Sé que la historia no admite supuestos, pero desde siempre me impuse la idea de que, en el último minuto de su vida, Camilo Cienfuegos lanzó una sonrisa. No pudiera ser de otra manera.
Camilo es –sobre él siempre se hablará en presente– de esos hombres que hicieron de la muerte habitual compañera, y esta, aniquiladora, descubre que su poder no siempre resultará definitivo porque una sonrisa puede neutralizarla.
Pero la memoria, arma privilegiada de los pueblos, también consigue hostigar a la muerte. En Cuba, el más risueño de los guerrilleros, el más valiente, regresa cada día desde la carcajada sonora de un niño, o desde el chiste ocurrente que resuena en una mesa de dominó.
El mar y sus misterios nunca pudieron tragarse las hazañas del legendario Comandante.
Cuando sobreviene octubre le nacen flores a las aguas, como tributo al soldado que partió un día sin despedirse, envuelto en una tormenta. Partida que no fue tal, porque héroes como Camilo nunca estarán ausentes, se funden con el pueblo y renacen cada día, cada hora, para siempre.