No recuerdo la hora exacta, pero en algún momento del día atravesamos el poblado de Jibacoa, un asentamiento ubicado en las montañas del Escambray villaclareño.
El pueblo contaba con una vasta infraestructura con escuelas, centros recreativos, un Joven Club, varios edificios multifamiliares… Todo, según supe, construido en los primeros años de la Revolución.
Nos acercamos a una cafetería y allí adquirimos unos panes con picadillo por un valor risible. Un veterano nos indicó cómo llegar hasta Topes de Collantes.
Una vez en la carretera caí en la cuenta que nos encontrábamos a muchos metros del nivel del mar, al observar las palmas diminutas en el gran vacío más allá de la vía asfaltada.
Desde que salimos de la casa abandonada hasta Jibacoa, omito muchos momentos y los cuento como si en pocos minutos fuera posible trasponer decenas de kilómetros caminando entre las montañas.
Sí recuerdo con suma nitidez que apenas demoramos unos 30 minutos de Jibacoa a Topes de Collantes, gracias a aquel chofer solidario que nos recogió; sin embargo, se trata del trayecto más tormentoso de todo el viaje.
El camión ascendía a suma velocidad por aquella enrevesada carretera, y justo ante la proximidad de cada curva cuesta arriba cambiaba la velocidad y daba la impresión de que no lograría vencer la próxima pendiente.
Eran unos segundos apenas en que daba marcha atrás y mi vida toda transcurría ante mis ojos, y eso que los cerraba para no ver los barrancos que yacían a varios kilómetros de profundidad con sus palmas pequeñitas.
Incluso recuerdo que me acosté en la cama del camión con las manos extendidas en forma de cruz, repitiendo una única frase para mis adentros : «Esto se va a la mierda en cualquier momento». Y volvía un curva empinada y el cambio de velocidad del chofer, y así la tortura eterna de los 30 minutos más insufribles de mi existencia (porque no siempre lo digo, pero soy quizá de los pocos mochileros que le temen a las alturas).
Por eso me lancé como un bólido cuando llegamos a Topes. Apenas me detuve en el paisaje, solo quería alejarme de aquel Kamaz naranja y no me despedí de ese conductor tan temerario.
Mucho tiempo después entendería que para conducir en aquellos parajes se debe asumir esa actitud desprovista de todo temor.
En el momento que llegamos a Topes de Collantes ya no quedaban guías disponibles que nos bajaran hasta el Salto de Caburní. Las excursiones habían cesado y debíamos esperar hasta la jornada siguiente.
Valdivia, quien había demostrado que con un mapa en la mano podía llevarnos hasta el fin del mundo, propuso guiarnos hasta la cascada, donde pasaríamos la noche.
Aceptamos el nuevo reto y tomamos el sendero hacia el lugar, siempre con todas las precauciones para no dar un paso en falso y caer al vacío.
Avanzamos con resolución, si bien la claridad del día se iba apagando, lo que despertaba en mí cierto temor. Ya oscurecía cuando llegamos al Caburní.
Aunque la temperatura comenzaba a descender decidimos bañarnos en aquellas aguas semejantes al Ártico. No recuerdo si nos acercamos a la cascada; en cambio, sí que en la noche la belleza de ese paisaje se transforma totalmente hasta convertirse en una boca de lobo. El sonido del agua sobre el agua se hace ensordecedor y, más que agradable, se vuelve inquietante.
Y para colmo de males, desde nuestra llegada permaneció sobre nuestras cabezas una nube que podíamos tocar con las manos y de la caía, persistente, una llovizna que no cesaba.
Justo al salir del agua seguía cayendo sobre nosotros, lo peor resultó descubrir que no había un lugar donde guarecerse de aquella lluvia. Nadie nos dijo nunca que en la noche llueve siempre sobre Caburní, como si la naturaleza quisiera proteger el lugar de los intrusos.
No nos quedaba más remedio que retomar el trayecto de regreso, sin guía y en una oscuridad tan desconcertante y absoluta, como solo se ven en las montañas.
Justo cuando fuimos por nuestras pertenencias estaban enchumbadas, las mochilas, la ropa, las hojas del atlas, los zapatos, y hasta las tostadas, que con tanto celo habíamos resguardado: se habían convertido en algo pastoso e inservible.
Como derrotados, y con un cansancio que comenzaba a pasarnos factura, nos vimos obligados a caminar por un sendero peligroso, con múltiples barrancos y raíces resbaladizas, y en ropa interior y descalzos, con nuestras pertenencias empapadas por aquella nube extraña que cernía sobre el Caburní.