El Cinematógrafo: La trilogía de un crack

Soy detective privado. Sí, como en las películas, ya sabes. Un tipo duro y solitario que trata de sobrevivir en una ciudad podrida gracias a un trabajo sucio. ¿A que te ha gustado?

A Dashiell Hammett, Raymond Chandler y James M. Cain dedica José Luis Garci, respectivamente, el primer, segundo y tercer capítulo de El crack, sin que se parezca mucho ninguna entrega ni el conjunto a obra alguna en específico de esos tres gigantes fundacionales de la novela negra. Ni falta que le hace.

¡Vaya un despiste!, creer que presenciaríamos un homenaje tal vez lánguido a un tipo de literatura y cine perdidos desde hace tiempo, cuando en realidad se trata de una creación, no de una recreación. Es el triunfo de la originalidad serenamente trasnochada, inventiva y vigorosa a más no poder. El renacimiento del neoclasicismo a 24 fotogramas por segundo.

Yo, por mi parte, dedico al director español vivo más importante (junto a Almodóvar y Érice, que son también el más importante cada uno) esta crítica, canto, homenaje, o como se puedan apellidar mis líneas. No me esfuerzo en definir parámetros acerca de qué es la crítica y cómo debe hacerse, solo sé que escribo de cine, con pasión; por eso me funciona tan bien el suyo, porque está hecho con ese sentimiento, es intuitivo y sincero y no se edifica según esquemas rígidos ni estos parecen preocuparle: simplemente rueda, acorde a las enseñanzas de algunos maestros imposibles de olvidar, los de la puesta en escena “invisible” y la cámara a la altura de la mirada.

El detective Areta (Alfredo Landa) y su ayudante, el Moro (Miguel Rellán), amigos y profesionales, cada uno a su estilo.

Más allá de las dedicatorias, Garci hace extensivo su deseo de reverencia a otros elementos, que son muchos sin que aturdan ni hagan ruido, sin que provoquen reguero en el corazón, y aunque esos no los deje por escrito sobre un fondo oscuro, antes o después de iniciar los créditos, están implícitos en cada rincón de la triple película que supone El crack.

Me refiero a la profesionalidad, a la ética, a la vida de ciudad, a ver romance y acción y lo que sea en pantalla grande, a los juegos de mesa, a los establecimientos pasajeros de nuestras vidas donde hemos podido desayunar y cenar a deshoras, a la compañía, a la soledad, al boxeo, al humo zigzagueante sobre la sombra crepuscular de persianas en la pared, a la bebida, a esa música vieja que sigue siendo buena y nos suena incluso mejor que la de ahora independientemente de cuán vieja y de cuándo sea el ahora, a la radio, a la sintonía nostálgica de un anuncio de televisión, a las revistas que adornan eternamente la barbería, a la independencia militante de los detectives hoscos e individualistas que pierden más de lo que recuperan la fe en las personas… En fin, a los placeres de esa vida de repuesto que solo el cine puede dar.

Entre los cineastas de consolidación posterior al vídeo, particularmente entre aquellos que inevitablemente elaboran las películas que les gustaría haber bajado sin esfuerzo de la estantería, los mismos que no se contienen ante la ausencia de productos de su sano gusto en la cartelera, quienes tras un cronograma de rodaje ven cumplidos sus propios sueños, son pocos los que alcanzan a contagiar de tanto entusiasmo por lo que les ha apasionado al crecer y logran que en obras poco ambiciosas se admire ese material del que se han construido una coraza (perfeccionada a cada golpe de claqueta) no ya de ciertos códigos narrativos y estéticos, sino morales. El padre del “crack” es uno de ellos.

