Bigote era un popular barbero, no dado a la bebida, pero sí a las mujeres, y eso le traería a su vida algún que otro problema. Uno mayúsculo.
Más bien de mediana estatura, mostacho negro, al igual que su cabellera, de la cual presumía, con un impecable peinado a lo macho, como lo exhibían los guapos o “ambientosos” de la década del 50. O sea, con motas cargadas encima de las orejas. Siempre limpio, de cuidadas uñas, usaba pantalones holgados pero con los bajos ajustados a la altura de los tobillos.
Lo conocí en casa de mi amigo Pedro Ezequiel Rodríguez (Pacheco, quien tenía una venta de café en su casa); hace alrededor de 25 años, quizá más, me fue presentado. Tras degustar el aromático líquido, ambos amigos comenzaron a conversar sobre tiempos pasados. Ya me iba cuando Pacheco insistió para que me quedara un rato más. Así supe parte de la historia de Bigote.
Por lo visto, tenía la fortuna de caerle bien a las mujeres y no verse obligado a conversar mucho para llevarlas al lecho. Su físico, pulcritud y fluido hablar lo ayudaban en esa íntima misión. Después de marcharse el barbero, de despedirse con toda cortesía, Pacheco me amplió la información sobre el personaje.
Resulta ser, me contó Pacheco, que Bigote tuvo la buena y mala suerte de enamorarse de la hija de un oficial de la policía batistiana. Ella le correspondía. La joven, sentada en el Parque de La Libertad, simulaba esperar por una amiga, pero en realidad aguardaba por él, quien no bien terminaba de dar los cortes a un cliente, cruzaba deprisa la calle y se sentaba junto a la hermosa dama y conversaban sobre planes futuros. Quizás él la apurara para consumar su amor de manera íntima —que es lo más seguro ocurriera en cada encuentro— y la ninfa le daba largas al asunto, temerosa de la reacción del celoso padre.
Pero un guardia, subordinado del mencionado oficial y también con ocultas intenciones para con la chica, se interesó y le preocupó verla sentada en el parque con esa compañía. Era demasiado para él: durante tres días consecutivos vio la escena, cuando pasaba en la perseguidora.
“Lo informaré”, se dijo y se relamió al pensar en la posibilidad de poder realizar un mayor acercamiento a la joven, y “tal vez… quién sabe”. Se dio ánimo.
Le informó a su jefe la situación que él intuía se desarrollaba entre su hija y el barbero.
—Ah, contra, así que eso tenemos —dijo el oficial—. Ese asunto lo resuelvo yo mismo.
El militar se trasladó a la barbería y el sillón de Bigote estaba vacío, en espera de algún cliente. Al ver al jefe policial, palideció un poco, pero mantuvo toda su calma, a fin de cuentas, “yo no tengo miedo”, se alentó, y se dirigió al otro.
—¿Afeitado o pelado, jefe? —preguntó el estilista.
—No —respondió el otro con tono amenazante— a ti te voy a “pelar” yo si no dejas quieta a mi hija. Si te veo o me entero de que te sigues viendo con ella, ya tú sabes, —y se pasó el dedo índice izquierdo a la altura de la garganta, en tanto su diestra acariciaba la culata de su revólver.
—No entiendo —exclamó Bigote— si yo lo único que hago es conversar sobre modas, flores y otras tonterías con su hija.
—No me vengas con esas, que te conozco bien, eres tremendo mujeriego y hasta ahora te ha ido bien, pero con mi hija es distinto. Te repito, y yo hablo poco, si te vuelvo a ver o me entero de que te estás viendo con ella, “te la pelo”.
—Pero si yo…
—Nada. Es más, no te quiero volver a ver. Recoge tus matules y vete de Matanzas. Ya estás advertido.
Por supuesto que Bigote percibió el inmenso peligro que sobre él se cernía y consideró que debía informar a su “jeva”, con la que hasta ese momento solo había tenido un rápido roce de manos. Nada más, y ese nada más lo atormentaba, porque Bigote quería algo de mayor profundidad con ella.
Al día siguiente tuvieron un nuevo encuentro, en el mismo lugar donde él, cariñoso, pronunciaba su nombre.
A los pocos minutos una “perseguidora” hacía sonar su macabro ulular. Y se escuchó el brusco frenar de las llantas sobre el pavimento.
Bigote saltó por el espaldar del banco y más rápido que el viento bajó por la calle de Santa Teresa, en dirección al parque Watkin. Zigzagueó entre jaulas y se adentró en el fangal cercano.
Jamás se le volvió a ver en Matanzas. Algunos especulan que logró montarse en el tren de Hershey. Claro, después de que anocheciera, en el último turno que realizaba hacia La Habana ese lento pero añorado medio de transporte.
Otros argumentan que estuvo todo el tiempo en el fangal hasta el oscurecer, y que logró llegar a su casa en Los Mangos, de la cual partió adonde nadie jamás supo.
Pero esta crónica no llega a su final. Después de pasar unos meses en Limonar, Bigote se fue para la capital del país. Vivió como pudo y al fin halló un trabajo de su especialidad. Conoció al otro Bigote, al popular Bigotegato, en La Bodeguita del Medio, al que asistía a darse sus “cañangazos” de ron o aguardiente, según estuviera el bolsillo.
En su deambular, siempre con mucho sigilo, mirando hacia atrás para ver si lo seguían, un día se encaminó hacia el Barrio Chino y, casualidades de la vida, vio de espaldas al oficial que le hacía la existencia imposible.
Se llenó de valor, pues estaba dolido en su amor propio, y se dirigió hacia el gendarme. Lo tocó por el hombro y cuando el otro se volvió, le soltó un estruendoso puñetazo.
El uniformado cayó y, cuando pudo tener en sus manos el revólver reglamentario, ya Bigote estaba lejos. Se fue escondiendo, en ese gran barrio, en fondas, puestos de venta, bares con salidas traseras; aprovechó el corre-corre que se formó cuando desde el suelo el oficial pudo disparar… al aire.
En febrero de 1960 el insistente Bigote regresó a Matanzas, con la esperanza (tozudo que era el hombre ¿eh?) de celebrar el Día de los Enamorados con su novia, la única que no había podido llevar al tálamo mullido.
Se lamentó muy sinceramente. Ella emigró y su padre, capturado y enjuiciado, pagó sus tropelías, sus crímenes en La Habana, donde había sido destacado, en reconocimiento a su “meritorio proceder” como militar.
Nunca más volví a ver a Bigote. No, no, persiguió a la mujer de sus sueños, a la que él consideraba su mejor “prenda”, según la jerga de la época. Pero sí dicen algunos conocidos que sus últimos años, ya jubilado, después de tomarse una taza de café en el establecimiento que estuvo situado frente al Parque de La Libertad, se sentaba después en el mismo banco de sus encuentros furtivos.
Encendía un cigarrillo y perseguía, con su vista cansada, las volutas de humo, de seguro pensando en ella. Sí, ese mismo asiento donde él escribió el nombre de Perla, con la punta de su filosa navaja. Sus dedos acariciaban las hendiduras practicadas en el respaldo del banco, y sonreía, sonreía…
(Por Fernando Valdés Fré)