Si el trabajo hace al hombre, entonces Homero Zenén Núñez Rodríguez está esculpido con la mejor materia humana. Constituye un genuino ejemplo de tal afirmación, porque desde los nueve años de edad, ¡y luego de haber cumplido los 100!, mantiene la vitalidad laboral que perpetúa su presencia entre la familia y la tierra donde naciera el 31 de julio de 1923.
Reside en el poblado de Vieja Bermejas, municipio de Unión de Reyes, donde a la citada edad infantil se incorporó con Juan de Dios, su padre, a labores agrícolas, “pues la humildad en que vivía mi familia no nos permitía ni siquiera ir al escuela a estudiar como muchos otros niños. Había que pensar en el sustento diario, por lo que no estuve jamás en un aula”.
Como su estirpe es estar siempre en acción, con lentos pasos, encorvado, abandona la silla y se encamina hacia el patio de la casa, junto a sus cuatro hijos –Ernesto, Félix Nelson, Milagros y Mayra–. Allí, como es su costumbre, atiende a los animales, lo mismo caballo que conejos que aves, etc., sin ayuda de nadie, si bien sus descendientes velan por él a sus espaldas, porque si los ve, entonces, “es del ‘cará’, yo voy y regreso solo, y aunque agradezco su ayuda, tengo que hacerles ver que todavía hay Homero para rato”.
Desde su debut entre inmersos surcos no demoró mucho en enfrentar grandes plantaciones de caña de azúcar. A los 12 años, en 1935, mocha en mano, acude a la dura actividad cuando, por su estatura, apenas se le divisaba entre canutos y largas y filosas hojas. Se mantuvo hasta la zafra de los 10 millones (1970), la mayor de esta Isla de todos los tiempos. No se cumplió lo previsto en el país, “pero los matanceros, orgullosos, sí aportamos lo que se nos pedía en entrega de horas de trabajo, energía, sudor y azúcar con un millón de toneladas. Aquello fue tremendo, no dejamos una caña en pie en nuestro entorno, no podía ser menos”, manifestó y sus ojos, relucientes, toman vitalidad y brillo inusitados.
“Al concluir aquella zafra de mucha historia me dieron una semana en Varadero y diplomas. Figúrese, un guajiro en la famosa playa. Aquello fue otra historia, otra historia, como dice Pánfilo”.
La siguiente pregunta es quizá la más esperada por los lectores, y es acerca de su extensa vida, a qué cree que se deba, porque si bien la merece, y mucho más, llegar a la centuria es ser afortunado, a lo que aspira cada humano.
“Atribuyo tanta vida a las atenciones que me brida la familia y a la Revolución, porque nada me falta, sobre todo cuidado y amor, no solo de los míos, sino de vecinos, de mis compañeros de batalla, como los de la carpintería donde me jubilé, y del Ministerio del Interior, institución con la que colaboré como auxiliar de la Policía Nacional Revolucionaria durante 30 años, además de participar en la Limpia del Escambray como miliciano del Batallón 231.
“He querido siempre inculcar en mis hijos el ejemplo de ciudadano cubano, para que se formen y trabajen, con sobrados principios y valores que, entiendo, nacen en la casa. Recomiendo a todos hacerlo de igual manera”.
Como si adivinara la próxima interrogante, dijo que “lo que más aprecio de las personas es su responsabilidad, sencillez y actitud ante la familia y la vida. Y lo que menos soporta de ellas es la mentira, falsedad y traición a los principios”.
De nuevo, como parte de su personalidad e inquietud, vuelve a levantarse y se encamina al patio. “Acá limpio las escuadras de los animales, echo comida a los conejos y gallinas, paso la mano al caballo y a los toros de labranza. Y, además, barro el patio. No soporto que me digan: ‘Viejo, deja eso, nosotros lo hacemos’. Nada, eso es mío y cuidado…”, deja la frase en el aire pero, por su mirada, todos comprenden cómo finaliza la misma.
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Una de las hijas, Milagros, habla de lo «guapo» que se porta. “Padece, desde hace un tiempo, de una cardiopatía isquémica, así como de hipertensión, epilepsia y de una isquemia cerebral. Pero no para. Anda con su bastón para acá y para allá, desde la mañana hasta que se acuesta”.
Y del cumpleaños 100, de cómo fue aquello, pregunto y él responde.
“Lleno de cariño, alegría y emociones de mis hijos, nietos, bisnietos y amistades. Un lindo cake, golosinas, refrescos, de todo, como un niño. Gracias a todos, que por ellos es que estoy aquí, se los dije”, sonríe y baja la cabeza, pero nos atrevemos a decir que por su rostro descienden las húmedas huellas de la felicidad.
Terminaba el intercambio cuando, de pronto, irrumpió en la sala uno de los nietos, Daniel, quien llegado de la calle, sin respirar siquiera, exclamó: “Mi abuelo tiene 100 años, y está fuerte como en sus mejores tiempos. Tremendo fiestón le dimos. Se divirtió de lo lindo”.
Los presentes sonríen, sobre todo Homero Zenén, el centenario de una de las tierras más fructíferas de Cuba.