Nostalgias de un mochilero: El Mejunje

Hace ya algún tiempo, de regreso a mi ciudad de un viaje al centro de la Isla, pasé por Santa Clara. Allí permanecí unos minutos, y solo tuve tiempo para atravesar el parque Vidal, raudo y veloz, y tomarme un café en El Mejunje.

“¡Cuánto ha cambiado este lugar!”, pensé, y tomé mi mochila para seguir camino hacia la autopista, y llegar cuanto antes a Matanzas. No quise pensar mucho, porque en mi travesía por el centro de la ciudad leí en un cartel que esa misma tarde Roly Berrio daría un concierto. Por una centésima de segundo dudé si no sería mejor quedarme, pero finalmente partí.

No es que no quiera permanecer demasiado tiempo en santa Clara, es que quiero volver, sin apuros, para reencontrarme con una ciudad donde viví cinco años que hicieron de mí el hombre que soy. Y es precisamente El Mejunje de esos lugares mágicos donde quiero regresar, aunque Sabina se empeñe en decirme que “al lugar donde has sido feliz no debieras volver”.

Cuando hablo de El Mejunje a mis compinches yumurinos, noto cierta extrañeza en la mirada porque, según varios, allí solo hay cabida para “lo gay”. Y si bien es cierto que el show de travestismo que celebran cada sábado trasciende las fronteras villaclareñas, el sitio es mucho más que eso.

A mi juicio, es uno de los principales centros culturales del país, donde promueven todas las manifestaciones artísticas. Cómo olvidar a Abel Prieto, pidiendo en un Congreso Cultural que se multiplicarán por el país centros como El Mejunje y los Silverios, en referencia a su sempiterno director y creador.

Al parecer, a Matanzas no llegaron esas palabras. Aún así, yo soy un matancero que durante mucho tiempo fui asiduo del Mejunje, de modo que me reafirmo como todo un mejunjero.

No recuerdo exactamente el primer día que asistí, como tampoco algún jueves que dejara de ir. Era una cita obligada, una especie de culto. Los jueves era el Día de la trova, y aunque en ocasiones se repetían los mismos cantantes, y las mismas canciones, cada noche de esas era diferente.

Roly Berrio y Diego Gutiérrez eran mis trovadores preferidos. Cuando el primero aparecía, prometía una noche de gala, con temas como La Cucaracha o Caridad, interpretadas con su singular juego de voz; el segundo cerraba con la Luna de Valencia, pero antes despertaba mis nostalgias por mi añorada ciudad costera con temas como Ostras o Sabor salado, que hoy también provocan algo similar, pero por las noches santaclareñas.

Como bien escuchaba decir, la trova sin trago se traba, y antes de llegar a El Mejunje, nos abastecíamos de vino en una casa en altos, donde nos bajaban la bebida en una jabita atada a una soga. No recuerdo el sabor, pero sí las borracheras.

Sobran las historias de las jumas que cogíamos, y como me toca escribir a mí, nada se compara con aquel beso que Amaury Valdivia estampó en la oreja de Diego Gutiérrez en una de esas noches de vino, música y parranda.

Pero lo mejor de El Mejunje era cuando terminaba. Debíamos abordar la última ruta 3, a las tres de la mañana, que nos llevaría hasta la Universidad. Era una especie de misión imposible, y más de una vez monté por la ventana.

Debo confesar que fui todos los días de la semana, incluyendo los sábados, para constatar que los gay no discriminan a los heterosexuales. Eso sí, nunca he podido olvidar aquel sonado beso que a mis espaldas se regalaron tres hombres del mismo sexo, a la misma vez.

Cuando escucho algún tema de aquella época crece la añoranza por esos tiempos, y quisiera volver, aunque sé de antemano que evocaré rostros que no encontraré, mas no importa: queda el Mejunje como testigo perenne de aquella, mi vida bohemia, que tanto extraño, con la gente que tanto extraño, y a veces necesito.

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Sobre el autor: Arnaldo Mirabal Hernández

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