Las grietas del danzón

Miguel Failde con su cornetín en 1879 interpretó por primera vez el danzón y, al acriollar un baile de las cortes europeas, de príncipes y reinas pacatos, creó un juego de seducción y acoplamientos tropicales. En ese entonces, la casona de Río 70, donde hoy ensaya la orquesta Acierto Juvenil, aún no debía mostrar las grietas de ahora, que, de tan profundas, algunas develan los huesos de las paredes. 

Lo único que recuerda la gloria de antaño de la vivienda de dos pisos es un vitral ubicado encima de uno de los ventanales, que parece una faz de iris amarillos y pupilas rojas, un poco churroso, por el tiempo que hace que nadie se ocupa de limpiarlos, y con algunos fragmentos quebrados.

 

PASEO O PRIMER ESTRIBILLO

Debajo de la mirada de vidrio se halla la agrupación. En un círculo se reúnen los músicos organizados por la naturaleza de sus instrumentos: viento, percusión, cuerda. Delante de cada uno de ellos hay un atril con partituras. Los más jóvenes se concentran en ellas; los más viejos, al dominarlas como las líneas del amor y la muerte en la palma de sus manos, casi como un mapa vital, ni las observan y tocan mecánicamente. 

Casona de Río 70, donde hoy ensaya la orquesta Acierto Juvenil, defensora del danzón. Fotos: Raúl Navarro

Orestes, el director, sentado, escucha y sigue con el cuerpo los compases de La que más goza, pieza que interpreta la banda. Ahorita llegará su turno de unirse al ensayo, cuando arriben a la parte del danzón cantado y deba intervenir él como vocalista. Detrás del telón caído de sus párpados, parece que bailara con la mujer que más quiso. Sus dedos tamborilean en el aire y sus pies golpean las losas descoloridas. 

En un punto, al parecer, una nota no le convence y suelta la cadera de la muchacha imaginada y regresa a la realidad. Con un brinco se incorpora y en dos zancadas se coloca frente a Giselle, una de las flautistas, muchacha rubia que puede ser su nieta y que solo cuatro meses atrás se graduó de la Escuela Profesional de Arte. “Tienes que estar atenta al montuno”, le advierte. 

Su proceder denota que en su juventud fue una persona ágil y aún conserva un poco de esa energía nerviosa, pero a los 72 años no lo acompaña el físico. El andar suyo me remite a los viejos rollos de película —como en la época en que al cine mexicano arribaron el son y el mambo con toda su parafernalia y se transformaron en una auténtica furia—, que reproducían tanto en el proyector que la imagen comenzaba a vibrar por el desgaste. Tal vez los movimientos de Orestes conduzcan a esa metáfora, porque, con facilidad, uno puede imaginarlo realizar ese mismo gesto, año tras año, en los más de 40 que lleva en la orquesta. 

A la casona de Río 70 y a Acierto Juvenil le sucede un proceso similar. Bajo la vigilancia de los vitrales, como si fuera el escrutinio de Dios, se han llenado de grietas y herrumbres y cables roídos por los ratones y tambores con cruces de scotch tape. La glotonería del olvido no se satisface con facilidad cuando prueba el primer bocado y durante demasiado tiempo han permitido que este haga y deshaga a su gusto. 

PRIMERA MELODÍA

El día anterior, Orestes Alfonso Crespo me recibió en la entrada del edificio y me invitó a pasar a su pequeño reino. Vestía un par de chancletas con medias, un pantalón de tela, una guayabera, y del cuello le colgaba una tira de cuero con un mazo de llaves, como un dije.

A primera vista, la casona de dos pisos exhibía sus heridas, sus pústulas, al igual que pedazos de carne que se le hubieran desprendido. En las cornisas y entre algunos travesaños del techo, los gorriones han construido sus nidos y, de vez en cuando, se asomaban desde ellos para contemplarnos, mientras avanzábamos. Me pareció que, ante el abandono del hombre, la naturaleza empieza a apoderarse del sitio. No solo lo escribo por las aves, también por los helechos que brotan de las rajaduras, como surtidos de sangre verde, y el musgo que se expandía por los rincones de sombra. Le pregunté a mi guía si el lugar se encontraba en peligro de derrumbe y me contestó con un “¡Nah!”, y continuó su recorrido. 