De forma diferente a sus principales películas, y por ello más desconcertante la efectividad del logro, El crack aúna la emoción infantil de rodar, la perspectiva adulta y la calma habituales en el legado de Garci, quien filmando no pierde los nervios como tampoco los pierde Germán Areta, alias Piojo, el magnético detective, bajito y bigotudo, rara vez ladrador y excelente mordedor, impasible aunque le interrumpan cenando dos atracadores y le obliguen, a riesgo de morir por la defensa de su dignidad, a sacar el revólver y encañonar bajo la cintura al más temerario de ambos maleantes (“Dame el mechero o te quemo los huevos”), porque no hay necesidad de apurar la digestión mientras apilan billeteras y amenazan con desparpajo, pero ni hablar de tocar el mechero dorado del mejor personaje de Alfredo Landa. Ahí te la juegas.

¿Cómo puede alguien tan aparentemente endeble, con la cara bonachona de un ícono de la comedia popular de la época, erigirse pistola en mano de manera tan convincente, con la miticidad del Bullitt más cool o del Harry Callahan más sucio? Se debe por igual al talento de Landa y a la confianza puesta en él por su director, pero también tiene que ver en ello la sapiencia con que se presenta al personaje. Su espíritu, y el de su historia, quedan patentes en apenas dos diálogos cortos, un tramo al volante mientras pasan los créditos y, por último, la entrada a su apartamento con la cálida bienvenida del teléfono y una llamada grabada de Cárdenas, alias Moro, su ayudante en la agencia de investigación donde Germán se ha instalado “en plan Robert Mitchum” tras dejar el cuerpo policial. Así de escuetos y fluidos han nacido muchos clásicos.

Este mundo huele muy mal. Hace mucho tiempo que está lloviendo mierda. En mi oficio es donde más se nota. Y si quiere que le diga la verdad, a mí el olor me tiene ya sin cuidado, pero lo que no me gusta es que traten de engañarme. Quien me pide que le ponga la verdad en la mano tiene que comenzar poniendo su verdad en la mía.

¿Cómo pudo hacerse una segunda parte tan buena como la primera? Gracias a la verificada valía de quienes la hicieron, no me asombra, y menos teniendo tan presente a Hawks, un especialista en el reciclaje de equipos, esquemas argumentales y tratamiento visual de las historias. El crack II es en ese sentido una continuación increíble, con el suficiente valor para tomar decisiones radicales, hermanada en tesón, emoción e ingenio con la original. Todos crecen en el guión. El humor y el drama, la serenidad y el tormento, se entrelazan en un grado de confusión comparable a la que suelen generar los clientes de Areta Investigación. No obstante, nada de complejizaciones excesivas, la sencillez continúa siendo la mejor virtud mientras haya un rótulo que diga “Dirigida por José Luis Garci”.

¿Cómo pueden, a su vez, regresar a la vida Germán, el Moro, el Abuelo y Rocky en El crack cero, encarnados por otros intérpretes, y salir por la puerta grande? ¿No solemos repetir que explotar los clásicos es un error de entrada y que esas operaciones de salvamento y rescate de lo retro pocas veces salen bien, que desde las nuevas tramas hasta los nuevos actores palidecen en comparación con lo antes hecho? Pues el cierre en blanco y negro que esta trilogía obsequió a sus fieles no estuvo mal, por el contrario: llama la atención que, de manos de un cineasta criticado por su manera presuntamente estancada de aportar películas y supuestamente el ñoño titular de la cultura española contemporánea, la oportunidad idónea de hacer el ridículo añorándose a sí mismo resulte una obra tan seca, original, contenidamente emotiva y satisfactoriamente distinta de sus predecesoras.

Tampoco parece que se haya agotado el contenido. El detective definitivo de la Gran Vía madrileña aún da para muchas aventuras, pues la ambigüedad histórica que lo rodea se antoja inagotable y no me sorprendería la materialización de una serie titulada Areta Investigación, como tampoco lo harían más cintas con o sin firma de Garci, y quizás algún día se vuelva tan recurrente en la novela negra como Spade, Marlowe, Hammer o Archer (Harper para los admiradores de Paul Newman). Cada inmersión filmada en su vida laboral y personal, por parte de su legítimo creador, ha acabado siendo una película estupenda.

