestamente uno de los niños en el relato, ¿por qué en los créditos aparece solo como El Escritor? Siempre me lo he preguntado.

Ficha técnica

Título original: Stand by Me; Año: 1986; País: Estados Unidos; Dirección: Rob Reiner; Guion: Bruce A. Evans, Raynold Gideon. Basado en el relato El cuerpo, de Stephen King; Fotografía: Thomas Del Ruth; Música: Jack Nitzsche; Montaje: Robert Leighton; Reparto: Wil Wheaton, River Phoenix, Corey Feldman, Jerry O’Connell, Richard Dreyfuss.

Recomendado para usted

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *