Cuando cursaba el primer año de la carrera en la universidad un amigo me recomendó un videojuego: Dark Souls con bastante insistencia con la única aclaración de que era demasiado complicado de pasar. Finalmente lo copié sin muchas esperanzas, pues por aquellos días todavía, para mí, el ocio a los mandos consistía en que la experiencia fuera disfrutable, no difícil.
Cuando probé Dark Souls por primera vez recuerdo que los controles se sentían toscos y que el control de la cámara era pésimo. Los primeros enemigos que enfrenté me costó un mundo derrotarlos, pese a ser una especie de zombies sin nada de armadura y que como arma empuñaban solo una espada rota.
Rápidamente entendí que el caballero imponente que había tardado cerca de media hora en crear a mi gusto era probablemente el ser más débil de todo el juego. Solo en la parte del tutorial morí unas diez veces y comencé simplemente a ir hacia delante evitando pelear nada más que por ver qué pasaba después, hasta que atravieso una puerta y tras ella un demonio gigante con un garrote me despachó de un solo golpe.
Cerré el juego en el acto y decidí que aquello no era para mí, pero entonces fue que comencé a recordar esa extraña sensación de reto que sentía al jugar de niño con Sonic, MegaMan, Castlevania o Prince of Persia; donde cada derrota servía para estar un paso más cerca de la victoria.
Regresé a Dark Souls entonces dispuesto a entender sus mecánicas. Poco a poco los zombies comenzaron a sentirse demasiado fáciles, una vez me adapté, los controles se sintieron más fluidos y tras varios intentos logré vencer al imponente demonio del garrote.
Al abrir una última puerta, un cuervo gigante me transportó hacia el mundo dónde se desarrollaría el resto de la aventura. Ahí descubrí que los videojuegos también pueden ser arte.
La historia se contaba mediante los pocos diálogos con los personajes que nos encontrábamos y algunos escritos que nos servían para saber cuál era nuestro siguiente objetivo. La música te acompaña en todo momento y cambia para darle una mayor magnitud a las épicas peleas con las criaturas que nos encontramos.
Cada tesoro, cada atajo, cada acertijo resuelto, cada enemigo vencido, cada paso que demos es más difícil que el anterior. Rápidamente descubrimos que nuestro personaje no es nada más que alguien con la mala suerte de tener que cargar con los destinos del mundo sin estar realmente preparado para ello.
Aun así, derrotamos a dioses, dragones y cosas mucho peores hasta que entendemos que nuestro protagonista sigue siendo igual de débil y somos nosotros tras los mandos, quienes nos hemos vuelto más fuertes, más rápidos y más inteligentes.
Tras terminar Dark Souls tardé un tiempo en poder disfrutar otro juego, así que me dediqué a rejugarlo para descubrir cada secreto, cada enemigo oculto y cada historia. Ahora ocho años después a cada rato regreso a su mundo y disfruto de esa sensación de familiaridad que sentimos al conocer a la perfección un lugar.
Cada vez más videojuegos intentan replicar la fórmula Souls, tanto en su sistema de combate, su dificultad o la manera en la que cuenta su historia, con algunos buenos ejemplos. Pero solo la desarrolladora From Software de la mano de Hidetaka Miyasaki ha podido estar de nuevo a la altura de su propio juego.
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