Como casi todas las casas coloniales, posee un largo patio central a cuyos costados en otra época habría disímiles instancias, pero ahora estas, por lo menos las que no se hallan en demasiado mal estado, las transformaron en viviendas. El local de ensayo queda en el antiguo recibidor. Es una habitación grande, de techo alto. Contra las paredes se amontonan diferentes muebles y objetos para dejar el centro libre para que se organicen los músicos cuando corresponda ensayar. 

Orestes me invita a tomar asiento en una silla con espaldar de madera, como las que abundaban en las escuelas primarias antes de que aparecieran las de plástico negro, y esto acrecienta mi sensación de desfasaje. Entonces, comienza a contarme la historia de la orquesta que dirige oficiosamente, porque oficialmente, como me relataría un poco después, ningún papel, de esos que tanto les gusta a quienes tienen por pecho un archivero, lo reconoce como director.  

Aunque se unió nueve años después de su fundación, nadie conoce mejor los detalles de su devenir. “Es de Unión de Reyes y se creó el 24 de octubre de 1964 —inició su recuento—. Este año cumplirá 60 años de fundada. Ha pasado mucho tiempo desde entonces”

Para demostrarme su afirmación, busca encima de una mesa, entre un montón de papeles, una fotografía. Un grupo de muchachos, que sostienen diversos instrumentos, con sus espendrús y felices, como deben lucir los muchachos, organizados en una ancha escalera, le sonríen a la cámara. La arquitectura al fondo denuncia un edificio de facturación soviética, de los que crecieron por toda Cuba cual flores de calabaza para utilizarse como escuelas en el campo. “Eso fue en un pre en Unión de Reyes, y te pago si me reconoces en la foto”. 

Al notar que dudaba por cuál de las caras felices decidirme, con uno de sus dedos largos me señala una. “Yo tenía 20 años ahí”, y suelta una ligera risa por debajo de la cortina de su bigote gris. Luego, el dedo se traslada de rostro en rostro. “Este se murió. Este está enfermó grave. Este está muy viejo para tocar. Este se murió. Este se murió, —y así prosigue—. Él único que queda de esa gente soy yo”, concluyó. 

No noté tristeza en su voz, sino resignación. Supongo que a cierta edad uno hace las paces con la pelúa o la flaca, o la flaca pelúa, o como quieran llamarle a la muerte; aunque siempre será una mujer, no me pregunten por qué. 

“Nosotros estamos para cuidar el género del danzón. Se está perdiendo. Son muy pocos los muchachos jóvenes que lo tocan”, comentó a continuación. Ahí sí se sintió un tono pesaroso en sus palabras. Tal vez acepte con más facilidad la idea de la ida de un amigo a que la desmemoria, bicho omnívoro, devore una partitura o una melodía. 

Volvió a colocar la foto entre el montón de papeles y regresó a la silla, a mi frente, y con su hablar nervioso, como si las palabras le dieran traspiés con los recuerdos, prosiguió con su relato.  

“En 1979 iban a hacer el Cubadanzón. Nos trajeron para el albergue del Circo Atenas, un lugar que queda ahora por el Oro Negro. Estuvimos varios años y de ahí nos pasaron para acá, porque nos dijeron que esto lo iban a reparar, pero todo quedó en un ‘más nunca’”. 

Hizo ese gesto de frotarse las manos y realizar un pequeño aplauso que se puede traducir como “y ya” o “finish” o “kaput”. La promesa de arreglar la casona nunca se cumplió. Con los años las grietas han crecido. De las más grandes se desprenden otras pequeñas como un río y sus afluentes en un mapa o el esqueleto de un pez y, poco a poco, se apoderan de los muros.   

“En un momento vivimos los 15 miembros de la orquesta en este lugar. Como éramos de Unión de Reyes y ensayábamos martes, jueves y viernes y actuábamos sábado o domingo, estábamos más aquí que en nuestras casas. Solo de lunes a miércoles u otro día libre íbamos a ver a la familia. Comíamos en un comedor de Cultura, gracias a una dieta. Un buen día la quitaron; algunos se quedaron aquí, y se pagaban con su propio dinero la alimentación, pero otros se fueron”.

Puede que la vida en carretera atrape, como cuando en un automóvil en marcha te pones a observar la procesión del asfalto y te quedas hipnotizado por el gris. Tal vez eso les ocurrió a los integrantes de Acierto. “Llevábamos el danzón a todos los municipios, porque éramos la orquesta insigne del danzón en la provincia”, el orgullo con que pronunció la frase lo deslucían las pústulas del lugar y la suciedad de los pliegues de su guayabera.  

