Crónica de domingo: Veinte años de un país contado por sus pizzas 

Con el tenedor presiona la porción más grande, mientras que con el cuchillo recorta la cuña. Luego llévate a la boca el pedazo y mastica. Tritura hasta que tu corazón bombee puré de tomate con aspirina y tu carne sea masa y el queso fundido se te adhiera en la memoria, como cuando se te chorrea por el borde y te mancha la camisa de pequeñas islas. 

Así me explicaba mi madrina sosteniéndome las manos para que colocara en la posición adecuada los dedos en los cubiertos. Como mismo uno aprende a hacerse mariposas en los zapatos o leer la hora en relojes sin números o a nadar sin flotadores, nunca olvida cómo picar una pizza. Es la primera regla de etiqueta que te enseñan para el bien comer que no resulta lo mismo que comer bien.  

Aprendí cómo cortarlas al estilo lord de servilleta babero con 6 o 7 años, es decir a principios de los 2000. Cuba a duras penas emergía del horno de los noventa y el Periodo Especial. Con los bordes un poco quemados y la salsa aguada, el turismo a través de una economía de servicios trataba de aplacar los vacíos de la agricultura y la industria. 

Antes de proseguir vale aclarar que aquí existen dos tipos de pizzas principales: la de los restaurantes, las que te sirven en un plato con toda su parafernalia; y las que te dan recién salida de la candela y debes hacer malabares con los dedos, porque la cuadrícula de cartón no alcanza para no quemarte o, con mucha pena pedir otro papel al dependiente. El último de estos siempre más barato y asequible, más de esperar en un local de pie en que las moscas sobrevuelan sobre charcas de grasa. 

Mi madrina trabajaba en Varadero, por ello podía invitarme a comer con más frecuencia que mi madre que era doctora de familia. Tal vez no fueran las excursiones con más glamour, en esa se devoran bistec con corbata y la camisa de pasear; pero incluso sentarse en los Rápidos a esperar que el microwave (en ese momento no abundaban en las casas y por ello parecía más aeroespacial sus pitidos) terminara de calentar la pizza precocinada poseía su encanto.

En la adolescencia, antes de tropezar con la nocturnidad y los espejuelos de aumento que se hacen con el fondo de las botellas,  una opción sana podía ser y fue ir a alguna pizzería estatal que, por aquel entonces, aún prestaban servicios y mantenían por lo menos unos manteles rojos que le daban cierto aire de fineza. 

Durante la Vocacional recuerdo que había dos cafeterías: la de «los pobres» y la de «los ricos». En la primera vendían panes con mantequilla o dulce guayaba; en la segunda, pizzas y hamburguesas. Entendí un poco mejor al observar quién compraba en una y cuál en la otra- dónde los de campos intrincados y dónde los de la ciudades, por ejemplo- que como los dos tipos de pizza ( la de la servilleta-babero y la de las moscas y la grasa) convivíamos en una sociedad que comenzaba a escindirse. Incluso en la cafetería de «los ricos» las que ofertaban eran las de los pedacitos de cartón, que históricamente costaban cinco pesos. 

La última con este precio la hallaría unos cuatro años después en un pequeño pueblo. Incluso le tomé una foto al cartel, porque me pareció un hecho extraordinario que aún quedaran de esas. En mi tránsito del pre a la universidad, la finanzas nacionales volvieron a cambiar. El cuentapropismo tomó fuerzas y la inflación comenzó a dejarnos agitados y con la lengua afuera. 

De a poco aparecieron las paladares especializadas en comida italiana. Antes a la hora de pedir solo te debías preocupar si la querías con jamón o perrito o piña o bacon. Ahora tenemos el peperoni y el champiñón ( de este tenía una idea vaga por los hongos de SuperMario). Nos estilizaron y elitizaron los pedidos. Nápoles cabe en un garaje viejo que adornaron con decoración vintage y camareros de delantales negros y camisas almidonadas. Ahora – casi al cumplir los 30 años- tenemos repartidores que no van más allá de mototaxistas con contrato. 

Los restaurantes estatales han perdido sus manteles rojos y los Rápidos, gracias a lo rápido que camina el país, los perdimos de vista, entonces se nota más eso que me percaté desde la Vocacional: nos escindimos. 

Siempre nos restan las que el horno (fabricado con un viejo bidón y brasas de carbón) de tanto usarlo deja flecos tostados en los bordes del círculo y que se vuelven uno de los lugares más crujientes para morder. Las de cinco pesos que, después de la unificación monetaria, ascendieron a 120. 

La nostalgia te mancha el pecho de la misma manera que se te desborda la salsa y el aceite, cuando doblas las pizzas para creerte que al tragar más, matas más el hambre. Una amiga que hace un tiempo emigró hacia los Estados Unidos con Pizza Hut al alcance de un dedo, me escribió por WhatsApp que extrañaba los flecos negros de los hornos viejos y los saleros tupidos.

La pizzas  funcionan como la excusa de los que se quedaron sin almorzar y pueden permitírselo, las que a falta de pan y casabe compraron dos o tres al señor que venía en su bicicleta con una caja negra en la parrilla.  Constituye la opción de los que van al seguro con la carta del restaurante, la de los niños de mala boca, los que las consideran un lujo porque no conocen más nada. Esta Isla de tanto devorar pizzas le bombea puré de tomate por las venas mientras su carne parece una gran masa de harina. (Ilustración: Carlos Daniel Hernández León )

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1 Comment

  1. Muy bueno el artículo.Pero por favor quiero que hagan una crónica o un comentario sobre la diferencia que hay entre el precio de los cigarros q en la Mesa Redonda dieron que los Populares con filtros eran a 60 pesos y ahora se aparecen a 120 y sobre un comentario que hizo el periodista Sergio López en Frecuencia abierta que para los mayores de 65 años iban a dar 3 lbs de arroz gratis y no fue así.Por favor indaguen y si pueden darme una respuesta se los agradecería.Saludos.

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