Dos instructores de arte en los albores de la Revolución

La historia de los instructores de arte Nora Hernández (Chiquitica) y René Quirós está estrechamente ligada a la de ese proceso de alumbramiento y efervescencia cultural que fue la primera década de la Revolución. Ambos formaron parte del histórico primer curso impartido en el Hotel Habana Libre, que congregó a las más importantes figuras de la intelectualidad cubana en una ofensiva titánica. 

No se trataba ya de enseñar a leer y escribir solamente, el objetivo era desarrollar sensibilidades y talentos. Chiquitica y René lo recuerdan con orgullo cuando hablan de sus profesores: Miguel Barnet, Rogelio Martínez Furé, Argelier León, Alberto Alonso, Adela Escartín, Raquel Revuelta, María Teresa Linares, Alberto Blanco, Osvaldo Dragún, Blas Roca y Raúl Roa.

“En 1960 abrió la primera escuela de arte para el movimiento de aficionados en Matanzas. De ahí se hizo el primer festival de aficionados en el Teatro Payret, de La Habana, en 1961, y seleccionaron a los que iban a convertirse en instructores”, evoca ella, mientras él apunta: “El curso nuestro fue tan intensivo, seis meses, que las clases duraban casi hasta la madrugada”.

Ambos, desde entonces, han cultivado una carrera de logros profesionales por tres continentes desde los Festivales Mundiales de la Juventud y los Estudiantes, hasta la guerra de Angola o la Nicaragua sandinista; sin embargo en sus memorias hay una etapa que vuelve una y otra vez, que lo hilvana todo como raíz guía, su estancia en la Ciénaga de Zapata a inicios de los 60.

Cuando hablan de los Festivales del Carbón que organizaban allí, la complicidad que compartieron de adolescentes y el regocijo se vuelven evidentes. Hay anécdotas graciosas o tristes, pero sobre todo mucho compromiso con la misión de llevar el arte a los lugares más recónditos. 

“Creo que los cenagueros terminaron por vernos como algo propio, porque logramos integrarnos a la comunidad —cuenta el fundador del proyecto Reparadores de sueños—, lo mismo preparábamos una danza que íbamos a hablar con una señora para convencerla de que se vinculara al trabajo o al estudio. Eso nos curtió mucho, nos enseñó a no sentirnos como la persona que va a educar, sino a ayudar en todo lo que se necesite”.

“Formábamos un grupo muy grande y muy unido —rememora, por su parte, la bailarina y coreógrafa—, Pedro Esquerré, Mercedes Suárez, Agustín Drake, entre otros. Cuando llegué a Soplillar, me acogieron Aida Rondón y Humberto Torres, los padres del trovador Raúl Torres, quienes también eran instructores”.

Para Chiquitica resultó fascinante tener el mar al alcance a cada momento y coger cangrejos con las manos en las cacimbas. Igualmente la impactó cómo, a pesar de ser una zona muy humilde, existía muchísimo racismo y a un hombre, solo por el hecho de ser negro, no se le permitía entrar a una casa y debía pecnoctar en el aula de la escuelita rural.

“Era un momento muy difícil, porque también estaban los alzados rondando la zona y te la ‘aplicaban’ facilito, facilito. Entre ellos se encontraba el famoso bandido Pancho Jutía, aún me acuerdo de una carta que le envió a uno de los compañeros, de apellido del Monte: ‘Te doy 24 horas para que te largues de mi territorio libre’”.

A Quirós tampoco lo querían dentro del bohío de la persona que debía hospedarlo, porque aludía que sus hijas eran señoritas y aquello era todo un escándalo. Al final, terminó por ir a parar a un pollero, junto con las gallinas.

“Me mandaron para Cocodrilo, que en aquellos tiempos estaba mucho más incomunicado y no había luz eléctrica. Yo era joven, tenía pelo largo, pantalones más estrechos y, por supuesto, me miraban con recelo. Recuerdo una vez que mi mamá fue a verme, se quedó horrorizada y quería que me fuera a toda costa, pero nunca me rajé. Cacé cocodrilos, hice hornos de carbón, comí y viví como un cenaguero más.

“Nosotros debíamos preparar una representación, pero primero había que hacer una labor educativa con todos aquellos campesinos. El guajiro que nos apoyó, que era como el líder de la comunidad, se llamaba Pedro: me dijo: ‘Artista, tenemos que ganar el Festival’. Él mismo protagonizó la obra que montamos, que se llamaba Patria o Muerte, le cambió el nombre al personaje principal para que coincidiera con el suyo, y convenció a todo el mundo de participar.

“Los instructores de arte pasamos mucho trabajo, pero nos curtimos, eso nos volvió muy unidos, desde que nos graduamos estábamos pendientes los unos de los otros. Nos convertimos en familia”.

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Sobre el autor: Giselle Bello Muñoz

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