Vas a buscar los mandados a la bodega como se van a buscar los mandados a la bodega, al como quiera, con el short de dormir, que el elástico se le fue y debes ir subiéndotelo cada dos pasos o si no te quedas en calzoncillo en mitad de la calle, un pulóver desbembado, con par de huecos gracias al muelle salido del espaldar del sofá, y las chancletas “metededos”, de las que sospechas que la una no se lleva bien con la otra porque en la casa nunca andan juntas, una al lado de la pata de la cómoda y la otra en las profundidades de abajo de la cama.
Saltas un charco, que en estos días de lluvia y vapor abundan, y en mitad del aire notas que algo te cuelga del pie. La tira de la chancleta derecha se zafó. Cojeas o más bien te deslizas como patinador del asfalto de regreso. Eso no se va a quedar así. Tienes otro par, pero son las nuevas para ir a la playa, y no las vas a agarrar para andar en la casa. Con un alambre todo se resuelve.
Si la eternidad fuera a inventarse en alguna parte, sería dentro de las cuatro paredes de esta Isla. Existe un término en la Industria que se llama obsolescencia programada. Es decir, todo producto posee un término de caducidad. Cuando transcurre un tiempo determinado se debe reemplazar por otro.
Día tras días, somos cómplices de la muerte cotidiana de los objetos, silenciosa como cuando vas a asaltar el refrigerador que tu abuelo se compró por allá por el 80 y no quieres despertar a tu madre, porque luego se queja de que la leche en polvo baja muy rápido; inevitable, como el olor a gasolina de los almendrones o que los potes de helado vacíos se utilicen para guardar ajíes y dientes de ajo.
Tal vez en otras partes del mundo la obsolescencia programada ande muy oronda y a sus anchas; pero aquí, no. Cuando hace su aparición, la invitamos a un café —aunque sea una liga, parecida a aquella antigua película del western spaguetti, del bueno, el malo y el feo—, le damos un poco de muela, le pedimos que nos cuente de su vida, le preguntamos cuánto le dura una colcha de trapear a un irlandés, si también la usan hasta que es puro harapo, o lo que se nos ocurra. Debemos entretenerla como podamos, porque la situación está muy mala para que haga y deshaga a voluntad.
Los rusos o, mejor dicho, los soviéticos, tampoco le prestaban mucha atención. Por ello hay quien todavía escucha su radionovela en su radio BEF o al mirar a las fachadas de algunos edificios multifamiliares encontramos el gran trasero de un aire acondicionado de los que te hacían retumbar las paredes del cuarto. Cuando pienso en temas como la reencarnación, recuerdo un viejo ventilador que había en mi casa, armado con un motor de lavadora soviética. Echaba un fresco como para volver a las palmeras salvajes, pero sonaba como turbina de Boeing y comenzaba a moverse en medio de la noche como un fantasma a paso de conga.
Creo que Cuba es el único sitio con tantos talleres para reparar las ollas reinas cuando se le suben los humos, los televisores cuando hacen mutis por el foro, los celulares cuando se cierran y no te dejan hablar ni quieren escucharte, o cuando con su mala pata la nevera lo echa todo a perder.
Todo ello para no hablar de los automóviles: los almendrones, los “riquimbilis”, los camiones a los que les arman una caseta atrás y los ponen a tirar pasaje de Matanzas a la Isla de la Juventud. Podemos prescindir de un sinnúmero de cosas, pero no del movimiento. Además, muchos de ellos son herencias familiares: le perteneció a un amigo de tu tío abuelo, que se lo compró cuando un peso sí era un peso, luego este se lo dio a tu padre, cuando decidió irse a vivir con sus hijos a la otra orilla, y después te lo legaron a ti.
Bastante “mecaniqueo”, bastante grasa, bastantes bujías puestas a calentar arriba del fogón encendido como si fueran huevos para hervir, ha requerido para que continúe golpeando la carretera. En otros países se utiliza el concepto de vehículos híbridos para referirse a un carro o una motocicleta que utilizan como modo de energía combustibles fósiles y electricidad. No obstante, aquí la mayoría son vehículos híbridos porque poseen carcasa de Lada y alma de Chevrolet, y así…
Quizá esta lucha cotidiana contra la muerte de los objetos no sea por una cuestión de gusto, sino de necesidad. A veces, cuando se te rompe un electrodoméstico, sientes como si una parte de ti te fuera arrancada, y a esa hora te pones a hacer cuentas de qué tan necesario sea para tu subsistencia o a averiguar cuánto costará un riñón en el mercado negro de órganos. Mas, mientras podamos, cuidaremos lo que tenemos: clavaremos los palos con las escobas, untaremos la suficiente kola-loka para pegar todo lo que esté roto, coseremos zapatos, aunque sea con la rueca de la Bella Durmiente. Vamos a pensar que la eternidad la inventamos nosotros.
Como dices, la lucha cubana contra la muerte cotidiana de los objetos es una de las más habituales, por necesaria, dentro de nuestra existencia diaria, y cada vez más necesaria, por el continuo descenso de la capacidad adquisitiva del salario que compraría (de existir) el objeto sustituto. Pero, no solo en el mundo residencial se abren las trincheras de este campo de batalla, ocurre de forma similar en el sector residencial y en los servicios, aunque en estos sectores se hable más de la obsolescencia.
La primera idea que nos llega al oír de la obsolescencia es de un bombillo incandescente centenario instalado en el pórtico de una estación de bomberos de una ciudad norteamericana, y que todavía funciona. Se nos ha explicado que el filamento de la resistencia es de un grosor ocho veces superior al de los bombillos actuales, hecho en el cual radica su resistencia a los cambios de temperatura en su operación y el desgaste. A continuación, se aborda la necesidad de disminuir el costo de fabricación y de incrementar el ciclo de ventas a partir del incremento de la demanda de sustitución del producto anterior «envejecido», terminando con la obsolescencia programada, que a pesar de lo que se asegura, sigue siendo la mejor y más extendida estrategia catalizadora de las ventas a nivel mundial.
Para el «Planeta» Cuba, no solo el tema de la obsolescencia tecnológica nos pega un tanto peor que al resto de los países. Las acciones para burlar el bloqueo estadounidense y el valladar adicional que significa que nos incluyan en su lista de países que apoyan el terrorismo, aparte de nuestros problemas financieros, nos conducen a la adquisición y puesta en explotación de tecnologías, sistemas y equipos al borde de la depreciación técnica por su producción, prácticamente obsoletos y moralmente depreciados por una nueva línea de productos que satisfacen el requerimiento original con mayor eficacia o eficiencia. Finalmente, en explotación en nuestro país, ya obsoletos en su concepción original, además con vida útil limitada por la obsolescencia programada y sin posibles componentes de repuesto o de reparación, pues esa «línea» ya no se fabrica, o de producirse, es una producción limitada, a encargo y con un alto costo asociado, impensable para nuestras condiciones, nos ocasiona un nuevo dolor de cabeza, si se rompe.