Llueve sobre mojado y vuelve a llover

Llueve. Llueve sobre mojado y vuelve a llover. La ciudad parece un trapo mojado, de esos que exprimes y exprimes y no logras quitarle la humedad. La lluvia nos ha exprimido, nos ha golpeado, nos ha recordado que como mismo sana y salva también destruye. Tal vez por eso según la Biblia la primera vez que el mundo se reinició por la ira de Dios fue con un diluvio. 

Fotos: Raúl Navarro

Llueve. Llueve sobre mojado y vuelve a llover. En la ciudad de Matanzas con su forma de anfiteatro griego, el agua comienza a bajar desde las últimas gradas, Los Mangos, Bachichi, y mientras más desciende hacia el escenario —que es la bahía— más fuerza adquiere. Entonces, arrastra consigo todas las suciedades que encuentra en su camino: las jabas de basura y por tanto puedes ver que navega sobre la corriente un cascarón de huevo como un pequeño bote de nácar o los periódicos usados, como manchones de peces.

También hallas pedazos de escombros que se desprenden de casas y nos recuerdan que el tiempo y el agua rompe la piedra más testaruda y, sobre todo, la de los edificios a los que el olvido no les ha dado un repello o cambiado sus esqueletos carcomidos. 

Llueve. Llueve sobre mojado y vuelve a llover. En las zonas bajas, el área histórica de la urbe, Pueblo Nuevo o Peñas Altas, las precipitaciones que provienen de las partes altas se acumulan y se quedan ahí. Los sistemas de desagüe del tiempo de la colonia española no dan abasto para liberarnos de las Iras. Y se crean ríos en las avenidas; los automóviles intentan navegarlos, pero están llenos de boquetes y el agua se les filtra por el capó y se apagan al alcanzar el motor.

Parecen el lomo de viejos cocodrilos inmóviles en medio del torrente. Algunos transeúntes, ante el apuro, porque al otro lado de los ríos siempre alguien nos aguarda —tal vez dejaron conectado el refrigerador y temen a los rayos y a los precios de los electrodomésticos—, aunque sean de ocasión, tratan de atravesarlos. Afirman los pies en el fondo de asfalto de los ríos, para que la corriente no los arrastre, como los escombros de las casas viejas. 

Llueve. Llueve sobre mojado y vuelve a llover. La tierra de donde se sostienen los árboles se ablanda y las rachas de viento los columpian una y otra y otra vez, hasta que las ramas superiores, las que buscan el cielo, terminan en el suelo. Esperemos que en su caída inevitable no se lleve consigo el tendido de los postes, porque la electricidad no nos sobra en estos momentos. 

Llueve. Llueve sobre mojado y vuelve a llover. El aguacero oscurece tanto las noches como el día. A las primeras, con sus nubes cargadas les oculta la luna y su brillo tenue; al segundo, aunque no mata a la luz, sí le coloca una película gris y todo parece más gris, más difuso. Por eso, cuando cae un rayo, sus líneas violetas resaltan más en el horizonte. 

Llueve. Llueve sobre mojado y vuelve a llover. El cielo retumba. Los truenos parten las conversaciones a la mitad. Gritas para sobreponerte a ellos, pero suena otro y prefieres callar. Después del Supertanquero le tememos a los relámpagos como a lanzazos del destino. En estos momentos Santa Bárbara no da abasto para tantos ruegos. 

Llueve. Llueve sobre mojado y vuelve a llover. Y aún estamos aquí, en espera de que el techo no se filtre, que el transformador no explote, que los flamboyanes resistan y que, cuando escampe, nosotros aún estemos aquí. 

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