Esos hombres abandonaron casi por completo, muchos de ellos ya en las autopistas elevadas del más allá, el beso de buenos días con sabor a café y el de buenas noches para buscar su ración de amor, por la caricia de vidrio de la boca de las botellas y los lechos en fuga. O no, porque caeríamos en estereotipos; quizá dejaron todo atrás para dedicarse a lo que amaban, preservar de manera constante y sonante, sobre todo sonante, nuestro baile nacional. 

“Estuve 29 años casado e hice una familia. Me separé de la madre de mis hijos y a ellos los dejé en mi casa. Hace 17 años que me fui de ahí”. 

Cada vez que Orestes cambiaba de posición en la silla —cruzaba las piernas y apoyaba ambas manos en la rodilla, o colocaba el codo encima del espaldar o se echaba para adelante— tintineaba el mazo de llaves que colgaba de su cuello. Mientras él realizaba uno de esos movimientos con el fin de organizar su discurso, yo aprovechaba para fijarme en el mobiliario. Este abarca todo el perímetro del local; excepto los ventanales, la puerta y un espacio vacío en el medio, para que los músicos puedan acomodarse a la hora de ensayar. 

En la pared a mi izquierda se amontonan, como una barricada de trastos, estuches de instrumentos vacíos, amplificadores rotos, cajas, un closet pequeño que encima sostiene un altar a San Lázaro, con vasos plásticos y flores, y la postal clásica del santo de pecho cadavérico con los perros callejeros a su saga. Me pareció que, en cuestiones de alturas simbólicas, el lugar marcaba bien las diferencias: en lo más bajo los hombres con sus chácharas y chachachás, sus penas y sus glorias; en el intermedio, San Lázaro como mediador, como guía; y en lo más alto los ojos multicolores del vitral.

En el extremo opuesto estaban colocadas en fila unas taquillas, de uno de sus bordes colgaba un perchero con una camisa, por tanto, deduje que ahí se guardaba el vestuario. Al lado de ellas, una litera que conserva solo la parte de abajo, mantiene en la sábana sin alisar las siluetas de quien durmió en ella la noche anterior. En una de las barras estaba tendida una toalla azul deslucida, como ciertos orgullos. 

A un costado de la cama, sobre una silla, había un televisor culón; y en el piso dos hornillas eléctricas improvisadas, cuyas carcasas no combinaban con las resistencias, como si las hubieran armado con piezas de aquí y allá; sobre estas reposaban unos calderos con costras de comida. Bajo una mesa, a unos pasos de distancia, se agrupaban una serie de cubos con agua y encima diferentes instrumentos de cocina: sartenes, cuchillos, cucharas, vasos, y unos boniatos. “¿Usted vive aquí?”, pregunté.

“El ojo del amo engorda al caballo y aquí tenemos instrumentos, y hay que cuidarlos”, me contestó al escapar de su ensimismamiento. 

Luego me explica que ese lugar siempre fue un albergue de la Empresa de la Música Rafael Somavilla y que en la delantera de la casona fue donde ubicaron a Acierto hace más de tres décadas ya. No obstante, tres años atrás le cedieron las habitaciones en el patio interior —las que observé al llegar— a algunos integrantes de la orquesta, como él. 

“Tengo mi cuarto atrás, pero radico aquí porque está roto”. A él le ofrecieron esa sección de la casa y la posibilidad de un subsidio para arreglarlo; pero a Orestes, con 72 años en las costillas —aunque no haya perdido esa energía nerviosa con la edad—, le resulta complejo acotejar el sitio con esfuerzo propio. Probablemente, todas sus fuerzas se centren en mantener en pie la orquesta. 

Quizá la Empresa no pudo ayudarlo en la construcción de su vivienda; pero, por lo menos, podría acondicionar un poco el local de ensayo. Al final, constituye el único espacio de la casona que aún les pertenece, y una mano de pintura o un repello en las grietas de las paredes —parecidas a las del danzón— no estarían de más.   

“Te habla un hombre que se ha metido en muchos fuegos, que ha hecho muchas cosas. Yo lucho y he luchado. Es una lástima que a esta orquesta no la hayan atendido, por lo menos como deben hacerlo”, me confesó. 

