Cuando niño varié tantas veces lo que quería ser cuando fuera grande, como en ocasiones vaticinaron nuestros economistas que el PIB de Cuba iba a crecer. De tanto gustarme la serie CSI, quise convertirme en técnico forense y descubrir criminales gracias a la ciencia; pero después de unas ocho temporadas de Tras la huella creo que aquí se emplean otros métodos más del tú a tú, del dime que te diré, que algún aparato o técnica.
En la primaria, un día nos llevaron por un círculo de interés —no sé si aún existan o si se ha perdido el interés en ellos— a una estación de bomberos, y nos permitieron lanzarnos por el tubo que bajaba desde los dormitorios donde se ubicaban los carros y, mientras me deslizaba, imaginé que pateaba una puerta para rescatar a una familia en medio de las llamas con mi mejor pose de superhéroe. Ya adulto, pude entablar amistad con algunos de ellos y me percaté de que la heroicidad a veces no resulta tan épica como aparenta.
En otro período me decanté por la medicina, pero mis padres, ambos doctores, me repetían una y otra vez que para ser bueno ahí había que estudiar toda una vida, y a mí nunca me agradó hacer tareas. Me iba a aburrir a morir, si ya con las fracciones y los verbos irregulares lo hacía.
No obstante, eso sucedió dos décadas atrás y habitábamos “otro país”; es decir, el mismo, pero aquí de un año a otro todo cambia, como si la Isla caimán mudara de piel una y otra vez. Por ello, en estos días me he puesto a reflexionar qué querrán ser cuando crezcan los infantes de esta generación, que aprenden a cacharrear un teléfono antes de ir al baño solos.
Tal vez alguno de ellos quiera convertirse en el dueño de un bar y moverse entre botellas de brandy y curacao, con camareras hermosas que trabajen para él con uniformes ceñidos al cuerpo, porque el alcohol y la sexualidad velada constituyen un buen coctel. Además, cuando el del fisco visite su establecimiento, podrá exclamar como Humprey Bogart en Casablanca, por qué de todos los bares del mundo tuvo que entrar en el mío.
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A lo mejor, decida regentar un lugarcito de estos que puedes hallar en la sala de una casa o en un portal o en un garaje, de los que se han transformado en las nuevas shoppings. Las viejas se encuentran ahí todavía, pero, parafraseando a Martí, si me topo con el color de esa moneda allí, no puedo entrar; en otras, a través de las vidrieras, solo contemplas los estantes de aluminio vacíos como las espinas de inmensos peces. Entonces, ellos se apropiarían de ese filón y venderían la jaba de pan a 250 pesos y el refresco Zuko a 70 el paquetico, para que no te atores con tanta harina.
También siempre queda la opción de crear su propio emprendimiento, si desde pequeños fueron creativos, el dibujo se les daba bien o en corte y rasgado obtuvieron Excelente con estrellita en preescolar, entonces en un futuro podrían, no sé, fabricar sus propios pulsitos o collares, y luego venderlos en alguna plaza pública de la ciudad, o pintar esos lienzos que ya se han vuelto parte de nuestra identidad corporativa, como país de almendrones y mulatas vestidas a la usanza del siglo XIX con su tabaco ladeado en la boca.
Si por alguna casualidad poseen un pensamiento más humilde y no sueñan a lo grande, siempre podrían convertirse en carretilleros y ofertar coles como si fueran coronas de emperadores o ajíes cachuchas como pepitas de oro, como las que los españoles nunca encontraron en nuestros ríos. Así podrían deambular libres, con su carromato, como gitanos tropicales y urbanos.
Otra opción consistiría en convertirse en boteros —aunque, si los precios del combustible continúan en aumento, ahorita por las avenidas volverán a transitar quitrines y carruajes, y entonces serán caleseros o carretoneros—, e ir de aquí para allá en su motocicleta o automóvil, libres como el viento a sabiendas de que el hombre no puede ni quiere quedarse en el mismo lugar a pesar de que el ascenso de los costos se mueva más aprisa que un motor de combustión.
Más allá de la sátira o el chucho de este texto, creo que siempre quedarán aquellos que quieran ser médicos o maestros o ingenieros, porque todas las profesiones u oficios son hermosos si nos sentimos a gusto en ellos. Déjenme aclarar, antes de que alguien salte, que las alternativas mencionadas en los párrafos anteriores resultan tan dignas como cualquiera. A veces, las vocaciones con el billete no coinciden y las orientaciones profesionales deben desviarse por los cierres de carretera de la economía; mas, igual te pregunto: ¿qué quisiste ser de niño y si pudiste cumplir tu sueño?
de niña quería ser maestra, de jovesn periodista y terminé y haciendo dos las dos cosas que amo, pero la vida me ha hecho darle espacio a los dos amores, para inclulcarme un oficio que me apasiona cada día más y me da el sustento para poder vivir, la repostería. me encantan tus crónocas Gille, soy tu lectora de lunes.