Se le encontraba, habitualmente, en la entonces muy activa terminal de ferrocarriles, donde por entonces, en la lejana década de los años 60, la cafetería allí situada colaba un aromático y sabroso café cada hora en punto. Pensar en ese lugar es, para quienes lo recordamos, como pensar en Andrés. Así se llamaba él, que era regordete, de tez negra y estatura mediana, siempre vestido con limpieza.
Sus pantalones, recogidos a mitad de las piernas; la camisa, de mangas largas, enrolladas en los antebrazos. Lo peculiar era que jamás usaba zapatos u otro tipo de calzado; por tanto, poseía grandes pies.
En la terminal también se expendía comida, además de otras ofertas anunciadas por vendedores ambulantes: pan de maíz, gaceñiga, panqué, pasteles (coco, guayaba, frutabomba), turrón de Mocha, tabletas de ajonjolí, frituras, bollería… Ante la llegada de un tren, el bullicio se incrementaba en el andén. Había ofertas gastronómicas para todos los gustos, y para todos los bolsillos.
Los adolescentes que ocasionalmente asistíamos allí para comprar alguna golosina, nos entreteníamos admirando los divertidos auto-coches, gas-car, locomotoras tirando de coches, ya fuesen refrigerados o con ventanillas. Tales medios de transporte poseían sus colores distintivos: verde, anaranjado, carmelita e, incluso, existían vagones plateados, autopropulsados.
Ya descrito el ambiente y el escenario de esa época, nos trasladamos en la máquina del tiempo y vemos a Andrés, tirando de una carretilla cargada de bultos, llevándolos o extrayéndolos del depósito destinado a ese fin. Todo ello en medio de quienes descendían o ascendían a sus respectivos vagones.
Andrés era una persona de alrededor de 50 años cuando vi su figura por primera vez, muy diligente, respetuoso. La muchachada del barrio no se burlaba de él, ni le hacían bromas de mal gusto.
Cuando salía de la terminal para realizar alguna encomienda, al pasar próximo a un grupo se presentaba así: “Yo soy Andrés, el bobo”. Y agregaba: “Yo no veo bien”.
En alguna que otra ocasión solicitaba con humildad “una pesetica para tomarme un café”. Serían dos, porque la taza costaba 10 centavos.
Dejamos de verlo durante varias semanas, cuando reapareció. Llevaba puestos espejuelos graduados y calzaba un par de tenis que le fabricaban con un molde especial en la desaparecida fábrica de calzados de goma. Solo los utilizó dos o tres meses, esporádicamente, pues confesó que le apretaban mucho. Lo cierto es que, estimamos, ya sus pies estaban acostumbrados a sentir, de manera directa, el contacto con el pavimento o la tierra.
Si su historia se hubiese desarrollado por esta época de tantas y continuas altas temperaturas, él solo podría salir a la calle al caer la noche, cuando ya el reverberante pavimento hubiera apaciguado la candente temperatura de mañanas y tardes.
Sin embargo, si se viese comprometido a realizar una encomienda o diligencia personal, de día, tendría que caminar sobre la yerba de un trillo de tierra contiguo a las líneas férreas, y después continuar apoyándose, a saltitos, sobre la dura madera de las traviesas donde se apoyaban las paralelas. Nunca sobre los casi hirvientes arieles, como solía hacer años atrás.
No supimos jamás su origen, ni su fecha de fallecimiento, pero lo recordamos con respeto. Y con igual cariño que a aquella lejana terminal de ferrocarriles de los años 60. (Por Fernando Valdés Fré)
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Soy nacido en 1970 y lo recuerdo de niño. Él vivía en la calle Spiritu Santos entre San Luis y Monserrate. Pueblo Nuevo. Lo recuerdo parafraseando este versito: » yo no sabo nada,….. yo soy medio bobo.» En verdad todos lo querían y nunca ví a nadie abusando de él. Por el contrario. Gracias por esta crónica que a decir verdad, pudiera servir de preámbulo para seguir investigando y dejar constancia de nuestra historia cotidiana, rica de valores y ejemplo de que podemos ser mejores personas y volver a llegar e incluso superar etapas de bienestar pasadas.