ESTRIBILLO

Los ojos de los vitrales parecieran acusar a alguien, por la manera en que no se mueven a ningún lado, solo están ahí, fijos, como voyeur de vidrio. La luz que lo atraviesa en ocasiones motea los rostros, los instrumentos o la ropa de los músicos. 

Orestes hace una seña, después de conversar con la flautista, para que continúe la música que se detuvo mientras él hablaba. Ahora inician un nuevo número, Masacre. Comienza el primer estribillo o paseo, una de las partes en que se divide el danzón: primera melodía, segunda melodía y montuno, y entre cada una de ellas un estribillo. 

Camina hasta el centro del círculo que conforman los miembros de la banda, y se mantiene ahí de pie y cierra de nuevo los ojos. Agarra a la mujer imaginada por la cintura y prosigue el baile. Su cuerpo traduce sus pensamientos. Pam pam. Da pequeños pasos, como si danzara en cuatro adoquines. Pam pam. En estos momentos no le preocupa que a la orquesta le falten integrantes, de los 15 necesarios, solo hay 12; o que, incluso, se hayan ausentado del ensayo algunos de estos, unos porque viven en Cárdenas y Jagüey y no pudieron embarcarse para la ciudad de Matanzas. Pam pam, y una pequeña vuelta.  

Tampoco piensa que un individuo estático es un hombre muerto. Igual sucede con las orquestas a las que la carretera se les vuelve esquiva con los precios de la gasolina. Pam pam. Mientras gira con su muchacha, no le importa que esté a finales de mes y aún no haya cobrado. Pam pam. La Empresa se ha demorado en los pagos y lo único que tiene para comer es un poco de arroz y boniato. Pam pam. 

SEGUNDA MELODÍA

Orestes me expuso, al dialogar con él, que el abandono de la orquesta se prolonga desde hace varias décadas; al irrumpir la covid-­19, todo empeoró —“se chivó aún más”, expresó con un resoplido—, y les cuesta encontrar lugares donde actuar o cómo obtener ganancias. 

Si bien cuando se creó la banda en el 64 no solo la palabra juvenil estuvo bien empleada por el ímpetu y el espendrú —a él solo le queda un poco de cabello a los costados de la cabeza— de sus integrantes; el tiempo, el implacable, poco a poco, lo convirtió en una especie de ironía. El otro componente de su nombre, Acierto, podríamos plantear, si lo analizamos con los pies bien firmes en el suelo y no danzando en las pistas de baile, que ha adquirido también la condición de broma. 

Tal vez mantienen el proyecto por testarudos; nunca he conocido a ancianos que no lo sean. Si sucede por dicho motivo, entonces, necesitamos más cabezones como ellos y menos apáticos —esos que se debieron quedar en sus camas porque en las descargas se esconden en un rincón con los brazos cruzados sin sumarse al jolgorio—; quizá así no perdamos tantos legados vivos que permitimos que se los trague el olvido con su glotonería. 

“Pienso que la orquesta no fue bien atendida. Entré en 2019, y un grupo con tanta tradición creo que merece un trato diferente, por ejemplo, en lo que se refiere a local de ensayo, en el que tú, así, normal, veías un ratón debajo de una cama y los instrumentos no eran buenos. En fin, un poco complicado todo”, me declara Chaltdryan Panamá Pita, un exintegrante de la banda que recién graduado de la ENA se incorporó a esta y permaneció en ella por cuatro años. Ahora lleva a cabo una carrera como cantante y actor.  

Acierto Juvenil pertenece a la Empresa Comercializadora de la Música y los Espectáculos Rafael Somavilla y posee el estatus de subvencionada. “La resolución 70 del Ministerio de Cultura recoge que el Estado protege a estas agrupaciones por su alto valor artístico”, explica Osbel Marrero Acosta, director provincial de Cultura. 

Los artistas que no se encuentran al amparo de dicha condición deben gestionarse sus propios ingresos; sin embargo, los que sí, reciben un salario según la categorización que posean. “En mi caso, gano 3 097 pesos mensuales”, me informó Orestes, mientras miraba unos huesos de vaca casi consumidos en un rincón y que, al parecer, mantiene como recordatorio de épocas con más sustancias proteicas. Tales ingresos en un país en que la libra de arroz se monta en los 170 y la de boniato en 40, lucen como algo meramente simbólico. 

