Regresar a un lugar donde dejaste parte de tu historia siempre provoca una rara sensación. Sobre todo si te percatas que no ha cambiado – sin importar la ruina de los años o las trampas para los zorros de la nostalgia – sino que lo has hecho tú.
Este 4 de septiembre volví a Julio Pino Machado, mi antigua primaria, casi dos décadas después para cubrir el inicio del nuevo curso escolar. Entrar a ese viejo caserón de paredes rasposas y grandes ventanas de madera, reminiscencias de una Matanzas colonial, siempre me descoloca: me pone fuera del tiempo, fuera de mi.
Surge una contradicción entre el lugar físico que en dos décadas casi no ha cambiado y lo viejo que se concibe uno.
Observas a los niños que sus padres acompañan de mano y piensas que ese fuiste tú, chaparro y con menos ilusiones muertas ; aunque ahora las mochilas traen a relieve a la princesita Sofía o al Rayo McQueen, y en tu época ninguno de esos muñequitos existían. Te tocaron los Power Ranger o Barbie y el Lago de los Cisnes.
Me encuentro con Calzadilla, mi profesor en cuarto y quinto grado. Hace poco lo entrevisté, porque fue de los heridos durante el incidente del Supertanquero. Aún le quedan en los codos las marcas de las quemaduras. Viene a acompañar a su niña a la misma escuela en la cual él me enseñó las fracciones y a jugar ajedrez.
De reojo veo a Rosabal, un compañero de aula al que le perdí la pista. Creo que no me recuerda o ha pasado tanto tiempo que como a mi le da pena saludar. Se llama Javier, pero como había dos con el mismo nombre el grupo lo llamábamos por el apellido. Con Rubiera, el otro Javier, sí mantengo el contacto y estoy seguro que sí hubiera presenciado lo que yo también se hubiera sentido como si el tiempo se burlara de uno.
Han cambiado las personas. No somos los mismos que a principios del 2000 cuando de a poco con mercuro de cromo nos curábamos las heridas del periodo especial. Lo noto en los tatuajes de los padres: lunas a lo Dreamwork en la parte posterior del cuello, tribales en el hombro, geishas japonesas en la espalda. Nuestros padres no tenían tatuajes. Les gustaba aparentar ser más serios de lo que eran en verdad.
Tampoco quedan muchos profesores de mi tiempo. Le pregunto a Calzadilla y me menciona a algunos; pero, para ser sincero, no los tengo grabados. Las viejas maestras, la señora que me convenció que podía ser mucho más que un muchacho intranquilo no está ni la otra, la señora gorda que fumaba mucho y daba clases a gritos, pero uno aprendía.
En mi tiempo – y me siento más viejo cuando escribo esa frase – los alumnos después de la formación y antes de subir a las aulas cantaban el himno de la escuela. Exprimo la memoria naranja para recordar la letra o la melodía, pero nada…solo queda la imagen borrosa de un pequeño yo, gordito y rapado, mientras lo entonaba.
Le pregunto a la directora de la escuela por el himno y me explica que ella solo lleva dos cursos ahí y que lo desconoce. Ello me entristece un poco. Hubiera sido hermoso escucharlo de nuevo. Esos pequeños detalles, al parecer insignificantes, apuntalan el sentido de pertenecer.
Por lo demás, es el mismo sitio. Confluyen alumnos de ambas orillas del río, los de Matanzas y los de Pueblo Nuevo. Entre los padres de estos, los mismos con que me sorprendo con los tataujes, tropiezo desde la actriz que hace poco hice una reseña sobre su última obra hasta la muchacha a quien le compro los cigarros a dos cuadras de mi casa. Hay yabós, policías, médicos, informáticos. Pienso que una Isla si se aprieta bien cabe en el patio de una primaria, mi primaria.
Julio Pino Machado seguirá ahí con sus grandes habitaciones que dividieron con cartones para aprovechar el espacio, con sus regias escaleras. Soy yo él que me he alejado, aunque no del todo, porque hay sitios que no se van de ti. Como diría una canción, visitarla me hace sentir tan joven, como si aún me emocionara por ganarles a todos en un juego de bolas, y tan viejo como soy.