Durante una de esas limpiezas apoteósicas de fin de año, encontré el dibujo que me hizo, en 2004, un alumno de Bellas Artes, y ese pequeño trozo de papel estremeció mi alma. No solo porque parece increíble que hayan pasado 20 años desde que era estudiante y andaba, de biblioteca en biblioteca, buscando información para mi tesis, sino porque “la obra” me devolvió al momento exacto: el olor a encierro de los libros, el frío constante de los aires acondicionados en una era sin “déficit de generación”, la incertidumbre y la pasión de esos días.
Así se siente un recuerdo potente, tiene los mismos efectos sanadores que un viaje, y en un instante gris puede convertirse en la auténtica tabla de salvación. Baja los niveles de estrés, le da un empujoncito a la salud mental y nos ayuda a comprender que, aunque a veces no lo parezca, el río de la vida fluye desde un lugar seguro y feliz.
Para los seres humanos, la memoria es el pegamento de la consciencia y la identidad. Un sinónimo de perderla es “perder la mente”. Aquellos que por cualquier causa van olvidando todo experimentan una suerte de autoabandono, dejan de ser. Resulta absolutamente personal y subjetiva, puede preguntarse a miles de personas sobre un mismo hecho y todos evocarán detalles diferentes; sin embargo, también existe la memoria colectiva, sustento del tejido social.
No funciona igual que una gaveta donde vamos lanzando cosas a lo loco; según la ciencia, ella selecciona, conjuga y crea. Como filibustera astuta, de preferencia atesora los buenos momentos y, poco a poco, se va deshaciendo de los negativos. Se trata de un sutil entramado pulido por milenios de evolución: “diferentes sistemas y procesos cerebro-conductual-cognitivos —explica el psicólogo experimental y neurocientífico Endel Tulving— que, mediante la interacción y la cooperación, permiten beneficiarse de lo pasado y favorecen la supervivencia”.
Recoge información de los cinco sentidos, por eso, sin mucho esfuerzo, evocamos el sabor de los frijoles de mamá, el olor de la casa de los abuelos, el tacto y el calor de ese beso. Puede cobrar múltiples formas: una frase, un caracol, el primer diente de leche o una simple melodía que nos arrastran de vuelta en la espiral del tiempo hacia otros días y otras sensaciones. Nosotros mismos estamos hechos de memorias. ¿Qué es el ADN sino un pequeño disco duro?
El buen recuerdo, como un animal doméstico, sirve fielmente hasta el final. Poseer un abundante reservorio de anécdotas y experiencias augura una vejez plena y feliz. Cuando las vidas alrededor se vayan apagando, quedará el consuelo de resucitarlas en la película infinita del pensamiento y, al ser nosotros los que se marchen, aún permaneceremos en aquellos que nos han amado. Nadie muere realmente hasta que lo olvidan.
Del estudiante de Bellas Artes no volví a saber nunca más, si me estaba “tirando bala” era muy malo en juegos de seducción y, como casi nadie tenía celular en esa época, ni siquiera podíamos pedirnos números de teléfono. Solo quedó su firma, hoy apenas visible, en una esquina del papel. Si por casualidad leyeras este texto, quiero que sepas, Leonardo, que de una forma singular y entrañable te quedaste en mí para siempre.
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