“Los artistas protegidos deben cumplir con un plan de varias actividades, entre las cuatro y seis que deben programar en conjunto la Empresa de la Música y las Direcciones Municipales de Cultura”, explica Bárbaro Alexander Guerra Isasi, especialista principal del Departamento de Desarrollo Artístico de la Somavilla

Además, las agrupaciones subvencionadas también pueden realizar presentaciones comerciales aparte de las programadas. Las regalías de las mismas, menos un porciento que le pertenece a la identidad que los representa, les corresponden a ellos, tanto para aumentar sus ingresos personales como para poder invertir en la banda. Sin embargo, constituyen pocas a las que pueden acceder. “Ese elemento comercializador es responsabilidad de la Empresa de la Música que debe buscarles trabajo”, acota Marrero Acosta.  

La mayoría de los integrantes de Acierto Juvenil, o por lo menos su núcleo duro, proviene de una época en que todavía se soñaba con la zafra de los 10 millones y se confiaba en la imbatibilidad del spam en lata soviética. El arte, en ese entonces, no se concebía como un combate por la supervivencia. Hoy en día, en tal trifulca sale triunfador el que más conexos posea y el que más se “mueva”, pero las orquestas también se sostienen sobre los huesos de sus miembros, que en seis décadas se desgastan así como su locomoción. Ellos tratan de mantenerse a flote en un contexto que no comprenden del todo, porque ha cambiado más aprisa de lo que ellos han evolucionado. 

Convivimos con proyectos, como la Orquesta Failde, de procedencia matancera, que han demostrado que la música tradicional puede ser lucrativa y del beneplácito de audiencias más jóvenes. Sin embargo, ellos juegan con ventaja al ser la mayoría de sus miembros jóvenes y no estar atados a ciertos convencionalismos en el repertorio y la percepción de un danzón puro que enarbola, tal vez demasiado, Acierto.  

Por la desincronización les cuesta entender temas, tan naturales para los que nacimos varios años después, como que hoy lo que no aparece en las redes no se legitima, o que en esta época el hombre vela por sí mismo y no puede recostarse a esperar por las instituciones. Las entidades responsables de su protección no pueden solo limitarse a entregarles una mensualidad, sino que también deberían ayudarlos a abrirse paso en un hábitat que por desconocido les resulta hostil.  

“La función de la Empresa es comercializar todo su catálogo, aunque sean subvencionados. Además, no es solo buscarles trabajo, sino también darles promoción en radio y televisión, apoyarlos en las redes sociales tan importantes ahora”, explica Guerra Isasi.

También ocurre que, por ejemplo, si consiguen —tal vez le rezaron lo suficiente al San Lázaro encima del pequeño closet o le sostuvieron la mirada al vitral— una actividad comercial, la Somavilla debe gestionarles el transporte o ellos mismos deben buscarlos. Lo primero no ocurre y para lo segundo sus finanzas no alcanzan; entonces, caen en un punto muerto, en un círculo vicioso. “La Empresa de la Música debería tener una estrategia comercial y un sistema de atención a sus músicos”, confirma Marrero Acosta. 

“Para serte sincero, he notado que a nadie le interesa la situación de Acierto Juvenil. Ese es mi parecer”, afirma Guerra Isasi y asume que desearía poder ayudarlos más desde su puesto. “¿Por qué ellos no pueden tener una peña mensual en el Parque de la Libertad o un espacio en la Casa de la Música de Varadero? Al final, el turismo viene a buscar la tradición cubana y el danzón es tradición de Cuba y de Matanzas”, inquiere. 

A los grupos subvencionados también se les otorga un presupuesto para gastos extras, como arreglos de vestuario o dietas cuando van a actuar a algún sitio lejano; mas, este resulta tan nimio que no alcanza para lo que fue concebido, menos aún para otros de mayores requerimientos como renovar o arreglar los instrumentos.   

“A las agrupaciones subvencionadas el Estado siempre nos daba los instrumentos, como nos dio estos —me argumentó Orestes cuando lo entrevisté y mientras hablaba me señaló algunos desperdigados por el local, parcheados o con claras marcas de deterioro, y otros inservibles ya, relegados a la barricada de los trastos— pero eso fue hace 30 años. Hablé con el director de la Empresa sobre ese problema, porque nosotros como subvencionados no podemos pagarlos”.

