El Cinematógrafo: Cerrar los ojos

Ficha técnica

Año: 2023

País: España

Dirección: Víctor Erice

Guión: Víctor Erice, Michel Gaztambide

Música: Federico Jusid

Fotografía: Valentín Álvarez

Montaje: Ascen Marchena

Reparto: Manolo Solo, José Coronado, Ana Torrent, Mario Pardo, José María Pou, Venecia Franco, Soledad Villamil…

Duración: Dos horas y 42 minutos

Pocos casos hay tan raros como el de Víctor Erice, que en un marco de 50 años ha estrenado solo cuatro películas y, por si fuera poco, de las más asombrosas, inesperadas y extrañamente emotivas que he tenido ocasión de ver, como si estuviesen filmadas por alguien que domina un lenguaje secreto y poco explorado. Cuando rueda, parece un pasajero extraviado del Discovery que encontró tras los confines del universo conocido uno de esos deslumbramientos que obligan a cerrar los ojos, tal vez una nueva forma de usar el cine en beneficio de la humanidad y del arte.

Y por raro que sea su caso, no merece la pena jugar a adivinar las causas de su distanciamiento, ni de su tardío regreso a la manivela. Aunque quisiéramos, su ausencia no resulta misteriosa, patética o triste, al contrario de muchos clásicos (tuertos o no) tras la caída del imperio dorado, dado el prestigio que Erice no ha parado de acumular en los últimos tiempos entre votaciones y mediometrajes, escritos y cursos.

De poco vale, insisto, conocer sus decepciones, frustraciones y reveses para captar en Cerrar los ojos la fuerza recuperada, la energía conservada en latas bajo penumbra de una cinemateca, y el vigor de un maestro que no ha dejado de serlo pese a tomarse tiempo para recordárnoslo.

No puedo escapar de esta película, ni quiero hacerlo. Estoy tan aferrado a sus encuadres como el personaje-espectador a su butaca durante el clímax, que contiene la proyección final más impresionante desde Cinema Paradiso. Para expresar lo que uno siente por ella —como al hablar de Murnau diría cierto mentor en esto de escribir sobre cine—, haría falta trabajar con celuloide, con material fílmico químicamente puro, para intentar formular una respuesta a la sensación que Cerrar los ojos nos deja.

Pero para qué engañarnos, si al secreto de Erice nadie se aproxima porque su cine es único, con todo lo que signifique “único” para bien o para mal, tanto para quien se aburra con su ritmo como para quien halle en él la máxima potencia de la imagen. Después de todo, sin ánimo de exagerar, ¿quién filma un rostro como él?, ¿quién extrae tantas cosas de un paisaje?, ¿quién parece tan seguro de lo que encuadra hoy en día?

Las palabras se quedan cortas, de hecho, dudo que al terminar de teclear estas emociones haya en mis cuartillas alguna pista de por dónde va la película, a qué ejemplos anteriores se parece, en cuántas cosas posteriores influirá; mas, probablemente, tampoco dé la talla si intento replicar a golpe de claqueta lo que he visto fluir ante mí durante estas imprescindibles dos horas y pico: una cumbre que nace y crece, en busca de su justo lugar entre las alturas. 

En todo el mundo se conoce y admira Sunset Boulevard, de Billy Wilder. No en todo el mundo se reconoce y ovaciona en estos momentos Cerrar los ojos. ¿Sucederá?

Bien, vamos a la película… Ineludiblemente nos referimos a ella si describimos esa cultura a un millón de años por hora que impera en nuestra vida diaria, porque su sentido es el de la recuperación no forzosa de valores ya olvidados, dígase estéticos, narrativos, estructurales. Cerrar los ojos son los discos de vinilo frente a los audífonos, mejor aún, inalámbricos; la paz de la pesca en mar abierto, donde falla la cobertura, frente al bullicio de una sociedad cada día más interconectada; la inmersión en cabinas telefónicas frente a los móviles, que aunque Miguel Garay (Manolo Solo) use uno, un cineasta como él sabe lo que digo… La memoria frente al olvido: la posibilidad de retener la poderosa mirada de un actor capaz de aguantar un plano fijo frente a la fugacidad de cualquier estrella actual en tres o cuatro poses vulgarmente digitalizadas.

La última de Víctor Erice es el cine entendido de una manera muy diferente a la de hoy y seguro que también a la de mañana mismo, al menos por la gran masa. Cada vez es más común que se acuse de aburrido a lo sereno, de anticuado a lo clásico, a la par que cada vez yo encuentro más empalago y caducidad en lo que hoy gana recórds en taquilla y premios en galas absurdas. Mientras la situación dista de cambiar, por desgracia aún abundan triunfantes efímeros y se extinguen los Erice.

