Con cariño para la doctora del barrio

En un estante de la cocina junto a las copas que se guardan para cuando haga falta brindar con sidra por una victoria, aunque estas escasean en los últimos tiempos, la sidra y las victorias, hay una jarra de porcelana que tiene inscrito “Con cariño para la doctora del barrio” en una de sus caras y en la otra una fotografía de mi madre en el recibidor del consultorio rodeada por sus pacientes.

Durante 35 años ella trabajó como la médico de familia que atendió la zona desde la ribera del San Juan hasta las primeras cuadras de Tirry. La jarra se la regalaron cuando decidió jubilarse. Días antes los mismos pacientes le armaron un pica cake y ahí se capturó la foto que luego imprimieron en el envase que se guarda junto a las copas de las victorias. Lo sé bien, porque fui yo quien la tomó.

He sido testigo con el transcurso del tiempo de los corre corre y los dolores de cabeza de la vieja en su ejercicio profesional y de eso vengo a hablar hoy.  Me parece un buen momento para contarlo porque este jueves 4 de enero del 2024 se cumplen 40 años del Programa del Médico de la Familia en lo que parece una cábala del número 4.

Hasta donde me llega la memoria siempre he vivido en el mismo sitio, un apartamentico encima del consultorio donde laboraba mi madre. En el tiempo de la vacuna contra la Covid-19 los gritos de aquellos a quienes les aterrorizaban las agujas subían hasta mi cuarto y me ponían los pelos de punta, como la escena de la ducha de Psicosis en bucle. De la misma forma que otros niños leían comics, yo me ponía a hojear historias clínicas, aunque no entendiera la letra, similar a un garabato sumerio, de mi madre. En fin, he estado ahí y de ello venga a hablar.

Creo que nadie conoce mejor el barrio. A falta de iglesias, la gente va a confesarse a los consultorios. Resulta increíble la cantidad de información que se guarda en sus cuatro paredes. En la silla en un costado de su buró transitaron muchas de las penas y pecados que ocurrieron en uno de los costillares del río: vicios, infidelidades, rupturas, suicidios, asesinatos. Ella solo oía y bajaba o subía los ojos detrás de los espejuelos según la situación. No le correspondía juzgar, solo escuchar y en el caso necesario brindar ayuda, que no siempre es una receta de clordiazepóxido, sino alguien que hiciera eso mismo, escuchar.  

Por sus manos pasaron centenas de certificados de defunción y captaciones de embarazo, la vida y la muerte contenidas en modelos e historias clínicas, como un bosquejo de las reencarnaciones urbanas. Ella ha visto a abuelos cerrar los ojos y el rostro convertirse en una máscara mortuoria, y a los hijos de los mismos sostener a los nietos y decir que en la forma de las cejas o el mohín de la boca se parecen al abuelo.

También como otras familias se dividen en dos por divorcios, la rutina macera al amor como si fuera ajo para sazonar frijoles, o por emigración, el amor perdura a pesar de las distancias, pero sus frijoles no estaban aquí. Esta última sobre todo, muchachos y muchachas que ella misma debió curar sus heridas cuando se “destarraron” al aprender a montar bicicleta o al subirse en un muro para robarles mangos a la vecina.

Más de una vez con su bata al aire contemplé cómo cogía calle en búsqueda de una embarazada majadera que no quería internarse en el Hogar Materno, aunque se arriesgara a un parto de riesgo, e iba una y otra vez, porque mi vieja sabe ponerse más majadera que cualquier majadera y eso lo he vivido en carne propia.

Su horario laboral, supuestamente, era de ocho de la mañana a cinco de la tarde; pero eso nunca se cumplía. Los pacientes llamaban o se parqueaban frente a la reja de la casa a dar gritos por ella a cualquier hora como si no debiera cocinar o, sencillamente, tirarse en cama a contemplar el techo y hacerse rizos en el pelo. Estaban los que sí necesitaban con urgencia una consulta, pero también los hipocondríacos o los acaparadores que mataban por una receta, porque en la farmacia habían sacado tal o más cual receta y eso nada más entraba, volaba. La vieja atendía a todos y a veces pensaba que, si el primer piso era el consultorio, el segundo (mi hogar) una posta médica.

Quizá por todo lo anterior la jarra está junto a las copas de cristal de las victorias, porque creo que la mayor victoria de mi madre en lo profesional fue esa: ganarse el cariño de sus pacientes y saber que de una forma ayudó a que esa barriada creciera de a poco. Con este texto, llegue mi felicitación a todos aquellos que pertenecen o participaron en el Programa del Médico de Familias.

Recomendado para usted

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *