Nostalgias de un mochilero: Un walmart en pleno Escambray

Montañas del Escambray. Foto: tomada del sitio web del Periódico Escambray

Por más que mi mente de niño se alimentara de las más inverosímiles fantasías, proveyéndome hasta de un amigo imaginario, mi tierno pero fértil cerebro no lograba entender cómo una tienda en plena serranía de Escambray exhibía tantos juguetes, incluso, una balsa inflable de las que usaban mi vecinos en mi ciudad costera, ubicada a cientos de kilómetros de aquel punto distante de las Cordilleras de Guamuhaya.

El Hoyo de Padilla, rincón donde brotaran mis raíces maternas, era un paraje exuberante, con la capacidad de enmudecer a un pequeño que veía por primera vez una línea de montañas que se perdían en el horizonte.

Para llegar hasta la casa de mi tía Giorgina, se atravesaba por un bosque de centenarios algarrobos cubiertos de curujeyes, nombres que aprendí muchos años después; porque en aquel tiempo me sentía más bien como los conquistadores españoles al descubrir América, incapaces de nombrar semejante explosión de la flora y la fauna.

Si bien incorporé a mi vocabulario infantil palabras desconocidas hasta entonces, como «perro jíbaro», «jutía», «quinqué», «barranco», «guarandinga», «cebú», a modo de anuncio de las incontables experiencias que adquiría a mi corta existencia, seguía sin comprender por qué aquella tienda en el incipiente caserío tenía muchos más juguetes, junto a otros tantos artículos, que las de mi barrio matancero.

Aunque a esa corta edad aún no asumía una postura chauvinista de chico presumido de ciudad, sí me causaba extrañeza que la balsa por la que tanto le había suplicado a mi madre en la tienda próxima a mi hogar la encontraría entre montañas, alejada de cualquier rastro de playa. Un «anacronismo» total, aunque solo lograría nombrarlo así muchos años después.

Anacrónico también me resultaba el hallazgo de una linterna de pilas, artículo que vería por primera vez en tan intrincado rincón. Produjo tal fascinación en mí que podría describir el diseño: recuerdo que era niquelada con el botón de encendido de color azul. La vi primorosa, y desde ese instante también integró mi lista de añoranzas, junto a la balsa y una bicicleta, entre otras tantas posesiones inalcanzables.

La mente de un niño puede ser tan impresionable que, aunque han pasado más de 35 años, recuerdo la disposición de los estantes de aquella tienda tan bien surtida en el Escambray.

En los tantos compartimentos de aquel mueble carmelita se mostraban todo tipo de juguetes, desde soldaditos, cajas de bolas, carritos, junto a objetos para adultos como botas de goma, machetes, sombreros.

Seguramente la dependiente se reiría de mi cara de fascinación; pero cada vez que íbamos al poblado (la casa de mi tía quedaba a varios kilómetros) yo entraba a la tienda como si se tratara de un parque de diversiones, y sin más pretensiones que admirar la variedad y disposición de cada artículo en venta.

Solo con el tiempo comprendería que mi asombro era entendible, porque por esa época nacía el Programa de Desarrollo de la Montaña, que luego asumiría el nombre de Plan Turquino, proyecto con el cual me familiarizaría mucho más en mi labor como periodista.

Con el paso de los años, conocí tiendas que superan en tamaño al poblado Hoyo de Padilla, pero creo que ningún establecimiento ha despertado tanta admiración en mí como el encuentro con una tiendita perdida en la vastedad de la Sierra del Escambray.

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Sobre el autor: Arnaldo Mirabal Hernández

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