Quien observe el video divulgado por la cancillería cubana acerca del ataque terrorista contra la embajada de la mayor de la Antillas en Washington podrá constatar la pasmosa serenidad con que el perpetrador prepara sus artefactos y los lanza, uno tras otro, contra el inmueble.
Sorprende también la chica que pasa por delante de la escena y no parece alarmarse al ver a una persona, encapuchada, encendiendo dos cocteles molotov frente a una sede diplomática. Resalta la ausencia de los agentes que deberían estar custodiando el espacio, tal como estipula Convención de Viena sobre Relaciones Diplomáticas.
Ese tratado, aprobado en 1961 durante la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Relaciones e Inmunidades Diplomáticas, reconoce que tiene entre sus propósitos el de “garantizar el desempeño eficaz de las funciones de las misiones diplomáticas en calidad de representantes de los Estados”.
En el artículo 22, inciso 2, el texto precisa que “el Estado receptor tiene la obligación especial de adoptar todas las medidas adecuadas para proteger los locales de la misión contra toda intrusión o daño y evitar que se turbe la tranquilidad de la misión o se atente contra su dignidad”.
Todo eso se convirtió en letra muerta el pasado 24 de septiembre tras los sucesos de la embajada de Cuba. La imperturbable tranquilidad del perpetrador indica que este se sabe impune o bien custodiado, no hay dudas, y nos remite al doble rasero con que el gobierno de Estados Unidos mira el terrorismo en el mundo.
Datos ofrecidos por el Ministerio de Relaciones Exteriores (Minrex) aseguran que la nación antillana ha sufrido casi 600 actos de terrorismo contra sus representaciones diplomáticas desde el triunfo de la Revolución a la fecha, pero es Cuba quien aparece en una lista infame de Estados que supuestamente financian el terrorismo.
Hace apenas 3 años, en abril del 2020, un individuo de origen cubano, pero radicado en EE. UU., usó un fusil de asalto para disparar contra la embajada cubana. No se lamentaron daños humanos, sí materiales. El culpable aun camina tranquilamente por las calles y el gobierno del “Estado receptor” se niega a reconocer el hecho como un acto terrorista.
El viaje más largo del CU-455
El venidero 6 de octubre los cubanos reviviremos el luto que ese día cayó sobre la nación al conocerse la noticia de la voladura del CU-455 de Cubana de Aviación y de las 73 almas que se llevó al fondo del mar frente a la isla de Barbados.
Un viaje de algo más de 8 horas lleva casi 47 años en el aire, las víctimas y sus familiares siguen aguardando justicia. Documentos desclasificados 40 años después reconocen la existencia de “planes de extremistas exiliados cubanos para poner dos bombas en la aerolínea cubana”.
El memorando fechado en junio del 1976 identifica a Orlando Bosch (Villa Clara, Cuba, 1926 – Miami, EE. UU., 2011) como líder del plan e informa que la intención primera era siniestrar una de las aeronaves que cubría la ruta Panamá–Habana, atentados que no pudieron ser ejecutados.
En aquel momento, la Agencia Central de Inteligencia (CIA), la Marina de Estados Unidos y la Agencia Federal de Investigación (FBI) conocieron del texto que entonces estaba clasificado como “altamente confidencial” pero nada hicieron para impedir el siniestro. ¿Por qué?
Similar pregunta hacemos hoy al observar las imágenes de la agresión a la sede cubana. Si las autoridades estadounidenses conocen de la hostilidad y de las amenazas terroristas de un sector ultraderechista de la comunidad cubana radicada allí, ¿por qué no evitan que tales planes terroristas sean ejecutados? ¿Qué precedente sienta, ante el derecho internacional, la impunidad que gozan los culpables?
Las respuestas a esas preguntas resultan insoslayables a la hora de explicar la tirantez que caracteriza las relaciones entre Cuba y Estados Unidos desde más de seis décadas y que parece no tener fin.