Marta, la mujer de los sombreros

Marta tenía 13 años cuando tejió por primera vez.. Casi sesenta años después sigue confeccionando sombreros.

Si los ladrones sintieran un mínimo de compasión, entenderían que al robarle el caballo a Marta no solo la privaban de parte de su patrimonio, sino también le amputaban de cuajo sus extremidades. Un caballo para el guajiro, además del fiel compañero, es una extensión de sus piernas.

Desde aquella madrugada nefasta, Marta no puede ensillar su volanta, ni recorrer la larga distancia hasta la finca San José del Tejal, ni recolectar los guanillos con que fabrica los sombreros que le han granjeado cierta fama en el poblado de Mena, ubicado en el Valle del Yumurí.

“Fue cosa de una hora”, recuerda. A Castell, su esposo, le venció el sueño sobre las tres de la madrugada. A ella apenas le dio tiempo de remolonear, lujo que no se puede dar la gente de campo cuando tiene animales. A las cuatro, cuando se dirigió a la cocina y miró por la ventana, contempló lo inevitable. “¡Castell, despierta! El caballo no está”.

Justo esa mañana el matrimonio se dirigiría a la finca donde hace 77 años nació la mujer tejedora. A San José del Tejal se le conoce también como San José de los Negros, porque allí se radicó una vasta familia de afrodescendientes, a la cual ella pertenecía.

Entre las leves montañas, la numerosa prole observó un buen día cómo iba creciendo, muy próxima a sus predios, una gigantesca estructura que se convertiría en el Puente de Bacunayagua. Con el paso de los años, la familia abandonaría el lugar, y de las 50 casas iniciales hoy apenas quedan tres, entre ellas la de Marta.

Hace unos 40 años, el esposo construyó un nuevo hogar en Mena, pero tres veces a la semana el matrimonio recorría el trayecto hasta la casa natal, que de tan distante siempre resultará impreciso calcular la ubicación exacta en kilómetros.

Determinan la lejanía más bien por pendientes y caídas del terreno, enumeran los palmares, mencionan los apellidos que siguen nombrando las fincas hoy deshabitadas. Son esos los elementos que les sirven de punto de referencia.

A pesar de lo alejado del paraje, hablan de él como si se encontrara a dos pasos. Como si lo vieran mientras lo nombran.

Las lomas, los plátanos más dulces, los pozos que nunca se secan, las ciruelas gigantes, los puercos que se ceban a agua y palmiche. Justo allí se hallan también los cuabales donde crece con más fuerzas el guanillo con que Marta elabora sombreros, abanicos y carteras.

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Marta Leopoldina Vega rozaba los 13 años cuando tejió por primera vez junto a su padre. Tenía que ayudar a la familia porque unos coreanos, radicados en alguna zona de Matanzas, habían realizado un gran pedido de sombreros. Fue así que la niña tomó entre sus manos aquellos flequillos de origen vegetal y comenzó a entrelazarlos, notando que no era tan difícil la faena, y hasta resultaba apasionante.

Luego su padre unía los fragmentos tejidos en la máquina de coser, y el objeto iba cobrando forma para asombro de la niña.

Casi sesenta años después, y en la misma vieja máquina Singer, Marta confecciona uno de los artículos de más valor en el campo. Un guajiro sin sombrero deja de serlo un poco.

Aunque los tiempos modernos dicten la norma, nada resguarda mejor los azotes del sol que un sombrero de yarey, o guanillo, como también le llaman a la palma de baja proporciones y gran profusión de hojas que crece en ciertos lugares húmedos del Valle del Yumurí.

Del proceso de confección, quizás lo más complejo consiste precisamente en localizar el arbusto. Llegar hasta los cuabales, donde abundan las pendientes de rocas azules, también entraña cierta dificultad.

«Incluso al extraer las pencas puede lastimarte los ojos con sus puntas filosas», advierte Castell, a quien pocos conocen por  Ramón. «La uña de gato con sus miles de espinas, el guao, la santanica, a todo eso debes enfrentarte para llegar al guanillo».

Luego de recolectado lo tenderán al sol, dos días a lo sumo y, cuando adquiere una tonalidad carmelita clara, ya ella se encuentra lista para tejer.

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Marta teje a cualquier hora. Lo mismo a media mañana, después de alimentar los animales y realizar las faenas de la casa, que en las tardes, o incluso de madrugada, cuando vela por la cría que continuamente los maleantes intentan arrebatarle en un ya desvergonzado latrocinio.

Parece sumergirse en sus pensamientos mientras mueve con celeridad sus dedos. Lo hace casi por instinto. Como si al nacer, antes de llorar, le hubieran colocado en las manos una hojas de guanillo.

Ella asegura que no piensa en nada mientras se dedica a esa labor, aunque sí la embarga una sensación de calma y de sosiego. Pocas cosas la entretienen tanto.

La velocidad con que trenza se hace casi imperceptible a la vista humana. Mientras sus dedos se mueven frenéticamente, las hojas emiten un tintineo metálico.

Con una chismosa le da cierta tonalidad oscura a algunas tirillas de la planta, lo cual brinda un contraste atractivo a los artículos confeccionados.

Si bien logró la perfección en la fabricación de sombreros, cierta vez un compañero de trabajo, de cuando cocinaba en una entidad estatal, le llevó una cartera de cuero para que tejiera una similar.

Lo logró, y desde entonces ha extendido la gama de productos que confecciona. Aunque nunca lo ha visto como una vía para enriquecerse. Ella defiende más el valor utilitario.

Nada se compara a entregarle un sombrero a un guajiro conocido, o a tantos otros que nunca ha visto en su vida, pero llegan hasta la puerta de su casa por la fama y calidad de sus confecciones.

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La puerta del hogar del matrimonio siempre permanece abierta. Hasta allí se llegan cada día muchos vecinos para charlar sobre múltiples temas.

La de Marta y Castell es de esas casas que invitan al descanso. Siendo de las últimas del camino, a veces da la impresión que es de las primeras donde las personas llegan en la mañana por un sorbo de café o un turrón del ajonjolí que ellos cultivan en el patio.

La sombra resguarda el portal durante todo el día, propiciando un agradable frescor. Las guayabas y las ciruelas se maduran en las ramas, para luego caer. Muchas veces se convierten en alimento de las aves.

En ciertos momentos de la jornada, el hombre se sienta en el borde del portal, mientras la mujer teje en silencio, respondiendo con frases cortas, ensimismada en su labor.

Ella es de sonrisa fácil y carácter agradable. Él, dicharachero y hasta medio poeta. Si bien hace años dejó de hilvanar versos en las canturías, cada frase suya rezuma musicalidad.

Ambos son un binomio perfecto. Juntos comparten la vida y cada faena en el campo, salen en busca del guanillo adentrándose en los cuabales, y juntos también echan de menos a su caballo, cuya ausencia les ha restringido el universo.

Pronto regresarán al camino. Esperan poder comprar uno nuevo a pesar del duro golpe que representará para sus ahorros. Sus hijas seguramente les ayudarán, como mismo hacen con los hilos que envían desde el exterior.

Más temprano que tarde regresarán a San José del Tejal, y recolectarán los guanillos necesarios para que Marta continúe siendo, por muchos años más, la mujer de los sombreros.

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Sobre el autor: Arnaldo Mirabal Hernández

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