Nostalgias de un mochilero: el campamento de la infancia 

Creo que todo niño construyó en algún momento de su infancia un campamento; esa especie de refugio muchas veces creado con las propias manos para ocultarse de los mayores, distanciarse de todo y de todos, para ser uno mismo y sentirse un poco más libre quizás, para no escuchar los regaños e intentar soñar con los ojos abiertos.

En mis primeros años, mi mejor campamento fue un pequeño escaparate que era además una potente locomotora, con la que recorría kilómetros y kilómetros, impulsado por mi garganta.

El campamento podía ser además un castillo, o un cuartel militar, eso sí, siempre invisible a los ojos de los adultos. 

Para edificarlo solo necesitabas la imaginación, y uno nunca se escudaba ante la falta de recursos, estos aparecían por sí solos, y en cualquier lugar. Para erigirlo bastaban cartones, tablas, viejas lonas.

Una vez construido, se acondicionaba y  adaptaba a nuestra propia necesidad,  recuerdo aquella gran caja de madera en el patio de un vecino que convertimos en una especie de búnker sin conocer aún el significado de la palabra.

El lugar escogido también podía ser la costa, el monte o una casa en construcción. Cualquier pedazo impreciso de un objeto desechado asumía una nueva función y cobraba vida, aunque ante la mirada aguafiestas de los adultos no fuera otra cosa que basura.

Lea también: Nostalgias de un mochilero: El Mejunje

 Una aparato electrónico inservible para algunos alcanzaba una nueva dimensión y nos llenaba de regocijo ya sería la pizarra electrónica de nuestra nave espacial de paredes de cartón.

En esa época nos jurábamos amistad eterna, sin sospechar que con el paso de los años enfermaríamos irremediablemente de adultez.

En aquel entonces nada parecía afectarnos, el mundo era un juego y cabía en nuestro campamento, donde el tiempo no existía…hasta que ¡puum! Llamaba mamá, y la vida regresaba a su «normalidad», con los regaños por la tardanza y horarios para bañarse, hacer la tarea y comer, esas cosas que anunciaban la rutina diaria que ceñiría nuestra existencia hasta estrangular la fantasía, una vez alcanzada la adultez.

Valdría preguntarse cuántas veces al día necesitamos de un campamento, que nos permita distanciarnos de todo y de todos, para ser nosotros mismos, y sentirnos un poco más libre. Sin dudas de niños éramos mucho más sabios.

Recomendado para usted

Foto del avatar

Sobre el autor: Arnaldo Mirabal Hernández

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *