El cazador de tornados y su hazaña indecible

El cazador de tornados y su hazaña indecible
El cazador de tornados y su hazaña indecible

Si bien en los últimos tiempos un par de temerarios fotógrafos ha popularizado en Matanzas el término “cazadores de tormentas”, nada tiene que ver su manera de entender el concepto con la del viejo guajiro que me regaló esta crónica. Él solito me la sirvió en bandeja, como una “guayaba” difícil de creer, pero gustosa de saborear, y a mí simplemente me corresponde el placer de compartirla.

En calidad de cronista, que es lo mismo que decir cazador de historias, constato que todavía me cuesta asimilar esa anécdota tan insólita, tan de campo, tan de película; pero me la contó con tanta seriedad que preferí tomármela con cierta diversión y la mandíbula medio desencajada. A fin de cuentas, no alcanzan los dedos de las manos ni los municipios de esta provincia para calcular los relatos increíbles que abundan en los pueblos.

A decir verdad, jamás en mi vida había escuchado de su estirpe, la de aquellos hombres de campo que bien podrían llamarse “cazadores de tornados”. Sí, porque su rango de actuación frente a la tempestad es reducido: se limitan a esas espirales oscuras que desarraigan todo a su paso. Y no, no es que posean necesariamente un don esotérico, pero son pocos los que se atreven a salir a combatir semejante fenómeno natural con un simple trozo de cristal por arma. Entre ellos, según él, está Lidio, el protagonista de este relato.

Claro, también tuvo su mentor en la materia. Star Wars nos enseñó que para todo Luke Skywalker hay un Yoda o un Obi-Wan. Con mucho aprecio habla de un anciano, ya fallecido, experto en “el arte del espejo”; este consiste en sostener dicho objeto, preferentemente si es de tamaño mediano, y reflejar en su superficie el tornado a una distancia peligrosamente cercana (a ser posible, como los primitivos ante los mamuts en las pinturas rupestres que nos han quedado). De acuerdo con la teoría, en vez de hacerte volar por los aires, el monstruo se detiene y en breve se desvía hacia donde apuntes con tu instrumento liberador.

El dramático episodio que nos ocupa, si sucedió, sucedió en Bolondrón, aunque a ciencia cierta creo que Lidio es de Cidra… Bueno, si fue en Cidra o en Bolondrón, quizá ni él mismo se acuerda. Es pródigo en desechar datos menores y seguir hablando.

De todas formas, lo importante es el clímax del relato: cuanto interpongamos para llegar allí no es más que un típico preámbulo de calma antes de la tormenta. Y si por tormenta alguien entiende una atronadora risotada, a nuestro “cazador” no le preocupa; lo suyo es narrar muy dignamente una historia que, por deshilachada que esté y cabos sueltos que deje, no conviene interrumpir. 

Foto: Raúl Navarro

Por lo visto, ese día, un sábado de hace por lo menos 40 años, se avecinaba el fin del mundo, como siempre se vocea de patio en patio cada vez que asoma en el horizonte la negritud del cielo. Entonces, Lidio debía estar en mejor forma, con la esbeltez de todo héroe que se precie de describirse como tal, y atendía solo en casa a su hijo más pequeño, todavía de brazos. Por alguna razón no incluida en el argumento, su esposa se encontraba ausente.

En eso, lo peor: un tornado se acercaba y prometía devastar media Cidra, medio Bolondrón, medio escenario de las hazañas de Lidio, fuese el que fuese.

“¡Tranquilidad, caballero, que yo sé lo que hay que hacer!”, gritó con homérica firmeza, y fue en busca de un espejo casi del tamaño de su torso, con un estupendo marco de madera, barnizado y todo. Por lo menos tiene el detalle humanizante de admitir que sintió miedo, aunque se negó a reconocerlo durante el desarrollo de los hechos, para infundir esperanza a los atemorizados pobladores.

Estos, con razón en ambos casos, o bien lo miraban con recelo o bien ignoraban su postura ante la inminente catástrofe. Alguno, al tanto del ancestral método, hasta se burló de que ese simple mortal, ese guajiro común, se sintiese capaz de llevarlo a cabo con un aplomo risible. Otros, al verlo atravesar el portal con el objeto entre las manos y su hijo aferrado al hombro derecho, le gritaron horrores que con orgullo herido no se atreve a explicitar.

Cuenta Lidio que, inmune a los insultos y a los llamados a la cordura, se plantó e hizo frente al tornado. Eran dos oponentes en el más estilizado de los espagueti western. A un extremo de la calle principal, un proto Rambo que, en vez de pérfida ametralladora y niño vietnamita, llevaba a cuestas un espejo salvador y nada menos que a su propio retoño (al borde de la orfandad, eso sí); al otro, un torbellino considerable, emparentado con el que sacó de Kansas a Dorotea y su perro para plantarlos en el maravilloso mundo de Oz.

Llegados a este punto, podemos respirar tranquilos: todo salió según lo instruido por el viejecito de las pacientes enseñanzas y, con destino a otros poblados, la amenaza hizo el rechazo al espejo de Lidio.

Si se hubiera postulado a elecciones, el héroe del día habría salido electo en el cargo que se propusiese a nivel local. Tal cual hace el cuento, muy ingratos hubiesen sido los vecinos sin llevarlo en alto y vitorearlo. Con cuidado, eso sí, de no sufrir los destellos del espejo en los ojos una vez comenzara a despejarse el firmamento.

Lo cierto es, Lidio, que adoro el esotérico sabor de la “guayaba”. Siempre me deja con ganas de degustar más.

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