Quizá sea necesaria esa contaminación para seguir siendo fiel a lo que se ama, pues debe haber pocas cosas peores que estar rodeados de tanta belleza y que esta se vuelva rutinaria, parafraseando unas líneas de Ana Torrent. Quizá por eso cinematográficamente me sienta tan fuera de mi tiempo como este director y, a la vez, no deje perecer la certeza de que a la gran sábana blanca le queda todavía mucho por destellar, mucho Dreyer y Ozu que homenajear, mucho Erice que ver nacer.

Si bien nos conduce por su tierno laberinto como vía para reflexionar y sentir, lo que aquí cuenta tampoco es para menos. Bajo el discurso artístico tan sutilmente plasmado discurre con igual calado un fino melodrama, que va cobrando fuerza, y más y más fuerza, aunque Erice no sea a priori uno de los jardineros constantes en el cultivo devaluado de ese género. De nuevo y de forma muy distinta, como en El espíritu de la colmena (1973, su debut y primer diamante) y El sur (1983, el más pulido y precioso que ha forjado), tenemos la relación entre un padre ausente (el mejor José Coronado) y una hija carente (la mejor Ana Torrent, la niña de ojos fascinados por la muerte en El espíritu…, convertida en mujer); de hecho, con la excepción de El sol del membrillo (1992), las películas de Erice cumplen, vistas en retrospectiva, una función cronológica de esa dinámica familiar, desde la infancia (El espíritu…) hasta la adultez (Cerrar los ojos), pasando por la adolescencia y temprana juventud (El sur).

Además de esos trozos de falso rodaje con que abre y cierra apasionadamente la cinta (filmados con el mimo que requeriría toda una película aparte, con espléndidos intérpretes haciendo de intérpretes sin parecerlo, un tempo digno del inicio de Malditos bastardos, un exotismo comparable a Sternberg…), la profundidad sentimental en continuo suspenso de la historia comprendida en medio, el rol distintivamente conmovedor de caracteres como Max (Mario Pardo), el poder evocador de la música cuando Solo toma una guitarra y entona una vieja balada del Río Bravo de Hawks, entre otras pruebas de cuán personal y sentimental es esta película para quien la ha firmado con su anhelado nombre, encierran el mismo tono indirecto y pudoroso con que se abrazaban las reglas de lo melodramático en El espíritu de la colmena (la carta que Teresa Gimpera escribe y envía a su amante) y la remembranza de un punto cardinal en El sur (lo que representa Irene Ríos).

Momentos tan sublimes como la conversación entre Miguel y Lola (ese prodigio argentino llamado Soledad Villamil), donde los recuerdos crepitan como llamas en la chimenea y un fundido nos sugiere una de las más bellas escenas de sexo jamás filmadas (que las hay a montones, más en el cine de otro tiempo que en el nuestro), contribuyen a enervar ese estallido de emociones que acontece en un final de proporciones mudas, con un poder tan grande de la mirada que casi contradice el título.

Y por mucho que Coronado se robe el corazón de la película hacia el final, por más que suyo sea el plano mejor compuesto por Erice en toda su vida (el hombre ante la cara o cruz de su destino), no puedo echar a un lado la espléndida aportación de Solo: no todo actor resiste igual de bien una película larga haciendo un trabajo tan sobrio, ni es capaz de aunar en su rostro tanto vacío, el dolor de un amigo desaparecido, de un amor imposible, de una película incompleta y guiones desechados (en la trama, La mirada del adiós; en la realidad, esa versión de El embrujo de Shanghai que acabó haciendo Trueba)… La presencia del actor Julio Arenas (Coronado) en la vida de su personaje es tal que, con su desaparición, da la impresión de que le ha arrebatado todo para siempre: los proyectos, los amores, la ilusión… Aun así Miguel lo busca, insiste en un reencuentro difícil y catártico, convierte cada palmo de su vida, por poco interesante que parezca, en una trama, y gracias a Solo nos lo creemos.

Está a la altura de grandes títulos sobre la temática fílmica, sobre todo aquellos que abordan la pasión de rodar desde una perspectiva más intimista que colectiva, más sombría que luminosa, como Vida en sombras, Cautivos del mal, Sunset Boulevard, Fedora, Impacto, Sesión continua o Cazador blanco, corazón negro. Cuesta encontrar en ella, aunque anide en su fondo, la vivacidad y energía contagiosas de las también nostálgicas La noche americana, Nickelodeon o Ed Wood, tal vez porque resulte complicado hablar de este proceso creativo sin amargura.

En las películas de Erice, la última vez que vemos los rostros de sus protagonistas son primeros planos en la oscuridad, donde más de una vez cierran los ojos con la disposición de soñar. Me pregunto: ¿no estaré pidiendo mucho cuando imito a Julio Arenas y, al fundido en negro, cierro los míos? Solo sueño que lo que este film dirige al pasado del cine sea una mirada de regreso, no de adiós.

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