Casimiro le temía a la noche. Deseaba que el sol nunca se ocultara, y así poder desandar su batey cenaguero de Santo Tomás, de punta a cabo.
Casimiro era como un niño grande con cara de viejo, que sentía, hablaba y pensaba como un pequeño. Siempre era el primero en saludar al forastero que llegaba, quien a los pocos minutos dejaba de ser un extraño para convertirse en su amigo.
Sin pensarlo mucho, pedía un cigarro o algún peso, pero lo hacía con tal ternura que no quedaba más remedio que acceder a su pedido.
La primera vez que le vi, yo recién llegaba a Santo Tomás, uno de los parajes más intrincados de la Ciénaga de Zapata. Se presentó sin protocolo.
«Hola, soy Casimiro, ¿tienes un cigarro? Que no vean que me lo das porque me regañan», me dijo con tal desparpajo y familiaridad que solté una carcajada.
Recuerdo que conversamos bastante y me llevó a su casa. Me enseñó el cuarto donde dormía cuando llegaba la noche. Entendí que era la oscuridad a lo que más temía en la vida.
Supe que había nacido así, con esa condición, pero pensé que quizá si lo hubieran llevado a una escuela especial Casimiro habría aprendido a leer, porque era muy inteligente. Algo que constaté tiempo después.
Grande fue mi asombro al regresar meses después al poblado, y descubrir que Casimiro recordaba mi nombre.
En esa nueva ocasión nos acompañaban tres entusiastas periodistas, muy jóvenes y bonitas. Casimiro quedó prendado de una de ellas y le prometió un dibujo. El equipo reporteril viajaba con la intención de recorrer la zanja de Santo Tomás en busca de la ferminia, ave endémica de la Ciénaga.
Lo curioso del hecho es que a nuestro regreso Casimiro nos esperaba y nos pidió una hoja y un bolígrafo para acometer su obra maestra.
En pocos minutos, como si la tuviera ya preconcebida, emergió de sus manos y talento, y de su cuero de hombre viejo con mirada infantil, un hermoso dibujo que regaló a una de nuestras colegas, quien quedó muy contenta con semejante detalle y hasta prometió nunca deshacerse del mismo.
Ante aquella escena caí en la cuenta de cuán vacíos marchamos a veces por el mundo sin detenernos en los pequeños detalles. No sé si mi amiga conserve la flor dibujada en un papel, pero yo nunca me he desprendido de aquella escena que me enseñó que aún en el paraje más distante, y en la mente más difusa, se puede hallar la belleza.
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