Convivir en una de las reservas boscosas más grandes de Cuba tiene su encanto. Es lograr un equilibrio entre amores y desafíos, que incluyen una flora exótica y una fauna peligrosamente atractiva. Justo así lo pensó el Comandante en Jefe cuando hace 64 años decidió adentrarse en la Ciénaga de Zapata.
Sin embargo, más allá de lograr una armonía con el paisaje, el líder, que hacía poco menos de 12 meses había atravesado la Isla con la caravana de la victoria, buscaba hurgar en costumbres, culturas y necesidades de quienes vivían en el extremo sur matancero.
Y no lo supo hacer sino sentándose a la mesa con los más humildes, el día en que el mundo celebraba la Navidad. El 24 de diciembre de 1959 los carboneros quedaron sorprendidos ante un Fidel de carne y hueso, del que habían escuchado hazañas y ahora tenían ante sus ojos, preocupándose y ocupándose de sus problemas.
Fue allí, a constatar de primera mano las rústicas viviendas, levantadas con sudor y lágrimas, pero también el incipiente desarrollo docente en unos de los lugares más aislados del archipiélago.
Así fue como presenció las miserias de la zona, la pobreza extrema traducida a niños descalzos, que desconocían los juguetes pero sabían de hambrunas y carencias.
No perdió la oportunidad de enseñarles a los mayores a usar el fusil, a defenderse ante quienes intentaran quitarles su trozo de tierra y con ello sus sueños, y a verter esperanza con sello de Revolución.
Ese día cambió el curso de la historia en aquel pedazo de Cuba que parecía más abatida aún que el resto de la Isla, más devorada por la pobreza y la tristeza, donde la gente había perdido la fe.
Era impensable que el Fidel del Moncada, el del Granma, el de la Sierra, pudiera estar allí, rechazando lujos para compartir aquel 24 de diciembre entre leñas y tiznes, en bohíos casi aborígenes. Pero allí estaba y disfrutó de un calor que sobrepasó a las brasas más ardientes: el calor que desprenden los hombres de bien.
Dicen que aquella cena marcó un antes y un después para los cenagueros, que por ello se erigió un monumento: una biblioteca enclavada entre mangles e historias, como recordatorio del día en que alguien demostró que la Revolución ciertamente era de los humildes y para los humildes. (Ilustración: Dyan Barceló)