Un violinista sin un violín no es violinista, solo un tipo ansioso. En algunas guerras —y anteriormente planteé que el mundo artístico se parece demasiado a un campo de batalla— enviaban los soldados al frente sin fusil y estos debían recoger los que abandonaban los muertos y proseguir. Acierto Juvenil siquiera puede recurrir a esa opción, porque ya se encuentran a poca distancia, si todo sigue igual, de la flaca pelúa, que no solo viene por los hombres, también por las orquestas. “Yo no puedo comprar instrumentos musicales, porque no tengo presupuesto. La Empresa debe resolvérselos, o ellos por gestión propia”, expone Osbel. 

“En la cuestión de vestuario e instrumento, la Empresa sí tiene responsabilidad. Como subvencionados que son, esta tiene que responder a eso, pero falla mucho la comunicación de la Institución”, reconoce Bárbaro Alexander. 

“En el país no hay tiendas estatales para comprar algunos de los instrumentos que utiliza Acierto Juvenil. Artex oferta guitarras, por ejemplo, pero no otros, y es difícil conseguirlos de manera institucional”. De alguna forma se disculpa y volvemos tropezamos con otro punto muerto, con otro círculo vicioso, y el Acierto luce menos acierto.          

ESTRIBILLO

Los ojos de los vitrales, como un padre que receloso vigila a su hija, contemplan cómo un señor nervudo con esa boina que parece uniforme de los músicos de géneros tradiciones y jazzistas y que a sus pasillos la edad con sus contrapesos no le han restado elegancia, baila con su mujer imaginada.  

Masacre termina. Al unísono, la banda cambia las hojas de las partituras en sus atriles. Por un momento el silencio solo se rompe por el fru-fru-fru del roce del papel. Ahora le corresponde al turno de Lo que más busqué. De todo el repertorio de la orquesta, ese es el número que más le gusta cantar a Orestes. Lo compuso un amigo suyo años atrás y “posee algo de modernidad, pero regresa a los orígenes”. Acierto Juvenil siempre ha bregado por eso, por regresar a los orígenes o, más bien, por preservarlos, quizá con un exceso de ahínco.

La agrupación comienza los primeros acordes y él se pierde otra vez dentro de sí y entrelaza el brazo con su mujer imaginada. Si se concentra lo suficiente puede sentir en su rostro la brisa del abanico que ella agita y escuchar su taconeo en las baldosas. Primero viene el paseo. En ese momento, los danzoneros hacen alardes por la pista, caminan con lentitud y coquetería, porque la seducción y los apremios no se llevan. Ambos recorren el borde interior del círculo que conforma la banda. Él exhibe a su pareja invisible a los músicos, se pavonea un poco. Ella es la chica más hermosa del lugar y le concedió una pieza más.   

Como sucedió con El que más goza, abrió los ojos. Algo no le convino. La melodía cesó y las miradas de los instrumentistas se posaron en él. “La introducción se toca dos veces —comenta—. Hay que darle más tiempo para que los bailadores caminen, antes de romper”. Quería pavonearse más, mostrarles a todos lo afortunado que se sentía con su compañera —que puede ser la pelúa o la primera señora que movió los pies con Las Alturas de Simpson o la madre de sus hijos o una jovencita azorada en un pueblito perdido en la campiña matancera que le robó un beso y luego se perdió en los entresijos de la memoria— y le cortaron la inspiración. 

Con una seña suya, reinicia la canción. Esta vez no se pierde dentro de él, sino que se mantiene alerta. Va de atril en atril y realiza un gesto para que le pongan más ganas al asunto. La introducción concluye en el instante debido y el tema alcanza su auge. Tararea para sí un poco y, cuando ello no le basta, estira el brazo para invitar a bailar a la flautista, la misma que advirtió al principio que cuidara el montuno. Tal vez creyó que sobraban ya las ensoñaciones o que de recuerdos no se sustenta uno, porque la nostalgia te sepulta y a él aún le resta bastante por llevar a cabo. 

Bajo los ojos de los vitrales que ahora parecían más benévolos, quizá porque el sol se había trasladado en el cielo y la luz que lo traspasaba incidía de una forma diferente en el local, el ensayo se convirtió en un bailable, como si un país cupiera en un danzón.

MONTUNO

Hay músicos que aprehenden el ritmo de un pueblo. Ellos no los crean. Siempre estuvo ahí —en el constante batir de las olas contra las dos costas, como una caja de música perenne, en el trapiche, en el siseo del sol del mediodía en la piedra, en el pregón, en el crepitar de la hoja del tabaco cuando se prende un Habano—, pero nadie lo había comprendido antes. 