EL CRACK (1981)

El Crack 1981

—¿Vosotros conocéis a Kipling?

—No. ¿Uno de Estupefacientes?

—¡No! Era un escritor inglés que, cuando le hablaban de Germán Areta, siempre solía decir: “Pero eso es ya otra historia”.

El valor de esta película es inconmensurable, precisamente por no poderlo determinar entre tantos que posee: la consolidación del policiaco en la cinematografía de su país (pese a dignos antecedentes, sobre todo en los 50); el mejor retrato indirecto de la Transición y de la sacudida que propinó a los cimientos de una España hambrienta de cambio; la demostración de que sí se puede aplicar el cine de género a cualquier escenario y situación industrial cuando existe talento y conocimiento para tal fin; entre otros, que pecarían de subjetividad por ir asociados a la magia de esos intérpretes, al poder de esos guiones a cuatro manos entre Garci y Horacio Valcárcel, a la esencia citadina en cada panorámica de la jungla de asfalto, sea la madrileña o la neoyorkina.

Dicho esto, salvo quizás la Viena destruida y empecinadamente romántica de Carol Reed en El tercer hombre, nunca una ciudad ha reflejado tan certera y claramente la psicología de un personaje como sucede aquí entre Germán/Alfredo y Nueva York. Cambia la fotografía, cambia la película y cambiamos nosotros para siempre, porque al regreso habremos madurado como espectadores.

El estado gris, frío y amenazante que han adoptado película y personaje cuando acontece el viaje a la insomne gran manzana, apoyado por esos planos exteriores rodados en clandestinidad documental, nos incita a subirnos el cuello del impermeable (que no llevamos puesto, pero ya nos gustaría) y compartir el calor de la venganza que se avecina. La apacible investigación en tono tradicional da un giro a lo Paul Schrader que, en un par de movimientos de cámara, un disparo en off, elipsis de pura cortesía, sin necesidad de recurrir a la explicitud de Scorsese, deriva en una violencia el doble de real que cualquier tiroteo. Es cuando conocemos al otro “crack” que habita en Areta, concretamente en algún punto de su pasado.

No obstante, los espacios de amabilidad y ternura distribuidos a lo largo del metraje son igualmente efectivos y alejan al protagonista de cualquier intento de pose arquetípica. Es tan creíble acariciando a una niña, a la cual con gusto criaría como suya propia, como detectando culpables de graves asuntos y haciendo frente a quien debe. Para un histrión como Landa, qué curiosidad que su más lacónico y ascético personaje sea el que mayor número de rostros tiene, tan complejo, y el que menos tense los músculos faciales ante las situaciones más estremecedoras.

En Nueva York cambia la fotografía, cambia la película y cambiamos nosotros para siempre, porque al regreso habremos madurado como espectadores.

Hay un momento en esta película que define en un rasgo decisivo, a medias entre la sutileza y la genuflexión agradecida, el sentido de la obra global de Garci. Lo que en Sesión continua (1984) toma toda la función ratificar, aquí se resume en pocos segundos, de planos majestuosos y sentimiento solapado: en medio de una cita con Carmen (la maravillosa María Casanova, auténtica musa de Garci), a punto de entrar al cine, Areta tiene una idea crucial para el curso de las pesquisas que desarrolla, y la manera de comprobarlo implica salir a la calle en contrapicado y contemplar el poster gigantesco del producto que se proyectará.

No se tarda en comprender qué es lo que observa y cuánto involucra para la narración, pero eso es lo que menos se recuerda, porque el amor al cine y la inclusión del mismo en un instante tan luminoso, a pie de calle, dándole la oportunidad de desentramar una crónica tan negra como la que más, evidencia cómo puede destacarse una emoción por encima de un dato: un simultáneo destello de dirección y escritura.

