Nostalgias de un mochilero: En la espesura. Fotos: Del autor
De niño me escapaba a recorrer el monte sin saber a ciencia cierta hasta dónde me llevarían mis pies. Detrás de casa quedaba un gran farallón cubierto por una abundante vegetación, y de regreso de la escuela escalaba un sinuoso trillo que me llevaba hasta la inmensidad.
Siempre disfrutaba caminar en total soledad con los sentidos bien abiertos para captar cada sonido, olor y color que me llegaba desde la espesura del bosque. Grandes reprimendas me gané en casa, porque los mayores no entendían esa afición mía por adentrarme a la manigua sin más pretensiones que caminar y descubrir todos los recovecos de aquella área de monte ralo y hierba de guinea que más de una vez acariciaron mis manos, para dejarme sus marcas en forma de arañazos en la piel. Los guisasos se prendían a mis medias blancas, y provocaban los posteriores regaños de mi madre. Aún así no existía regaño efectivo que me alejara de mis caminatas habituales.
En una de esas jornadas hallé un nido de paloma rabiche y me convertí en su protector. Diariamente me aproximaba con sumo cuidado a aquel árbol, que servía de poste a una cerca, para constatar la salud de las posturas, hasta que un buen día presencié dos diminutos pichones. Las visitas continuaron, y el tiempo lo fue marcando el vertiginoso crecimiento del plumaje de las diminutas aves. Recuerdo que una tarde sentí un hondo dolor al percatarme de que los pichones bajo mi cuidado habían abandonado su nido. Entendí la soledad y me creí traicionado, por lo que decidí sumarme a la tendencia de los chamas del barrio y adquirí una jaula para tener mi propia ave en cautiverio.
Mi primer pájaro fue un tomeguín que nunca cantó; y el segundo, un azulejo que, como el personaje de El tambor de hojalata, de Gunter Grass, se negó a crecer, o más bien a transformarse en un hermoso ejemplar añil, como los que presumían mis amigos.
Reconozco que nunca fui un buen criador, a pesar de que asumía la alimentación y cuidado con suma responsabilidad. Recorría grandes extensiones en busca de alpiste y disfrutaba verlos alimentarse. Pero nunca los mostré a mis amigos, para evitarme así la burla de mis compinches. En esas competencias, los más avezados se reunían para presumir del canto y colorido de sus ejemplares.
Fue así que conocí la belleza del Cabrero, la majestuosidad de la Mariposa y el trino portentoso del Negrito. Los admiraba en sus jaulas, extasiado, sin cuestionar nada.
Solo con el tiempo y la suficiente madurez comprendí que las aves son mucho más bellas en su entorno natural. Idea que reafirmo cada vez que retomo mis andanzas de antaño, y con la misma sensación de libertad del fiñe que se fugaba con uniforme después de clase para descubrir el universo, contemplo, arrobado, la belleza de un ave que me muestra su alborozo desde la rama de un árbol.
Incluso, logro conectar con mi pasado e imagino que las palomitas rabiches que se camuflan entre las ramas guardan alguna extraña relación con los pichones que cierta vez protegí.
Y como si desde aquel sendero en el camino definitivamente regresara a mi infancia, me sorprende un nido en una rama sobre una cerca, muy similar al que una vez, hace más de 30 años, también encontré.
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