Miguel Failde lo logró con su cornetín a cuesta. Él fue el patriarca. Siguieron sus pasos (de baile) Aniceto Díaz con el danzonete, Enrique Jorrín con el chachachá, Dámaso Pérez Prado con el mambo, entre otros. Por ello, no sorprende que el danzón sea nuestro Baile Nacional, y que luego le otorgaran la distinción de Patrimonio Inmaterial de Cuba en el 2013. Su conservación y difusión puede considerarse una deuda de nosotros con nosotros mismos. 

Acierto Juvenil intenta, desde su casona medio derruida, con sus ratones como grises ráfagas entre los estuches vacíos de los instrumentos amontonados en la barricada de trastos y la madera carcomida de los travesaños, que los paradigmas de nuestra cultura, como hoy la interiorizamos, no se extravíen en los sintetizadores y consolas de la modernidad. 

Sin embargo, se enfrentan a retos en el ámbito de lo material y en lo técnico. En este último aspecto, se imponen dos contradicciones fundamentales: la vieja oposición entre lo académico y lo popular, y si este se puede aprender en un conservatorio mejor que en la tarima; y hasta dónde se puede experimentar y actualizar un género tradicional sin que este pierda su naturaleza.

“No tuve el chance de ir a la escuela, como la suerte que tienen los muchachos de hoy que nacen y ya están ahí. Yo llegué hasta el noveno grado, que saqué ya de mayor”, me relató Orestes en algún punto del encuentro que sostuvimos. 

Después buscó, entre el mismo montón de papeles donde estaba la fotografía en blanco y negro en la escalera del pre de Unión de Reyes, un pequeño diploma del año 84, amarillento y ajado, que lo reconoce como obrero calificado en la categoría de vocalista. “Quise ser técnico medio y no obrero calificado, pero no me lo permitieron, porque yo era cantante de música popular”, me confesó con un poco de tristeza. No creo siquiera que, actualmente, exista esa metodología o se entreguen títulos de ese tipo.  

Muchos han muerto a través de 60 años, la mayoría por vejez, pero se marcharon mientras trabajaban en lo que amaban, como si la pelúa los hubiera agarrado antes de que pudieran tocar la última nota y esta quedara como un vaticinio en el aire. De a poco se han sumado jóvenes desde la enseñanza artística, y con ellos nuevas maneras de entender los procesos. 

“Llegué por el servicio social cuando me gradué de la ENA en La Habana y me ubicaron ahí como flautista. Permanecí por cuatro años. Durante ese tiempo aprendí muchísimo; todos los estudios en la academia son clásicos. Entonces, al llegar a una orquesta popular, se me pegó la música cubana”, cuenta Chaltdryan. 

“Recuerdo a Pablo, un flautista, que en paz descanse. Yo le decía ‘mi padrino’. Me enseñó muchísimo, porque como tal los géneros tradicionales, como el mambo o el chachachá, tienen su propia forma de hacerse. Él dominaba todas las mañas. Por donde tú creías que no se podía, él se iba por ahí. Ese señor mayor tenía unas inmensas ganas de tocar. Incluso sin dientes la flauta le sonaba. Lo tengo siempre en la mente. Desde que llegaba a los ensayos, decía: ‘¿Quién preguntó por mí? ¿Fulanita?’, muy mujeriego él”, me relata a través de un audio de Whatsapp. 

Una compleja dinámica generacional se ha creado puertas adentro (por cierto, una puerta parcheada con pedazos de cartón, por tapar los agujeros en la madera) de Acierto Juvenil, porque las nuevas incorporaciones provenientes de la academia arriban con ímpetu y maneras de hacer diferentes a las que los más longevos han desarrollado por décadas. 

“Uno llega con muchos deseos de aportar ideas y algunos de ellos no están de acuerdo contigo. Están muy arraigados a ese danzón tan tradicional; entonces, si les quitas eso, comienzan a sentirse mal. Se han producido enfrentamientos”, relata Panamá Pita. 

“La música popular se aprende empíricamente. En las escuelas lo que se tecnifica”, sentenció Orestes cuando nos encontramos e hizo ese gesto de chocar las palmas y luego abrirlas, que viene a traducirse en: “y no se hable más”, “guarde usted esos documentos”, “una verdad como un templo”.   

