Hace un año del incidente del Supertanquero y el dolor provoca, por lo menos a mí, una paradoja mental.
Sé, incluso comprendo, que el tiempo pasó, que la ciudad avanzó, como deben avanzar los molotes de concreto y personas que son las urbes, lenta y avasalladoramente. Sin embargo, la noche del ruido y la furia, los días de sombras largas y aire denso, continúan ahí, lejos y cerca a la misma vez.
Algunos días, los soleados como lo son todos últimamente, o cuando me encuentro en algún punto de Matanzas con vista a la bahía, que no escasean, regreso atrás y es como si en el cine oscuro de mi cabeza se repitiera la misma película, igual a las que te ponen en un tren y, aunque no quieras verla, está ahí, levantas la mirada y está ahí. No escapas de ella. Estás encerrado con ella o ella está encerrada en ti.
No quedó solo el dolor, sino también el sobresalto que no puedes esconder debajo del tapete o barrerlo fuera de la casa como si fuera leve sentimiento, polvo y pelusa. No seremos los mismos y ya no es antes. El verdadero miedo corta profundo y deja feas cicatrices para que lo recuerdes.
Hace poco hubo, exactamente el primer día de mayo, un pequeño incendio en la Zona Industrial. El humo gris de nuevo comenzó a ascender, como papalote, ligero y zarandeado por el viento, al otro lado de la bahía. Quizás la expresión que vaya aquí, de pantalones ensuciados e insultos a la madre de las casualidades, por vulgar no sea adecuada colocarla, pero creo que muchos reaccionamos así.
Las fotos pasaban de WhatsApp en WhatsApp; “No”, de Messenger en Messenger; “No, no de nuevo”, de madres que llamaban a los hijos, de hijos que llamaban a sus novias; “No, no de nuevo. No podemos tener tan mala suerte”.
Al final, fue una pequeña escaramuza del azar, que se pone un poco cabrón a veces, y el incendio se controló en pocas horas y no hubo repercusiones, por lo menos materiales o humanas, pero nos recordó lo tan asustados que todavía andamos, que estas manchas de petróleo en la memoria no se borran aunque la restriegues y se te vaya el alma en eso.
Hay días en que notas que se cargan, que de poco a poco se vuelven más pesados. Todas esas insanas emanaciones de la tierra suben hasta la bóveda celeste que se pinta de negro y luego se desencadena violeta y violenta o de repente, sencillamente, sin excusa alguna, como rabieta de niño atmosférico, igual se desencadena violeta y violenta. Entonces los rayos flashean la ciudad.
Si antes había quien tapaba los espejos, le rezaba a Santa Bárbara, desconectaban todos los equipos y la antena de bigotes del televisor y se trepaban en la cama junto con sus mascotas, ahora ante una tormenta eléctrica, incluso las más «guapas» y «guapos», le temen, porque saben que, en la barriga de la bestia, se puede esconder la desgracia.
Hace un año aprendimos que la naturaleza, esa que el hombre pensaba que podía agarrar por las bridas y evitar que se desbocara, no puede ser domesticada, no del todo, siempre guarda repuntes de salvajismo y crueldad.
Tal vez, si de sonidos hablamos, más sobresalto que el trueno que precede al relámpago que intentamos acallar con las plegarias a Santa Bárbara, lo provoque un ruido fabricado por el hombre: el de las sirenas de los camiones de bomberos y de las ambulancias.
Ellas no creen en puertas. Entran a las cuarterías como Pepe por su casa. Te tocan el hombro mientras preparas el café, que es el único vicio que conservas, o cuando le abrochas los cordones a tu hijo, o cuando te quitas la camisa apurado porque tu amante esperan por ti en la cama. Suenan y detienes tu vida: la cucharita con polvo de Hola con que llenabas el filtro de la cafetera queda suspendida en el aire, se te olvida el nudo de la mariposa y metes los cordones a presión dentro del zapato tal cual queden, y los dedos se detienen en el tercer botón de la camisa y no se mueven más.
¿Qué habrá pasado ahora?, se preguntan al unísono el vicioso, el padre y el amante. Luego los encontrarás en las redes, escarbando. Buscan qué sucedió. Nadie en Matanzas queda impune ante el canto desafinado de las sirenas. Nos sobresaturamos de ellas durante los días del Supertanquero. Están dentro de nosotros como ecos lejanos y nos queda el miedo reflejo, la sensación de escuchar las trompetas del Apocalipsis, el último llamado antes de que todo se vaya a la basura. Pueden ser exageraciones, pero los miedos son irracionales, aunque posean una causa racional.
El dolor y el sobresalto no se pueden esconder debajo del tapete o barrer fuera de casa como si fueran leve sentimiento, polvo y pelusa. Se quedan ahí. Te rondan en los momentos más inesperados: cuando sales a forrajear el sustento, cuando te sientas en el portal de la casa a contemplar la manera en que la gente va de un lado a otro y realiza su mejor esfuerzo por vivir y sobrevivir, porque sabemos que ni tú ni la ciudad podrán ser los mismos.
Encuentre este y otros materiales en nuestro dossier: Supertanqueros: Memorias del fuego