EL CRACK II (1983)

EL CRACK II (1983)

Conclusión del sumario: “accidente por fallo mecánico”. Pero usted y yo conocíamos la verdad: “ciudadano eliminado por confiar en la policía”.

Cada vez que la recupero me pregunto dónde está el secreto, cómo un clímax tan temible como el que se cocina aquí finalmente deriva, sin rupturas vulgares de tono, en uno de los finales más felizmente atípicos de toda la serie noir, musicalizado por Jesús Gluck e iluminado por la sabiduría de Manuel Rojas y por las miradas de Germán y Carmen. De forma inesperada e insospechadamente reflexiva, nos dice adiós una película que vale por sí sola para ilustrar la manera tan particular de entender el género que ha tenido Garci. Una sin grandes pretensiones, con la excepción quizá de ser fiel al claro, ameno y desusado estilo clásico.

No son pocos los aciertos de este segundo episodio, que es más bien la clase de film atrayente por el seguimiento que da a su línea argumental y, sin embargo, doblemente interesante al mismo tiempo por detalles aledaños, casi siempre aportados por esos personajes a los que sería injusto tildar de secundarios. Complementarios, he ahí una palabra más afín a la verdad.

Entre las escenas de parejas en crisis, esas donde los guionistas pretenden desgarrar nuestras entrañas y los actores lo hacen posible, una de las cumbres radica en esta secuela en estado de gracia. Llegada la noche, con la pizarra de pesquisas al fondo, Landa y Casanova se laceran el uno al otro en la cocina sin necesidad de cuchillos, mediante palabras afiladas, ordenadamente, respetándose el turno y superándose en capacidad de despedazamiento. Ni Bergman en Secretos de un matrimonio ni Baumbach en Historia de un matrimonio juegan en la misma liga.

La hipotética discusión entre un detective privado y su compañera sentimental, quien no es de postín y ha sufrido las consecuencias de un caso especialmente doloroso, enterrado en El crack del 81, supera en verosimilitud las expectativas de cualquier aficionado a la disección psicoanalítica en relaciones hombre-mujer. La posibilidad de una vida a dúo y libre de peligros para un hombre marcado por el peligro, hecho para eso en una especie de círculo vicioso que traza algo así como el rumbo de su vida, parece alcanzable y cercana, y a la vez comprensiblemente distante, fugaz: “No te gusta mi trabajo, ¿verdad? A mí tampoco. Pero conozco una ciudad, y tengo una libreta de direcciones. Con ese capital, ¿qué otro oficio hay para mí?”.

Cuando Areta recibe reproches, los encaja a conciencia y da un ejemplo de educación sólida; mas, cuando es él quien los hace, por más que mantenga su absoluta compostura, temblamos como el Moro en su momento o titubeamos como el Abuelo (magnífico José Bódalo) al ser encarado por esenciales eventos del pasado. En el Piojo está la fuerza apelativa de aquellos actores capaces de salirse de la pantalla e interpelar la mismísima moral del público. Desde Bogart no recibíamos una lección así, y Landa aprovecha la jugosa oportunidad de repetir personaje para excavar más en sus folios y sentir cada línea que dice.

La posibilidad de una vida en pareja, libre de peligros: todo un reto para alguien acostumbrado a peligrar.

Si bien él había dejado claro en su caso lo obvio, esta es la ocasión en que María Casanova, por su parte, se establece como una de las mejores actrices del cine español, aunque no se reconozca y la frugalidad de su carrera así lo propicie. O eso, o Garci es el director de reparto más extraordinario de su generación, que también es posible. Al menos como orquestador de miradas que cortan el aliento, podría ganarse la vida como asesor en rodajes donde la precisión técnica esté por encima de la magia y falte sublimidad, hasta en un enrevesado episodio policial.

