«¡Esto es como en la guerra»!, me dije, mientras buscaba protección bajo un amplio portalón con techo de tejas. A mis espaldas se sucedían las detonaciones; ensordecedoras, alumbraban el cielo y dejaban tras de sí una gran humareda. Tras varios segundos de calma, regresaba el estruendo y yo solo atinaba a proteger mis oídos con las palmas de mis manos y apretar los párpados para no ver, ni sentir nada. Pero junto al fragor de aquella contienda, me llegaba también la carcajada general que despertaba mi reacción ante los insistentes voladores que detonaban en el cielo durante las Parrandas de Camajuaní.
Seguramente los pobladores de aquel pintoresco pueblo de Villa Clara sabrán detectar a simple vista a un primerizo en cuestiones parranderiles. Quizás hasta alguno recuerda, aunque hayan transcurrido casi dos décadas, a aquel personaje foráneo con pintas de playero, que casi pierde una chancleta tras las primeras explosiones.
Una y otra vez, durante toda la noche, corrí por mi vida cada vez que sentía aquel silbido que antecedía a las detonaciones. De nada me valió conocer cómo se preparaban aquellos fuegos artificiales, ni entablar conversación con los hombres encargados de manipular los voladores, a quienes nombraban, para mi intranquilidad, artilleros.
Sobre unos tableros de madera colocaban los artefactos explosivos. Además de los fuegos artificiales que explotaban en el cielo, existían otros también llamativos que giraban en la propia base de madera.
Y sí se trataba de una contienda, aunque no militar. Dos barrios competían por alcanzar la supremacía de la fiesta. Para ello se preparan durante meses, engalanando la carroza que iría a la disputa para enfrentarse a su rival. Solo ganaría la de mayor originalidad y belleza.
Lea también: Nostalgia de un mochilero: Bajo las aguas perennes del Caburní
Todos los habitantes te inquirían sobre cuál barrio apoyabas, si a Santa Teresa o San José. A los seguidores del primero les llamaban Sapos, y a los segundos, Chivos.
El barrio que más pirotecnia empleara también recibiría puntos que le favorecerían en la competencia. Pero nada tenían que ver con los fuegos artificiales que yo conocía. Los de mis ciudad estallaban a una considerable altura y los artilleros siempre se ubicaban en algún punto distante y desconocido de la ciudad, al que pocos tenían acceso.
Por el contrario, en las parrandas de Camajuaní sientes el olor a pólvora a cada paso, y atraviesas la densa nube que dejan las detonaciones.
La mayoría de las personas seguramente se detienen a admirar los adornos de las carrozas y disfrutan de las ofertas grastronómicas, yo en cambio recuerdo que solo preguntaba cuándo los artilleros se quedarían sin municiones para poder gozar de la noche. Creo que en algún momento logré bailar y sentir las bondades de aquella festividad.
Al amanecer, me percibía como una especie de veterano de guerra. Con los primeros claros del día, sentí esa sensación de resaca que se asienta sobre las ciudades al terminar una noche de carnaval, con los restos de desechos que quedan en los contenes, junto a algún borracho que no logra incorporarse.
Justo cuando comencé a percibir y disfrutar cierta calma, regresó el estruendo: esta vez los voladores avanzaban a ras de suelo a la velocidad de la luz, eran como balas trazadoras abriéndose camino entre los pies de las personas.
Las personas asumían aquello como un juego. Esquivaban los «proyectiles» incendiarios entre risas y palabrotas. «¿Esta gente está loca?», me preguntaba yo, presa del terror, mientras intentaba trepar en un muro, convirtiéndome nuevamente en blanco de las burlas.
Supe después que los adolescentes siempre lograban obtener decenas de voladores para asustar a los trasnochados, que se espantan el doble si, como yo, se enfrentan por primera vez a una experiencia como la noche donde pasé del suplicio a la diversión, con la velocidad con se prende la pólvora.