Durante años nuestra enseñanza artística ha obviado la música popular y se ha enfocado en la clásica. Chaikovski, muy campante, toma sol en la tumbona, mientras Benny Moré le sirve un mojito. Con alguna forma de eurocentrismo, se han negado muchas veces la riqueza y el impacto de los ritmos tradicionales y se han decantado por una tradición artística, bella y universal, pero que nos representa solo en parte, como también pudiera hacerlo —incluso más— el son o la guaracha.

Giselle Alejandra Cardoso Izquierdo, recién graduada de la Escuela Profesional de Arte de Matanzas, la flautista que Orestes primero regañó y luego invitó a bailar, cuenta que en su centro estudiantil solo hace poco tiempo se inauguró la cátedra de música popular.

La discusión de si la vertiente popular se aprende en la calle, como a jugar bolas o comprar turnos para el carnet de identidad, o a través de una regia pedagogía está de más. Ambos métodos resultan válidos. ¿Quién pudiera negar que canciones como Lágrimas negras, del Trío Matamoros, o Rompiendo la rutina, de Aniceto Díaz, aunque hayan surgido de la bohemia nocturna y de las rumbas de esquina, no pueden considerarse clásicos del repertorio de esta Isla y sean dignos de estudiarse? Tampoco puede esconderse que algunos de los grandes compositores e instrumentistas de este país aprendieron sin pisar un conservatorio. En vez de crear una dicotomía entre ambas formas, se debería fomentar la retroalimentación de la una con la otra. 

Evitemos, por otra parte, los excesos de purismo o la terquedad con que algunos de los señores mayores se oponen al cambio y en el esfuerzo loable, por qué no, de conservar lo más impoluto posible un género musical, se niegan a las nuevas versiones. El pasado no puede colocarse en una vitrina, como un objeto museable, y propinarle un manotazo a cualquiera que trate de tocarlo. Sin perder las esencias, debemos renovarlo, moldearlo a los nuevos contextos.

Sin embargo, en este proceso no podemos ignorar a aquellos, tal vez un poco reacios a las transformaciones, pero que, con sus herramientas, más o menos refinadas o legitimadas, han defendido un género como el danzón, en innumerables madrugadas hasta que ellos mismos han adoptado las cualidades de la noche. Transitan de la festividad más abarrotada a la soledad más aplastante, y juntan en sí la lascivia y la melancolía, la bulla y el silencio, las candilejas y lo invisible.    

A Orestes, los miembros de la orquesta o cualquiera, que como yo se acerque a conocer la historia de la agrupación, lo consideran su director. No obstante, ningún nombramiento lo declara como tal. “Me dijeron que yo no podía serlo porque no estaba capacitado”, refirió. Incluso, han intentado traer a uno nuevo, joven y egresado de la academia, para que oxigene la banda, me explica Osbel, el director provincial de Cultura.  

Más allá de los requisitos técnicos necesarios para ocupar tal responsabilidad, se debería colocar en la balanza que nadie domina mejor el devenir y el alma —tal vez esta sea la mujer con que él danzaba en los ensayos, pero eso nunca lo sabremos— de la agrupación. “Institucionalmente, como no pasó una escuela, se maneja que no puede ser director, pero nadie conoce mejor a Acierto que él. No se trata solo de conocer la técnica, sino también el espíritu y la historia”, reconoce Alexander, especialista de la Somavilla. 

El danzón hasta en el nombre muestra esa cualidad del cubano de llevar todo a sus últimas consecuencias. No es una simple danza, sino un danzón, una grandísima fiesta para el tímpano y el cuerpo que permanecerá en ti. Olvídate de desprenderte de él; mucho menos intentes pasarle por el lado y fingir que no lo oíste, o hacerte el sueco. No eres sueco, tú naciste en una tierra que hasta en la sombra hay calor. Llevas esas melodías hasta en el tuétano. 

Bajo la mirada inquisitiva de los vitrales desde lo alto y los ratones desde lo bajo, Acierto Juvenil prosigue en la vieja casona de Río 70, con sus grietas, como las señales de un organismo en descomposición, su bregar entre la glotonería del olvido y lo vertiginoso del tiempo, del cual no puedes darte el lujo de apearte e intentar seguirlo a tu paso, porque te quedas solo con la estela, con lo que fue y ya no es. Orestes, en cada ensayo, cerrará los ojos para reunirse con su mujer imaginada, hasta que no los abra más y se quedé ahí, en una danza infinita, entre paseos, montunos, abanicos y zapatos de vestir. 

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