En los ojos de María, repasando cada una de sus interpretaciones a las órdenes de este autor de asignaturas pendientes en nuestra sensibilidad, se conoce y entiende mejor a las mujeres que en cualquier boom de estrenos feministas. Si se llegaba a darle más cabida, la película le hubiera pertenecido a ella por completo.

EL CRACK CERO (2019)

EL CRACK CERO (2019)

Areta Investigaciones es una agencia anticuada. De momento, no mata.

Que lo tenían difícil Carlos Santos, Miguel Ángel Muñoz o Pedro Casablanc, desde luego. Que Javier Muñoz no es Valcárcel: elemental, querido Moro. Que peor se pintaba la situación para el propio Garci, era aún más evidente.

Pero la manera tan adecuada en que el elenco sobrepasa cualquier expectativa posible de comparación, que no es tanto imitando sino construyendo desde cero, resulta pasmosa por el acabado. El libreto, en honor a un pasado nunca bastante desvelado, está a la altura de sus precedentes en cuanto a alcance emocional e ingenio verbal. Y el trabajo de jefatura, envidiable para los menos veteranos en el negocio.

Apartado de la dirección desde Holmes & Watson. Madrid Days (2012) –en cierto modo un ensayo para la despedida que ha acabado siendo El crack cero–, a uno no le queda menos que la esperanza de que Garci nos sorprenda con alguna otra joya. No es para menos, viendo la vitalidad de este policiaco casi sin tiros ni puñetazos, el pulso firme con que sigue creando el autor de You’re the One (Una historia de entonces) (2000), la sobriedad museística dentro de una cierta embriaguez autorreferencial desde que empieza hasta que acaba, sin rastro de egocentrismo.

Se da por hecho su independencia como precuela a los pocos minutos por lo diáfano que circula todo ante nosotros, pero es necesario comprender el ejercicio de madurez natural que se pone en práctica. Con la diferencia en el tiempo entre este cierre y su par antecesor, supongo que era poderosa la tentación de vivir del homenaje, de caer en el facilismo y tirar del resorte de la añoranza con todas las fuerzas. Por eso aplaudo la genuina aproximación al binomio preexistente, en contraste con la falsa humildad a través de la cual muchas derivaciones se presentan bajo preceptos de originales, lúcidas y diferentes; no es común que películas con las pretensiones artísticas y comerciales que a gritos posee El crack cero sean tan poco presuntuosas, ni que el retorno a un mito esté tan comedido en su solemnidad.

A la izquierda, el Moro (Miguel Ángel Muñoz). Frente  a él, Areta (Carlos Santos).

En blanco y negro, y se dice fácil. ¡La Gran Vía en imágenes de archivo ya empleadas en títulos anteriores, como sucedía con material reutilizado en producciones antiguas de la Metro o la Warner, pero tamizada de blanco y negro, el color del que están hechos los sueños de Garci! Al fin y al cabo, no es la primera vez, y aquel final de Sesión continua en que baja el cromatismo hasta la negrura absoluta me pone los pelos de punta en cada ocasión. Me pregunto si, con la lógica autocensura de quien llevaba poco tiempo captando la atención del público, el cineasta no habría pensado sus dos primeros Cracks en ese tono que tan bien capta la atmósfera mental y espacial de cada escena.

Cuando se llega a este punto de su filmografía, queda patente que solo ha hecho cine de autor. Incluso en la obra más impersonal y de encargo se manifestaría su interés en rehuir de hábitos predominantes y la defensa a ultranza de relegados modos de hacer, que es la tesis formal de toda su obra. Con menos, es de los que más, y mejor, nos dicen. Por ejemplo, con la simple historia de un detective se las arregla tres veces para hablarnos de nuestras vidas con una cercanía que ni el tarot.

Trabaja al viejo estilo, pero con él lo viejo sabe a nuevo. Como Areta en lo suyo. No en vano congenian artista y creación, uno fuera de la pantalla y el otro dentro… o puede que estén ambos dentro.

Garci y Areta, Areta y Garci: el crack del cine español.

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